
En artículos anteriores comentábamos lo adecuado de determinar si en el establecimiento de los bienes merecedores de la protección penal, se está al interés de todos los ciudadanos o tan solo al de los mejor posicionados en la estructura social que, en definitiva, son quienes más poder detentan en el proceso de definición de esas normas. (Artículo” La Ley no es igual para todos“)
La precitada determinación es crucial para conocer si el derecho penal se halla al servicio de todos o únicamente al de los sectores dominantes que, así, protegen sus intereses frente a los previsibles ataques que puedan provenir de los otros sectores más desfavorecidos, en defensa asimismo de los intereses que les son propios.
En definitiva la tal determinación nos conducirá a conocer si nos hallamos en sede de una sociedad consensuada o de una sociedad en conflicto. Es obvio que, en sociedades no democráticas, no cabe apelar al concepto de “mayoría” para legitimar decisiones. Pero tampoco cabe predicar que nuestras denominadas democracias sean sinónimo de real libertad, igualdad y consenso.
Es evidente que nos encontramos inmersos en estructuras sociales conflictuales, generadoras de tremendas e injustas desigualdades, con lucha de clases[1], y ello a pesar -como se ha dicho- de que se auto titulen democráticas (simulando con ello un ficticio consenso –inviable entre sujetos que no se hallan en pie de igualdad real-, basado en la idea de que el establecimiento de las reglas y normas se realiza por decisión de la mayoría).
Y aunque obviando lo anterior aceptásemos ese ficticio consenso democrático que se nos señala y admitiésemos pacíficamente que las normas se establecen realmente por decisión de la mayoría, convendrá plantearse de qué mayoría o mayorías estamos hablando (silenciosa, manipulable, lograda en base a sistemas electorales perversos, etc.) cuando nos referimos a ella en ese contexto.
Así se anunciaba en nuestro anterior artículo y a ello dedicaremos el presente, a los efectos de plantearnos si debe desmitificarse la idea de que todo aquello que se dice “adoptado por la mayoría” resulte ya de una legitimidad indiscutible. (Artículo: Alterar el anormal funcionamiento de un parlamento) En definitiva la cuestión estriba en que si, aceptando que una regla fundamental en democracia es la adopción de decisiones por mayoría[2], puede abrazarse tal regla sin un previo análisis crítico de esa “mayoría”[3], y de los asuntos sobre los que deba decidir.
A ese respecto -y en primer lugar- se entiende que no cabe decidir por el sistema mayoritario aquello que no admite cuestión. De esta forma resultaría absurdo someter a la decisión de una mayoría cual sea el resultado de sumar dos y dos, o si el verano sucede a la primavera, por poner algún ejemplo.
También parece que no pueda aceptarse el someter a la decisión mayoritaria –y que tal vinculase en aras a la esencia democrática- aspectos tales como si deben dejar de respetarse aquellos derechos humanos consolidados como irrenunciables, por poner otro ejemplo.
Pero es que tampoco en una democracia es legítimo someter cualquier aspecto de los restantes a la decisión de una mayoría. Y ello por cuanto el límite debe venir establecido por las concesiones de parcelas de libertad individual -en aras a la seguridad ofrecida por la vida en sociedad- derivadas del “contrato social” Roussoniano. De someter a la decisión de la mayoría aspectos no renunciados por los sujetos en el precitado e ideal contrato, podría existir un ilimitado control y restricción de libertades -tras manipular adecuadamente a esas mayorías-, que defraudaría las expectativas del “firmante” de aquel acuerdo.
Pasando ahora a comprender de qué estamos hablando cuando nos referimos a la “mayoría”, convendrá comentar inicialmente que, si bien con anterioridad se ha indicado respecto a la actual sociedadque “es generadora de profundas desigualdades”, deberán admitirse posibles objeciones a esa expresión tildándola de tópico sin sentido real, dado que nunca ha existido tanta igualdad y libertad como la alcanzada en nuestras sociedades modernas. Sin embargo esa objeción es del todo neutralizable.
Así el conocido sociólogo Salvador Giner observa que, en realidad, esas modernas exigencias de igualdad y bienestar del mundo moderno han comportado una merma de la propia libertad e igualdad. Giner[4] señala que:
“La igualdad está dotada de una estructura social, que permite la creación y recreación constante de diferencias. He aquí su paradoja. La igualdad fecunda estimula asociaciones, movimientos, agrupaciones de toda especie y, naturalmente, fomenta la forja de individuos distintos.
Es decir, es una igualdad que genera “desigualdades” fluidas, congruentes con la democracia, sin facilitar el bloqueo de la sociedad por parte de jerarquías y corporaciones a las que sea fácil atrincherarse para la reproducción del privilegio y la usurpación del poder. A la mayoría cuesta entender que libertad e igualdad sean procesos antagónicos”.
