
Por más que perfeccionemos índices y baremos, hasta donde alcanza la vista, la inteligencia humana, tanto más la inteligencia en diálogo, seguirá siendo muy superior a ellos a la hora de juzgar el valor de una obra investigadora individual. Quizá porque las personas pueden servirse de los indicadores, pero los baremos no pueden servirse de la inteligencia. El problema, bien cierto, es que las personas tenemos, además, intereses: por eso las mejores instituciones son aquellas que consiguen alinear los intereses individuales con el interés general. Confiar el grueso del peso de la selección y la promoción del profesorado universitario a índices y baremos es tirar la toalla en el objetivo de poder utilizar el mejor juicio de las personas en la dirección adecuada. Si mañana me viera obligado a elegir, para alguna función académica, entre los dos sociólogos que me rodean en la lista de INRECS, Maravall y Giner, no sería este índice ni ningún otro el que me resolviera el problema. Serían, en el mejor de los casos, un elemento más, poco relevante, y, en el peor, una forma de eludirlo. Los índices de impacto y otros pueden ser buenos indicadores colectivos y sugerentes indicios individuales, pero ni de lejos pueden reflejar el trabajo, la trayectoria o los logros de un investigador ni permitir una comparación adecuada con otros. Pueden ser útiles como punto de partida, pero es una triste desgracia hacer de ellos el punto de destino.
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