Asilado en Moscú y prófugo de la justicia estadounidense, Edward Snowden, el exanalista de la CIA que reveló a la prensa internacional los secretos del espionaje electrónico norteamericano, en un extenso reportaje concedido al “Washington Post”, señaló que “mi misión está cumplida. Yo ya gané. Porque mi propósito no era cambiar la sociedad, sino permitirle que ella pudiera decidir si quiere cambiar por sí misma”.
Mientras tanto, Julian Assange, principal protagonista del sonado escándalo de Wikileaks, refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres, espera una resolución judicial acerca de las acusaciones por acoso sexual que tramitan en Suecia y Bradley Manning, el exagente de la CIA que le entregó 250.000 cables intercambiados entre el Departamento de Estado y las embajadas estadounidenses en el exterior, apeló la condena a 35 años de prisión que le fuera impuesta por un tribunal militar, al tiempo que anunció su voluntad de asumir su condición femenina y cambiar su nombre por el de Chelsea.
Con dispar fortuna, Snowden, Assange y Manning reflejan un fenómeno de la época: el micropoder. La vigorosa irrupción de una multitud de pequeños actores, desde organizaciones no gubernamentales hasta grupos terroristas, cuya gravitación no surge de su tamaño, sino de su capacidad de iniciativa.
Estos nuevos actores son muy diferentes entre sí. Desde personajes como Bin Laden, quien invirtió menos de un millón de dólares para ejecutar el operativo terrorista más extraordinario de la historia universal, hasta estos guerrilleros del mundo de la información que obsesionan a la Casa Blanca tanto como hasta hace no mucho tiempo lo hiciera el abatido líder de Al Quaeda.
Lo que salta hoy a la vista son las vastas consecuencias del hecho de que existen y están en pleno funcionamiento mecanismos capaces de descubrir los más recónditos secretos del mundo político.
Este fenómeno implica un punto de inflexión en el mundo posterior a la guerra fría. La desaparición de la Unión Soviética fue el resultado de la lúcida y amarga verificación, realizada por el liderazgo del Partido Comunista, de que los formidables adelantos tecnológicos de los Estados Unidos le otorgaban una superioridad militar imposible de revertir.
Aquella superioridad tecnológica norteamericana se expresó básicamente en dos frentes decisivos. El primero fue la llamada “Guerra de las Galaxias”, un escudo antimisilístico creado en la década del 80 durante la presidencia de Ronald Reagan. La otra ventaja fue el avance de las tecnologías de la información, que permitieron que las poblaciones de los países de Europa Oriental pudiesen recibir las noticias provenientes del mundo occidental y apreciar las diferencias entre los niveles de vida entre ambos bloques.
La paradoja es que, a modo de bumerán, esos adelantos se constituyen en un flanco vulnerable para la seguridad estadounidense. Porque más importante que la obvia comprobación de que las agencias de inteligencia norteamericanas espían a todo el mundo, es el hecho de que estos grupos de francotiradores estén en condiciones de colocar dichas operaciones secretas bajo la picota de la opinión pública internacional.
La irrupción de internet
Significativamente, el nacimiento de internet coincidió con el fin de la guerra fría. Su origen resultó de la convergencia entre dos fenómenos. Por un lado, fue la derivación de un programa con fines militares desarrollado por científicos del Pentágono, cuyo objetivo había perdido razón de ser con la disolución de la Unión Soviética.
En segundo lugar, como apuntó el sociólogo catalán Manuel Castells en su monumental trilogía sobre “la Sociedad de la Información”, fue producto de la creatividad y la inventiva de una generación de profesionales, formada en el clima cultural contestatario, de tintes libertarios y neoanarquistas imperante en las universidades norteamericanas en la décadas del 60 y el 70, que luego se volcaron a la investigación de las nuevas tecnologías en búsqueda de un mecanismo idóneo para democratizar la información.
Esa conjunción entre ambos factores originó el hecho tecnológico y cultural más importante de nuestra época, que trazó una raya divisoria entre la antigua sociedad industrial y la nueva sociedad de la información, que Alvin Tofler bautizara como la “Tercera Ola”
Pero la aparición de la “nueva economía”, o economía del conocimiento, no podía sino tener un descomunal impacto político y cultural. Y la irrupción de estos jóvenes guerrilleros de la información como un factor de poder en la escena mundial configura una nueva vuelta de tuerca en esa revolución tecnológica, que arroja novedades casi todos los días.
Quedó en evidencia que esos avances tecnológicos, que en su momento aceleraron la descomposición de imperio soviético, colocan en una situación de extrema vulnerabilidad a la totalidad de los sistemas políticos. Como lo vaticinó Joseph Nye, la época del poder duro, o “hardpower”, cede su lugar ante la irrupción del poder blando, el “softpower”.
Gobiernos, empresas, instituciones y hasta los servicios de inteligencia están sometidos por igual a un implacable escrutinio público. La noción misma de lo secreto está en tela de juicio. La política está obligada a adaptarse a este torrente horizontalizador.
El tamaño no es fortaleza
El tamaño dejó de ser un signo de fortaleza para convertirse en señal de vulnerabilidad. Lo que ocurrió aquel fatídico 11 de septiembre de 2001 con los atentados contra las Torres Gemelas y la sede del Pentágono reveló que un grupo de hombres altamente capacitados y motivados, con un presupuesto mínimo, podía imprimir un giro copernicano a la política mundial.
A principios de este siglo, el episodio de Snowden y el escándalo Wikileaks hubieran sido dignos de una novela de ciencia ficción, como ya había ocurrido con los atentados del 11 de septiembre. Hoy, nadie sabe cómo frenar su multiplicación.
La metáfora del “Gran Hermano”, aquel monstruo de mil tentáculos consagrado a vigilar la vida privada de cada uno de los habitantes del planeta, aparece invertida. Ahora, David amenaza a Goliat. Los poderosos del mundo temen quedar expuestos por estos rebeldes informáticos, quienes se proponen realizar una cruzada por la transparencia que revoluciona la política mundial.
Estos micropoderes detentan un poder de nuevo tipo. Son una suerte de contrapoder. No pueden modelar los acontecimientos ni controlarlos, pero sí limitar el margen de maniobra de los grandes actores. Definen también una metodología política. Snowden afirma que “he estado buscando un líder, pero me di cuenta de que el liderazgo es ser el primero en actuar”. El anverso de la medalla es la mentada democratización de la información. Su reverso es que esta decadencia de los poderes tradicionales, genera una mayor cuota de incertidumbre.
Porque estos micropoderes tienen capacidad de veto pero no de construcción alternativa. Su expansión conlleva el riesgo cierto de implantar una “vetocracia”, prólogo de la ingobernabilidad. Y las sociedades suelen criticar al poder por sus excesos, pero se desesperan ante la falta de poder, por lo que esto puede implicar como desprotección.
En torno a esa ambivalencia, girará el inevitable debate público sobre las características de los sistemas políticos del siglo XXI, centrado en la distribución y organización del poder en la era de la información. Lo que se plantea es una discusión de fondo sobre la construcción de la comunidad organizada del siglo XXI.
Artículo de Pascual Albanese