El derecho constitucional a la presunción de inocencia se concreta en la conocida expresión: “toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario”.
Ello comporta, necesariamente, que la carga de la prueba recaiga en quien acusa. Esto es, quien acusa debe demostrar la culpabilidad del acusado, en tanto que éste no tiene por qué probar su inocencia, la cual tiene reconocida de inicio.
Obviamente resultaría absurdo que una persona debiera demostrar la falsedad o inconsistencia de la acusación que se le dirige -para así liberarse de ella-, pues con tal exigencia todos quedaríamos en manos de quien deseara denunciarnos de forma frívola, temeraria o falsaria, generándonos con ello la ardua tarea de proponer elementos de exculpación.
Y si el que acusa es quien debe demostrar –sin género de dudas- la culpabilidad de aquél sobre el que vierte esa acusación, resulta fácilmente entendible que no quepa exigirle al acusado la más mínima colaboración con la contraparte en el logro de pruebas incriminatorias para él.
De ahí se desprende el correlativo derecho constitucional de todo imputado/acusado a no confesarse culpable, a no declarar contra sí mismo y, por consiguiente, a guardar silencio o a no contestar alguna o algunas de las preguntas que se le formulen.
Por ello es habitual en la praxis de los tribunales de justicia que el sometido a proceso guarde silencio, no declarando.
Al respecto cabe plantear el debate sobre si el derecho a no confesarse culpable incluye el derecho a mentir.
En principio podría mantenerse que no; incluso esta posición aparece como más ética. Pero la cuestión no resulta tan simple y existen matices que vamos a exponer seguidamente.
Si bien el guardar silencio es un derecho y en consecuencia su ejercicio en abstracto no debe ser valorado negativamente (pues mal derecho sería aquél cuyo ejercicio se penalizase), existen supuestos especiales.
Así, el precitado silencio puede tener una valoración negativa cuando se mantiene, por ejemplo, frente a una clara pregunta incriminatoria (al ser interpretable como carencia de argumentos de réplica a ese elemento de incriminación -si se entiende, además, a éste como fácilmente destructible mediante la respuesta convincente que facilitaría un no culpable-).
En este caso tal silencio, al valorarse de forma contraria a los intereses del acusado, se convertiría en una especie de colaboración con la parte acusadora, lo que no es exigible. Y por tal razón, en este supuesto, deberá admitirse la mentira si deseamos respetar las garantías procesales propias de un Estado de Derecho.
Consecuentemente, la posición éticamente más aceptable en el ejercicio del derecho a no ayudar a demostrar la propia culpabilidad es apelar a la falta de recuerdo, evitando así la mentira (no desprovista de riesgos) y también silencios negativamente valorables.
Para reforzar la idea rectora en nuestro sistema de justicia, en base a la cual, el Juez es el único árbitro frente a las pretensiones parciales tanto de la acusación como de la defensa (que por ende no deben colaborar con su contrario y se limitarán a cargar de razones exclusivamente el plato de la balanza que le corresponde a cada cual, siendo el juzgador el “fiel” en ese símbolo universal de la justicia –balanza con sus platillos-), conviene remitirnos a Piero Calamandrei, en su texto “Elogio de los Jueces”[1], en donde se halla magníficamente expresada:
“En cualquier caso, hemos de resaltar aquí como idea general que el Abogado debe ser parcial. El Abogado que intenta ejercer su función con imparcialidad se convierte en una repetición perturbadora del Juez. De alguna manera está usurpando la función de éste y se convierte en su enemigo porque no cumpliría su misión de equilibrar la parcialidad de la parte contraria y su malentendido exceso de ecuanimidad, en lugar de ayudar a la justicia favorecería el triunfo de la injusticia contraria”.
Retomando nuevamente la apelación a la falta de recuerdo/memoria antes citada -en definitiva al “no recuerdo/no me consta”- tan común por parte de imputados y acusados en sus respuestas a los interrogatorios judiciales, convendremos en que determinadas estrategias defensivas basadas en un absoluto no recordar terminan proporcionando una impagable colaboración con el contrario.
Ese efecto adverso puede producirse bien porque ese “lo desconozco”, “no sé”, “no recuerdo” o “ahora no me acuerdo” resulta increíble de aceptar por pura lógica elemental (y el Juez debe aplicar también las reglas de la sana lógica en la motivación de sus decisiones), o bien esos mismos “desconozco”, “no sé”, “no recuerdo” o “ahora no me acuerdo” frente a prácticamente todas las preguntas con carga incriminatoria, pueden implicar precisamente todo lo contrario, esto es, que se sabe y recuerda perfectamente todo aquello respecto de lo cual debe verbalizarse que no se sabe o que no hay recuerdo.
En definitiva que, quien así contesta sistemáticamente -acudiendo al desconocimiento o a la desmemoria-, tiene muy claras aquellas conductas que le incriminan y de las que no debe hablar (lo cual, en consecuencia, refuerza los indicios de su real existencia),
Y, por tanto, un desconocimiento o una desmemoria de tamaña magnitud –y ejemplos recientes e ilustres hemos tenido- deberá interpretarse como falta de capacidades mentales (enfermedad), ignorancia propia de un analfabeto funcional o incapacidad de neutralización de los indicios de culpabilidad que resultan así reforzados, como antes dijimos. No hay más!
A lo anteriormente expuesto, deberá añadirse que cuando alguien proclama ostentosamente su inocencia y se resiste a ser imputado en un procedimiento en el cual finalmente adquiere esa condición, la estrategia del total desconocimiento o desmemoria a la que aludíamos, chirría de forma grosera.
Y lo hace, pues tal precavido silencio, etc., resulta escasamente compatible con las previas proclamas de inocencia ya que, a buen seguro, un inocente presentaría argumentos frente a las erróneas acusaciones, al margen de que también le amparase el derecho a guardar silencio.
La estrategia que nos ocupa deviene más aceptable, en una persona que no se resiste a ser imputado y que sin aspavientos sobre su inocencia, se niega luego a contestar ejerciendo su derecho sin más.
Criticable estrategia defensiva, pues, la aconsejada recientemente a la Infanta Cristina, desde el máximo respeto y consideración a los destacados letrados defensores, y siempre a mi entender.
Tampoco parece muy acertado, por parte de los letrados, el mantener en rueda de prensa que su defendida había contestado a todas las preguntas de forma correcta -imagino que pensando con ingenuidad que no trascendería al público el contenido de la declaración-, comprobándose luego que únicamente se respondió a las partes “más amables” y que esas respuestas “como decir, decían bien poco”: un cúmulo de desmemoria y desconocimiento.
En definitiva, suma de despropósitos posiblemente derivados de la quiebra en la idea inicial: que la Ilustre imputada no debía llegar a serlo y que nunca lo iba ser. A partir de ahí alinear lo desalineado es sino imposible, sí muy difícil.
Columnista Jordi Cabezas Salmerón
[1] Librería “El Foro” Buenos Aires, 1997 págs. 126-127.