La imagen arquetípica del héroe – cuando es manipulada por los mass-media, específicamente por la televisión-, tiende a uniformar la conciencia colectiva, estableciendo patrones conductuales estereotipados, originándose un proceso en el cual la sociedad, la familia, la nación nos captan e incorporan: nos enseñan, segundo a segundo, a imitar los modelos aceptados y a cumplir con las normas que la tradición ha determinado. Se nos hace creer en la democracia y nosotros suponemos que vivimos en un mundo libre, sin darnos cuenta de que, como lo afirman Edgar Morin y Nathaniel Kattan (1972): “Nuestra libertad es aparente, que nuestra libertad es la que nos permiten tener, y que los sistemas de apetencias que nos motivan están condicionados por el contexto ideológico, anterior a nosotros mismos.” (Morin y Kattan, 1972: 63).

De modo que los valores que la televisión manipula y exalta son los del individualismo y el materialismo, la vida fácil, la comodidad, el principio del menor esfuerzo, el inmediatismo, la desidia intelectual, el relajamiento en la acción; en suma, valores en contra de toda promoción humana. La clara tendencia y la estrategia siniestra es universalizar el orbe: se universalizan los medios de información y las comunicaciones hasta el punto de que hemos sido transformados – a gusto o a disgusto – en espectadores pasivos, en diletantes permanentes de la historia concebida y decretada por los centros del poder económico, social y cultural. Se universaliza, por consiguiente, la cultura, es decir: los valores, las concepciones globales, los usos, las costumbres, los criterios éticos y estéticos de nuestros pueblos. A través de esa nueva concepción de la aldea global se pretende sepultar nuestra idiosincrasia, nuestra cultura, nuestra diversidad, nuestro mestizaje, ahogándolos en ese gigantesco e ignominioso escenario de la cultura mundial. Girando en ese carrusel perverso, nuestra educación ha seguido el modelo señalado por los países industrializados sin deslastrarse por completo de las ataduras y anacronismos del pasado. Estos valores educativos, transmitidos incesantemente por la televisión, decretan una educación verticalista, acrítica, hecha para resolver – o al menos paliar – los problemas de la propia institución educativa y no para responder a los requerimientos de nuestra sociedad y a las necesidades imperiosas de los educandos. Ahora sumamos las deficiencias de los sistemas educativos del mundo entero a las taras atávicas de una educación anclada en un pasado más o menos mitológico, empeñada – sin demasiado éxito – en dar a conocer el presente de nuestra propia realidad, utilizando para ello matrices y categorías elaboradas en otras latitudes y transferidas como verdades eternas – vía medios de comunicación – a la memoria de los jóvenes. Perece oportuna, entonces, la opinión de Eduardo Santoro (1969), quien ha señalado que:
“Es por medio de estos poderosos instrumentos del modelado conductual como se paraliza el sentido crítico del perceptor y éste se hace más vulnerable ante los estímulos en el plano emocional, que es el plano hacia el cual prefiere apuntar el mensaje televisivo.” (Santoro, 1969: 148).
Finalmente, en los postreros días del año 1979, una curiosa información, por lo insólita, apareció en la prensa nacional: un grupo de madres venezolanas se organizó y durante ocho meses analizó la programación infantil y juvenil de todos los canales de televisión del país, y preparó un informe crítico sobre lo que ofrecía este medio en Venezuela: violencia, cuya reiteración produce en la audiencia cautiva insensibilidad e indiferencia ante el dolor y la muerte; superhéroes que triunfan sobre los demás por magia o por poderes especiales, nos por su capacidad o esfuerzo continuo, y mucha publicidad, y mucho sexo. En sintonía con ese grupo de madres venezolanas, hemos indagado las características más definitorias de los héroes que la televisión venezolana publicita, entre ellos:
- Pretenden difundir por todo el país una cultura de tipo homogéneo y destruyen las características culturales autóctonas de nuestra nación.
- Se dirigen a un público que no tiene conciencia de sí mismo como grupo social caracterizado, el cual no puede manifestar exigencias, sino que debe sufrir estas proposiciones sin saber que las soporta.
