Han pasado ya cuatro largos años desde el comienzo de la crisis económica. Gobiernos de distinto signo y diversos organismos internacionales han tratado de dar soluciones propias pero hasta el momento ninguna de las políticas implementadas ha parecido funcionar.
Tan sólo China, cuya economía no es muy abierta, y Estados Unidos, que goza de más herramientas que el resto de países, han conseguido de forma desigual embridar los efectos de la crisis en sus economías. Sin embargo, el milagro chino cada día es más cuestionado y EEUU no ha sido capaz de frenar el incremento de su deuda ni generar empleo de forma significativa.
Un mundo interdependiente y de gobiernos débiles
Ello se debe a un factor que, a pesar de haber sido repetido hasta la saciedad, no ha sido completamente interiorizado en nuestro subconsciente: la erosión de la soberanía del Estado-Nación y la falta de gobernanza económica a nivel global. El proceso de globalización ha hecho que el mundo económico en general y financiero en particular se haya internacionalizado, escapando al poder y a la fiscalización de los reguladores nacionales. Los Estados se han sentido impotentes frente a un mundo interconectado, complejo y variable, siendo incapaces de dominar las dinámicas propias de un mercado global con herramientas ideadas para un mundo estatal. La política fiscal o la regulación bancaria escaparon hace tiempo del ámbito nacional, donde los gobiernos de todo signo se tientan la ropa antes de tomar medidas que puedan significar una huída de capitales o una erosión del prestigio económico de sus países que espante a los inversores. Por no hablar de la incapacidad de los países occidentales para frenar su progresiva desindustrialización o el dumping social, fiscal y medioambiental que les impide competir en igualdad de condiciones en el mercado global. Los debates acerca de como afecta el “modelo Apple” a la clase media estadounidense o los propuestas proteccionistas de prácticamente todos los candidatos a la presidencia francesa son ejemplos de ello.
Los ligeros avances a la hora de dotar de un marco regulatorio a las finanzas internacionales, como los intentos en el marco del G-20, perdieron el momentum y se limitaron a realizar cambios cosméticos como el Convenio de Basilea III o la clasificación de la OCDE de los paraísos fiscales. Las promesas deSarkozy de refundar el capitalismo han quedado en agua de borrajas. Mas allá de esta regulación básica, se ha evidenciado un choque de intereses nacionales que han hecho imposible cualquier avance ulterior en el proceso de gobernanza económica internacional. EEUU y Europa ya no son capaces de imponer medidas de alcance global, mientras que los países emergentes son muy celosos de su soberanía y se muestran reacios a cooperar con instituciones multilaterales como el FMI, BM u OMC que consideran contrarias a sus intereses.
En pararelo, la crisis ha alumbrado un creciente cuestionamiento de las instituciones democráticas occidentales. Debemos tener en cuenta que si en la situación actual la capacidad de influencia en temas económicos de los ciudadanos a través del voto es muy limitada, no tendría por qué ser mayor en el caso de que nuestros líderes decidieran apostar por una mayor gobernanza económica a nivel internacional. Ningún proceso que nos acerque a una mayor coordinación de políticas económicas nos llevará a la vieja soberanía de los Estados democráticos. Si queremos realmente alcanzar una mayor gobernanza económica es imprescindible cambiar de paradigma y asumir que nos encontramos en una situación postnacional a la que difícilmente se le puede dotar de legitimidad democrática como en el pasado. Así lo afirma Dani Rodrik con su “trilema político de la economía mundial”: entre soberanía nacional, democracia e integración económica sólo podemos escoger dos elementos pero nunca los tres. Nos guste o no, la tan cacareada gobernanza económica nos llevaría a un orden internacional más eficiente y ordenado pero no más democrático.
Europe is different
Sin embargo, los europeos nos encontramos en una situación distinta. No sería difícil encontrar un sistema institucional europeo (o de la eurozona) que asegurara mínimamente la representación ciudadana en unas instituciones capaces de actuar a un nivel relevante. O lo que es lo mismo, la capacidad de influir en la economía a través del voto de los europeos se preservaría cediendo soberanía a instituciones europeas comunes.
La crisis financiera se convirtió en una crisis de deuda soberana en la UE. La respuesta “a la alemana” basada en austeridad, devaluación interna (bajando precios, salarios y derechos laborales) y control de la inflación se ha demostrado insuficiente. La crisis ha dejado al aire las vergüenzas del proceso de integración europea. El excesivo endeudamiento privado y público, la debilidad del crecimiento, la pérdida de competitividad, la desregulación financiera, las burbujas inmobiliarias en ciertos países y las dudas acerca de los balances bancarios son clave pero el problema principal es el diseño incompleto de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Por eso una economía pequeña como Grecia (representa el 3.8% del PIB de la eurozona o el 2.5% del de la UE) puede poner en jaque al mayor área económica del mundo. El pecado original fue aprobar la creación de una eurozona integrada por economías muy dispares sin un Banco Central dispuesto a defender a su moneda actuando como prestamista de última instancia, ni un mercado de deuda conjunta, un presupuesto común reseñable o la movilidad laboral adecuada. Todo ello bajo la trinidad “no exit, no default, no bailout” (sin salida -del euro-, quiebra ni rescate) que se ha revelado falsa en cuanto ha comenzado el chaparrón. La arquitectura institucional del euro no estaba preparada para afrontar una crisis económica prolongada.
En los últimos cuatro años se ha avanzado en el proceso de crear una cierta gobernanza económica europea a través de una marea de acrónimos indescifrables para el ciudadano de a pie: FEEF, MEEF,MEDE, PDE, MIP, EIP, EBA, ESMA, AESPJ, ESRB… Sin embargo estamos lejos de obtener una solución global a los problemas y, lo que es aún peor, la mayoría de las políticas adoptadas son percibidas como una imposición del dúo Merkozy.