“Esa contradicción, expresada de la manera más simple, es la siguiente: el ejercicio de la libertad entraña casi siempre la apropiación de espacios, recursos, posiciones sociales codiciadas y bienes escasos. Ello, a su vez, no sólo genera diferencias, sino también desigualdades, las cuales, dada la naturaleza humana, tienden a consolidarse (es decir, sus beneficiarios tienden a consolidarlas por todos los medios a su alcance). Por su parte, la puesta en práctica de la igualdad política y económica conlleva la imposición de límites muy rigurosos a aquella conducta que conduzca a la creación de bienes diferenciadores y asimetrías sociales que la lesionen, es decir, obliga a restringir libertades”.
Ello debiera limarse en el camino hacia una sociedad más igualitaria, potenciando más la vocación de servicio que la de poder.
“La lógica del desarrollo capitalista, junto con la de la democracia liberal, han llevado a esta prosperidad relativa de las clases medias[5] y subalternas, sin menoscabo para las más altas, por derrame del acopio de excedentes generados por el modo industrial de producción en régimen de concurrencia e iniciativa empresarial”. (págs. 95,96; 1987).
En definitiva, la desigualdad persiste, a pesar de la aparente mayor libertad individual y es promovida por la clase poderosa. Esa libertad individual que he adjetivado de “aparente” es cuestionada asimismo por Victoria Camps y Anthony Giddens, en sus obras “Paradojas del individualismo”[6] y “Modernidad e identidad del yo”[7] respectivamente.
La modernidad ha introducido un aparente relativismo en el pensamiento y en la manera de concebir el mundo por parte de los individuos. El ser humano, a diferencia de las sociedades tradicionales o pre-modernas, se caracteriza por poder elegir su propio proyecto de vida. Ahora bien, como pone de manifiesto Victoria Camps, en su texto Paradojas del individualismo, esta mayor libertad de elección de objetivos y estilos de vida (individualismo), que también reconoce Anthony Giddens, esconde una universalización u homogenización de nuestros hábitos.
Si bien es cierto que las diferentes formas de vida enriquecen las peculiaridades de la colectividad, en la práctica estas diferencias se disuelven rapidamente: el liberalismo económico homogeneiza las culturas. El denominado pensamiento único, divulgado a todo el mundo, gracias al poder de los medios de comunicación de masas, es un referente de lo que acabamos de indicar.
Para Giddens, existen individuos que piensan que la libertad de elección supone una carga y buscan consuelo en sistemas de autoridad más amplios. La tendencia patológica en este extremo da lugar a una preferencia por el autoritarismo dogmático. Una persona que se encuentra en esta situación no es necesariamente un tradicionalista, sino que renuncia substancialmente a sus facultades de juicio crítico a cambio de las convicciones que le proporciona una autoridad, para encontrar respuesta a los aspectos de su vida, con esa sumisión y renuncia a su libertad.
Por su parte, Victoria Camps refiriéndose a las “paradojas” de la modernidad, trata básicamente las del individualismo, y pone en evidencia el enfrentamiento de dos afirmaciones:
La afirmación de un individuo autónomo e independiente frente a la afirmación de un individuo que se deja inducir por las fuerzas, intereses o grupos más dominantes. Elegir no es un acto libre, sino una obligación condicionada por los imperativos del mercado, ello respecto a bienes materiales, pero extendido a los espirituales. Por tanto la autonomía individual es uno de los elementos más importantes que ha aportado la modernidad, al permitir a cada individuo la forja de su identidad, distinguiéndose del grupo. No obstante, en la actualidad según Victoria Camps, nos hallamos ante grandes amenazas en relación al ejercicio de la autonomía.
Así, el sujeto es cada vez más, un individuo menos capaz de distanciarse de las identidades impuestas por su sociedad: las modas, publicidad, medios de comunicación… que suministran esas identificaciones, anulando en último extremo las creatividades personales. Por otro lado, el segundo peligro es el miedo a la autonomía, en sí misma. Ese miedo a la libertad y a ser autónomo en nuestras acciones se explica, según estos dos autores, por asociar el concepto de libertad al de ausencia de normas, sin relacionarlo con la capacidad de gobernarse a sí mismo. Ser autónomo es ser libre en sentido positivo. Es el mismo miedo a la “libertad para” expuesto por Fromm.
Tanto Camps como Giddens ponen énfasis en esta idea: hablar de multiplicidad de elecciones posibles no supone necesariamente que todos tengan acceso a ellas, habida cuenta de las desigualdades económicas existentes[8]. Victoria Camps al evidenciar la apatía del ciudadano respecto a la política, evitando también aquí usar su libertad, mantiene que:
“La tiranía de la mayoría encubre, pues, un doble engaño: la minoría no tiene nada que hacer en una democracia, y la mayoría no es lo que parece, sino la capacidad manipuladora de quienes realmente mueven los hilos de la política. Todo ello revierte en la segunda gran miseria de la democracia: la indiferencia y el desinterés por la política, el déficit de democracia. Tanto la tiranía de la mayoría, como la manipulación de esa mayoría o la indiferencia hacia el juego político, son defectos de la democracia que pueden y deben ser atacados directamente, con políticas y actuaciones dirigidas a escuchar a las minorías -a detectarlas, primero-, y a interesar a la gente en los asuntos políticos.