- Tienden a provocar emociones vivas y no mediatas. Dicho de otra manera, en lugar de simbolizar una emoción, de representarla, la provocan; en lugar de sugerirla, la dan ya confeccionada. Típico en este sentido es el papel de la imagen respecto al concepto.
- Inmersos en un circuito comercial, están sometidos a la ley de la oferta y la demanda. Dan al público lo que él desea, o, peor aún, sugieren al público lo que debe desear.
- Cuando difunden productos culturales, los difunden nivelados y condensados, de manera tal que no provoquen ningún esfuerzo por parte del receptor.
- Alientan una visión pasiva y acrítica del mundo. El esfuerzo personal para la posesión de nuevas experiencias queda desalentado.
- Promueven el conformismo en la esfera de las costumbres, de los valores culturales, de los principios sociales y religiosos, de las tendencias políticas.
- Tienden a imponer símbolos de fácil universalidad, creando mitos reconocibles de inmediato, y con ello reducen al mínimo la individualidad y la concreción de nuestras experiencias y de nuestras imágenes, a través de las cuales deberíamos realizar experiencias.
- Despliegan una inmensa información sobre el presente, reducen las eventuales informaciones sobre al pasado y, con ello, entorpecen toda conciencia histórica.
- Adoptan las formas externas de una cultura popular, pero, en lugar de sugerirlas espontáneamente desde abajo, son impuestas con violencia desde arriba, y no tienen la sal, ni el humor, ni la vitalísima y sana vulgaridad de la cultura genuinamente popular.
Como fórmulas de control de masas, desarrollan la misma función que en ciertas circunstancias históricas ejercieron, en forma compulsiva, las ideologías religiosas. Disimulan esta función de clase manifestándose bajo el aspecto positivo de la cultura típica de la sociedad del bienestar, donde todos supuestamente disfrutan de las mismas ocasiones de cultura en condiciones de perfecta igualdad.
Superman / Paradigma de la voluntad de dominio
Esta es una imagen simbólica que reviste especial interés. En ella encontramos al héroe poderoso, siempre superior al hombre común y cuya función consiste – como la de los héroes antiguos – en salvar al hombre de la destrucción y de la muerte. Si lo observamos desde la óptica psicoanalítica, nos daremos cuenta de que Superman representa el objetivo del ciudadano común, con ansias de poder y con innumerables frustraciones y conflictos que se manifiestan a través de su incapacidad para realizarse en una sociedad alienante y desquiciada, como en efecto lo es ésta sociedad del consumo y del confort. Porque, como bien lo anota Umberto Eco (1968):
“…en una sociedad particularmente nivelada, en la que las perturbaciones psicológicas, las frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden del día; en una sociedad en que el hombre se convierte en un número dentro del ámbito de una organización que decide por él; en que la fuerza individual, si no se ejerce en una actividad deportiva, queda humillada ante la fuerza de la máquina que actúa por y para el hombre, y determina – incluso – los movimientos de éste; en una sociedad de esta clase, el héroe debe encarnar, además de todos los límites imaginables, las exigencias de potencia que cualquier ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer.” (Eco, 1968: 257)
Así, Superman es prácticamente omnipotente, omnisciente. Su capacidad operativa se extiende a escala cósmica. Un ser dotado con tal capacidad y dedicado al bien de la humanidad (planteándonos el problema con la mayor inocencia, pero también con la máxima responsabilidad, aceptándolo todo como verosímil), tendría ante sí un inmenso campo de acción. De alguien que puede producir trabajo y riqueza en dimensiones astronómicas y en unos cuantos segundos, se podría esperar la más asombrosa alteración en el orden político, económico, tecnológico del mundo. Desde la solución del problema del hambre, hasta la roturación de todas las zonas actualmente inhabitables del planeta o la destrucción de procedimientos inhumanos. Superman podría hacer el bien a dimensiones cósmicas, galácticas, y proporcionarnos una definición de sí mismo que, a través de la amplificación fantástica, aclarase al mismo tiempo su exacta línea ética. En lugar de esto, Superman desarrolla y genera su actividad en el ámbito de la pequeña comunidad en la cual vive (en su juventud, Villachica y, en su adultez, Metrópolis) y – como sucedía con el campesino medieval que podía llegar a conocer Tierra Santa, pero no la ciudad encerrada en sí misma y separada de todo lo demás, que tenía a cincuenta kilómetros de su residencia – si bien emprende con la mayor naturalidad viajes a otras galaxias, ignora la dimensión del mundo, de la Tierra. He aquí el falaz escamoteo.
