
La primera parte de la explicación de ¿Qué hace un sociólogo? por René Martínez Pineda, la segunda aquí y la tercera aquí
Por correo electrónico recibí -de un amigo del que, por cosas del exilio, tenía siglos sin saber de él- una petición concreta y tenebrosa: explicar qué hace un sociólogo. Debo reconocer que, desde hace años, no pensaba en ello, porque sin estar sentadas, uno da por sentadas las cosas. Uno cree, por ejemplo, que con sólo amar a alguien es suficiente, que no hay necesidad de refrendar los votos de un amor de veinte años que, como canta Gardel, no es nada en el recuerdo de la belleza de una luna pirograbada; ni se cree que sea necesario armar fabulosos rompecabezas con pequeños detalles de felicidad, como compartir un café por la tarde; uno cree, pongamos otro, que con sólo tener el título que lo acredita como “sociólogo”, lo demás viene por añadidura, siendo “lo demás”, el papel que se va a cumplir en la sociedad. ¡Qué falacia más amarga!
Por eso, lo más honesto que se me ocurrió contestarle a mi lejano lector (me escribe desde Barcelona, ciudad entrañable que no tiene la misma hora que nosotros, aclaración que hago porque la alcaldesa recién electa de mi ciudad, dijo que había hablado a su ayuntamiento a las 3 pm, pero que nadie contesta allá) fue un rotundo y lapidario: ¡No sé!
Sin embargo, después de meditarlo un rato –y quien dice “un rato”, dice que no sabe cuántos minutos pasaron, pero que pasaron bastantes- decidí responderle desde mi columna del periódico, para que la dubitativa respuesta no vaya a morir de inanición en un sobre. Creo que lo mejor es escribir un ensayo que recoja y escoja mis dudas y paradojas alrededor de una reflexión que, más que teórica, es una autocrítica de quien tuvo una luz al respecto cuando, por voluntad propia, decidió tomar las armas contra de la dictadura militar; y después, por necesidad, se declaró aprendiz de escritor y devoto ferviente de la flor de María.
Para dilucidar sobre qué hace un sociólogo en una realidad que, como la nuestra, se revuelca en una crisis sui generis (debido a que su gente se desprecia a sí misma y a su capacidad transformadora, desde el momento en que escupe su propio reflejo en la vitrina del consumismo) es necesario –como si nos subiéramos a un tren- hacer un viaje nostálgico, y eso por dos razones: una, porque la nostalgia es como caminar para atrás sobre los rieles de la cultura, desde la cual podemos hallar el paisaje escatológico que nos lleva a nuestros reales orígenes (muy distintos, por cierto, a hacer un rito indígena con incienso, chicha, candelas… y andar puesto un calzoncillo Calvin Klein), sin los cuales no se puede saber qué hace un sociólogo, de qué vive, ya que no se puede obviar el tiempo-espacio, sino queremos caer en la repetición estéril de lo que otros remotos sociólogos se han respondido al respecto; y la otra, es que sólo la sociología de la nostalgia vista desde la cotidianidad, nos permite apropiarnos de la realidad social, de tal forma que lo que escribamos o digamos tenga significado pedestre, más que para otros sociólogos, para la gente que busca el nudo ciego de su destino, a la que hay que hablarle con familiaridad, como si la tuviéramos enfrente.
Algunos sociólogos, don Chamba –y disculpas por incluirme en ellos sin haber sido invitado- creemos haber descubierto que la desgracia pública está ligada a la desgracia privada en el reducido espacio de la vida diaria, en tanto que la segunda tolera a la primera, mientras la primera reproduce a la segunda, en un círculo perverso que nos permite comprender –pero sin prender ni reprender en todo su orgasmo- la lógica holística de la sociedad latinoamericana, generalización continental hecha para evadir nuevos exilios y viejas listas negras. Eso nos hace tener una visión sociológica que, por su impacto directo en el presente, linda con lo revolucionario, lo cual no debería implicar una pérdida de objetividad.
Como usted puede intuir, niña Tita, estoy afirmando que el poder de incidencia de la sociología no depende de lo rebuscado que escribamos, ni de la inmanejable cantidad de libros que leamos, ni de los títulos que clavemos en nuestras paredes, ni del número de diplomas (acreditados con más de cuarenta horas, para que sirvan de atestados) que anexemos en nuestro currículum, y ni siquiera de nuestra doctoral manía de recurrir a innumerables citas bibliográficas para darle autoridad a las ideas que -por no surgir de la realidad real- carecen de ella y están sin ella. El poder de incidencia de la sociología depende de qué tan bien nos comprenden aquellos a los que en muchas ocasiones, por pura pedantería intelectual, les explicamos sus vidas y les corregimos sus decisiones, sin haber tenido –o al menos haber visto de cerca- los demonios que les ordenan desenvainar sus machetes, sin haberles dado la palabra, y con ello la teoría se convierte en cómplice de la condena que los mantiene en el hoyo de la sumisión ininteligible; y con ello, nuestros epítetos conceptuales sólo sirven para verlos pasar -montados en los camiones de alquiler del candidato más rico- a votar por una derecha –tan reaccionaria como voraz- que, con la privatización de lo público como arma del delito, ha hecho una expropiación mayor a la que hizo a finales del siglo XIX. Le pregunto, don Bernardo ¿acaso no es la comprensión lo esencial para la pertinencia?
De modo que saber qué hace un sociólogo, para decirlo con frases no censurables por mis colegas, es: realizar un análisis e interpretación científica de la estructura social de la realidad que, de oficio, vaya más allá de ideologías asalariadas, de posturas partidarias, de tertulias prepotentes, de teoricismos inocuos y, sobre todo, del inicuo escritorio que tiene que aguantar un peso muerto todo el día. Pero, se interpreta la realidad para alguien distinto a nosotros mismos, pues, de no ser así, se caería en una suerte de soliloquio intelectual o en un bautismo académico de nuestros propios paradigmas, los que –déjeme decirle, niña Juana- no son los de la gente; y, también, se interpreta la realidad para transformarla ¿o no, don Goyo? ¿De qué sirve –me pregunto- interpretar algo que no tengo la intención de cambiar? ¿Comprender algo sin intenciones de transformarlo no es, acaso, una simple masturbación mental? ¿Explicar la realidad sólo desde la visión del victimario no es, acaso, reproducir la afrenta en el papel?
René Martínez Pineda – Director Escuela de Ciencias Sociales –UES.
Fuente: www.diariocolatino.com