De lo intergubernamental al método comunitario.
El presidente del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, bromea con ahogar al ministro de Economía español, Luis de Guindos. AFP
Estos avances se han hecho desde la lógica intergubernamental, es decir, por acuerdo entre los Estados nacionales, relegando a las autoridades comunitarias a un plano secundario. Esta es una de las razones por las que la la UE no ha sabido reaccionar rápidamente a los retos que plantea la crisis. Además, conforme las medidas son más duras, estas son concebidas por muchos ciudadanos europeos como un diktat de los países más fuertes de la UE carente de toda legitimidad democrática. Es muy duro aceptar que la suerte de taxistas italianos, jubilados griegos, automovilistas portugueses o empleados públicos españoles pueda llegar a depender en algunos casos más del Bundestag, del Tribunal Constitucional alemán o de las perspectivas de un comicio regional que de los gobiernos a los que han votado o de las instituciones europeas en las que están representados indirectamente. Jürgen Habermas afirmó recientemente que “por primera vez en la historia de la UE observamos un real debilitamiento de la democracia”. En Portugal lo resumen de forma sucinta: “vivir troikados”.
Por otra parte, las instituciones europeas comunes tampoco pueden presumir de democracia. La rendición de cuentas (accountability) es en general muy escasa. Los electores europeos no pueden cambiar con su voto a un Presidente de la Comisión si no están satisfechos con su desempeño. El Parlamento Europeo no puede vetar los grandes acuerdos a los que llegan los Estados Miembros. Los medios pan-europeos en Bruselas no tienen gran difusión y difícilmente podrían ser capaces de ejercer de “cuarto poder”. La sociedad civil europea todavía está en formación y, aunque influya significativamente en la legislación, todavía está lejos de estar madura.
Una democracia para todos los ciudadanos de la Unión (o de la eurozona)
Para solucionar el recurrente déficit democrático sería necesario que el presidente de la Comisión Europea fuera elegido de forma directa por todos los ciudadanos de la Unión. Ello acarrearía ciertos problemas ya que muchos ciudadanos podrían dejar de pensar en la UE en términos neutros y comenzar a trasladar una dinámica partidista e ideologizada a las instituciones comunitarias. Sin embargo, es imprescindible dotar de legitimidad y contenido real a puestos que son de enorme trascendencia para la vida diaria de los ciudadanos. El presidente de la Comisión (y del Consejo) no se puede limitar a “regular el tráfico” sino que con la legitimidad del respaldo popular deberían ser capaces de lanzar políticas que devuelvan la soberanía económica de los ciudadanos. Ello sólo es posible si existe un auténtico demos europeo. La solución más sencilla sería que la elección del Presidente de la Comisión se hiciera por sufragio universal a nivel comunitario al mismo tiempo que unas elecciones a un Parlamento Europeo con poderes incrementados para fiscalizar a la Comisión y el Consejo. Junto a ello se debería potenciar el papel de los partidos transnacionales europeos y contemplar la posibilidad de realizar referéndums comunes a toda la UE.
Estatua frente al Parlamento Europeo en Bruselas. Mark Renders/Getty Images
Puede parecer un programa muy ambicioso. Lo es. Sin embargo, sería la única manera de legitimar las nuevas medidas de integración económica que se atisban en el horizonte de la eurozona. Los socialistas franceses ya han anunciado que están a favor de la emisión de eurobonos, la modificación del mandato del BCE para que se convierta en el prestamista de última instancia, una regulación financiera europea más exhaustiva y una mayor armonización fiscal, incrementar el presupuesto de la Unión y aprobar la tasa sobre las transacciones financieras. Medidas en las que están en sintonía con sus correligionarios italianos y españoles y, en menor medida, alemanes. Ejemplo de ello es el fantástico discurso “Alemania en, con y para Europa” de Helmut Schmidt o el manifiesto “Para una alternativa socialista europea”impulsado por Harlem Désir y Glyn Ford (que ya nos lo adelantó a Passim en una entrevista) y presentado recientemente en el Parlamento Europeo por Jacques Delors. Estas propuestas son cada día más populares entre socialdemócratas, verdes y liberales europeos como única manera de enfrentar la crisis aunque sólo fueran efectivas en la eurozona. Y la propia dinámica de la distribución del poder en el siglo XXI nos encamina a ello. Hace un par de semanas Javier Solana recordaba en la presentación del ECFR Scorecard 2012 que entre las 10 mayores economías del mundo se encuentran 4 países de la UE pero en 10 años serán 3, en 20 años 2, en 30 tan sólo uno y en 40 años ninguno. Hay que recordar que la UE en su conjunto, con sólo el 7’3% de la población mundial, es la mayor economía del mundo (30% PIB mundial), acapara el 17% del comercio, el 50% de la asistencia exterior, el 21% del gasto militar… pero sigue siendo un enano político. Actuando por separado, los Estados miembros pierden las sinergias que se necesitan para afrontar los desafíos de la nueva realidad global.
La UE se encamina hacia una década perdida si sus dirigentes continúan por este camino. Esperemos no tener que darle a la razón a Gordon Brown cuando rescató la cita de Churchill para aplicarla al modo en que los dirigentes europeos han actuado frente a la crisis: “decididos a ser indecisos, inflexibles en su deriva, sólidos en su fluidez y omnipotentes en su impotencia”. La solución se llama Europa, lo que falta es voluntad y visión de futuro. Y deberíamos dotarla de mayor legitimidad democrática. No será un proceso rápido ni exento de sobresaltos pero como recientemente espetó Jacques Delors: “L’Europe sera européenne ou ne sera pas!“
Álvaro Imbernón Sáinz. Bruselas.
Fuente: passimblog.com