Es curioso observar, además, que Superman dedica enormes energías y muchísimo tiempo a organizar espectáculos benéficos, donde se recaudan fondos destinados a huérfanos, enfermos e indigentes. El paradójico despliegue de medios (la misma energía podría ser empleada en producir riqueza o en modificar radicalmente situaciones más extensas), no deja de asombrar al receptor, quien percibe a Superman permanentemente dedicado al montaje de espectáculos de tipo parroquial. Si el mal asume en estas y otras aventuras el rol de atentado contra la propiedad, el bien se configura únicamente como caridad.
Otro elemento de importancia lo constituye el hecho de que nuestro superhombre representa el símbolo del poderío económico, bélico y social de una nación muy precisa: los Estados Unidos de América, sus costumbres, sus formas de vida y sus valores: una nación contra la cual nada se puede hacer.
Es digno de destacarse también lo concerniente a su doble personalidad (recuérdese que Superman es, además, un simple y tonto periodista llamado Clark Kent). El símbolo es evidente, ya que:
“…Clark Kent, personifica, de firma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por los complejos y despreciado por sus propios semejantes; a lo largo de un obvio proceso de identificación, cualquier habitante de cualquier ciudad del hemisferio, alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad.” (Eco, Op. Cit.: 259)
En torno a algunos personajes de Disney
El mundo no tan reducido de los personajes de Walt Disney (1901 – 1966) no escapa a estas determinantes anteriormente enunciadas. En general, los productos Disney forman parte del ser (especialmente en el mundo occidental) prácticamente desde su nacimiento, de donde deriva su gran poder y su misión cautivadora. Hay pañales o ropa para bebés con estampado de estos personajes y la producción masiva se extiende y multiplica a través de envases para talco, toallas, jabones, disfraces, relojes, películas, juguetes y tantos y tantos productos más que quizás rivalicen con los derivados del petróleo.
Rasgos tradicionalmente negativos como la avaricia se observan a muy a menudo en estos personajes; es más, se les valora muy alto: Rico Mc. Pato, por ejemplo, es un avaro, pero – al mismo tiempo – es un personaje sumamente respetable. Se observa también la figura del abandono y el desinterés por las necesidades económicas ajenas, cual es la permanente actitud de Rico Mc Pato hacia sus sobrinos.
Hay un total rechazo a una verdadera educación sexual basada en su real naturaleza. La familia Donald, en donde brillan por su ausencia los valores estrictamente familiares, no es más que una careta de sexualidad en el hogar. La sexualidad queda abolida por decreto y en su lugar se instaura una imagen vicaria llena de conflictos y frustraciones, de amores eternamente postergados e incumplidos entre Donald y Daisy, de nacimientos por generación espontánea de la multiplicidad de sobrinos; de infidelidad y triángulos amorosos.
Estamos en presencia, en consecuencia, de un mundo asexuado, en donde se destaca la ausencia permanente de un producto esencial: los progenitores. Es éste un universo de relaciones entre tíos-abuelos, tíos-sobrinos, primos y, en la relación macho-hembra, un eterno noviazgo. Rico Mc Pato es el tío de Donald, la abuela Pata es la tía de Donald. A su vez, Donald es el tío de Hugo, Paco y Luís. Dentro de esta genealogía castrada y absurda hay una marcada preferencia por el sexo masculino, a despecho del femenino: las damas son solteras, con la única excepción de la abuela Pata, supuestamente viuda, sin que sepamos cuándo se murió el marido (a quien tampoco conocemos). También destacan en la historieta: la vaca Clarabella, la gallina Clara, la bruja Amelia y, naturalmente, Minnie y Daisy, quienes, por ser las novias de los más importantes personajes, tienen sus propias acompañantes, sin duda, sobrinas.
Observamos también la subestimación de otras nacionalidades que no sean la norteamericana, y la discriminación hacia todos los grupos étnicos, excepción hecha de los blancos y anglosajones. Tales conceptos se manejan con demasiada ligereza y poca responsabilidad.
Cuando los personajes se deciden a salir de Patolandia – país que nos es presentado como una metrópoli que ha alcanzado un alto grado de desarrollo -, invariablemente visitan naciones atrasadas, cuyos nombres reales son escondidos bajo cifras y claves. Así, por ejemplo: Inka – Blinka será Perú, Azteclano, Azatlán o Ixtikl del Sur, equivaldría a México, y así por el estilo.
Los habitantes de aquellos países, al parecer imaginarios, son presentados como torpes, semisalvajes, analfabetos y casi retardados mentales, produciéndose así un racismo a ultranza, injustificado y deleznable.
Los personajes de Disney están siempre frenéticos por conseguir dinero. El dinero es, pues, el fin último al que tienden todos, el cual logra concentrar en sí todas las cualidades de la sociedad de consumo. El código ético es, entonces: comprar, siempre comprar para que el sistema se mantenga, botar los objetos (porque nunca se les goza dentro de las series) y comprar nuevamente el mismo objeto, levemente diferenciado, al día siguiente. Se cumple así el círculo ineludible del consumo compulsivo y la ley de la obsolescencia, pilares fundamentales del capitalismo salvaje.
No hay mejores defensores del sistema capitalista que los personajes de Disney. Encontramos en ellos un amor casi religioso, hipetrofiado por el american way of life. No estamos ante un inocente morito de diversión para niños que los adultos consumen también con deleite. Es cierto que algunos de estos divertidos personajes no toleran la injusticia, protestan los errores humanos, alzan su voz contra las impurezas de los alrededores, pero siempre bajo la premisa de que el sistema mismo, con su bondad esencial, brinda las soluciones; que es posible reformar lo torcido, salvaguardándolo; que es imposible, ni siquiera considerable, que las alternativas se encuentren en la subversión y el cambio del sistema mismo. Esto brinda a tales personajes la oportunidad de denunciar las supercherías existentes, pero siempre bajo la convicción de que dentro del ambiente mismo estará la propia superación de los males.
Además, estos personajes nos enseñan obediencia a la ley, el respeto por los símbolos del prestigio, en síntesis: comunican una imagen a imitar de un ciudadano respetable que es en verdad un hombre condicionado por el sistema que lo ahoga; que sufre, en verdad, una alienación total, aprisionado por los complejos, las frustraciones, la manipulación constante por parte de una organización social que le impone decisiones ya separadas de su libre albedrío. En suma, estos personajes son un producto más de la industria cultural, con todos sus elementos característicos, tales como: el fomento en el receptor de la evasión, un refuerzo de símbolos y mitos y el fortalecimiento de los lazos de dependencia. Porque, como acertadamente lo señalan Armand Matellart y Ariel Dorfman (1962):
“Donald es la metáfora del pensamiento burgués que penetra insensiblemente en los adolescentes a través de los canales de formación de su estructura mental. Es la manifestación de una cultura que organiza y vertebra sus significados alrededor del oro y que lo inocenta al despegarlo de su función social. Si el capital es tal en tanto constituye una relación social, el oro acumulado por un avaro como Tío Rico no tiene ninguna responsabilidad. Es neutro…”(Mattelart y Dorfman, 1962: 6)
Artículo de Julio Rafael Silva Sánchez, vía www.gramscimania.info.ve
Referencias bibliográficas
- Eco, U. (1968). Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas. Barcelona: Lumen.
- Mattelart, A. y Dorfman, A. (1962). Para leer al Pato Donald. Buenos Aires: Siglo XIX.
- Morin, E. y Kattan, N. (1972). Análisis de Marshall McLuhan. México: Siglo XXI.
- Santoro, E. (1969). La Televisión. Caracas: Ediciones de la Biblioteca de la UCV.