Pero hay otra miseria, la última a la que voy a referirme, cuyo tratamiento es mucho más difícil y amenaza, además, con convertirse en una razón de peso a favor de la indiferencia: la democracia es el sistema de gobierno más justo, si bien no garantiza resultados justos” (págs. 82, 83).
En tanto ese sistema democrático no se perfeccione, en su nombre no cabrá dar todas las respuestas.
Ese sistema es profundamente injusto. Perfeccionar el procedimiento democrático significa, en primer lugar, fijar los criterios fundamentales de la justicia distributiva, con tal de que ningún ciudadano se sienta excluido del reparto de los recursos.
Por tanto, la denominada -por Victoria Camps- tiranía de la mayoría[9] se habría de intentar combatir integrando a las minorías en los órganos de poder y repartiendo éste más justamente. Además debería lucharse contra la indiferencia ciudadana fomentando la cooperación, a partir de un diálogo y una consulta más continuada.
En opinión de Anthony Giddens, la vida social moderna empobrece la acción individual pero incrementa la apropiación de nuevas posibilidades. De nuevo la paradoja.
Es obvio que se ha avanzado respecto a sociedades anteriores. La nuestra es una sociedad alienadora, pero al mismo tiempo los seres humanos “pueden”, si su desidia, y manipulación se lo permiten, reaccionar frente a circunstancias sociales injustas que consideren opresivas. Se ha avanzado respecto a sociedades anteriores aunque no todo lo que parece[10].
En referencia a esta contradicción entre mayor libertad y menor uso de la misma, no podemos dejar de reproducir a Erich Fromm, ya citado, y su obra “El miedo a la libertad”[11]:
“…Pero, si bien en muchos aspectos el individuo moderno ha crecido, se ha desarrollado mental y emocionalmente y participa de las conquistas culturales de una manera jamás experimentada antes, también ha aumentado el retraso entre el desarrollo de la libertad de y el de la libertad para. La consecuencia de esta desproporción entre la libertad de todos los vínculos y la carencia de posibilidades para la realización positiva de la libertad y de la individualidad, ha conducido, en Europa, a la huida pánica de la libertad y a la adquisición, en su lugar, de nuevas cadenas o, por lo menos, a una actitud de completa indiferencia.” (pág. 59; 1981).
“…Parece que la democracia moderna ha alcanzado el verdadero individualismo al libertar al individuo de todos los vínculos exteriores. Nos sentimos orgullosos de no estar sujetos a ninguna autoridad externa, de ser libres de expresar nuestros pensamientos… El derecho de expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún significado tan sólo si somos capaces de tener pensamientos propios…”. (pág. 266; 1981).
Y siguiendo aún con Fromm:“…El hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone socialmente ha de desear”. (pág. 278; 1981).
Por su parte Elisabeth Noelle-Neumann[12], mantiene que “la mayor parte de las personas se unirán al punto de vista más aceptado, aún cuando estén seguros de su falsedad”, lo que demuestra que pocos individuos confían en sí mismos lo suficiente, como para mantener su criterio, aún al precio de ser “diferentes” al resto.
Noelle-Neumann cita la descripción de Tocqueville: “temiendo el aislamiento más que el error, aseguraban compartir las opiniones de la mayoría”.
Existe pues una cierta necesidad de mostrarse de acuerdo en público con los otros, en definitiva, de imitarles. No en vano es ese también un mecanismo de aprendizaje. El problema aparece cuando en etapas más avanzadas de la socialización, esa necesidad anula la capacidad de crítica en público y nos lleva a adhesiones automáticas o, como mínimo, nos sume en el silencio. Y así las cosas, ¿dónde está la opinión sincera y sensata de la mayoría?. ¿De qué sinceridad, sensatez y mayoría estamos hablando?. ¿En base a qué aportaciones de opinión, adhesiones injustificadas y silencios cobardes, se elaboran los “patrones de normalidad”? De nuevo la respuesta es que la opinión dominante se convierte en la opinión de “la mayoría”.
O siendo lo contrario ¿qué legitimación existe en las decisiones tomadas por la mayoría en nuestras democracias, si la opinión de esa mayoría no se conforma por la suma de decisiones verdaderamente individuales y autónomas, sino que, fundamentalmente y por lo antes citado, pasa a ser la opinión dominante?
La respuesta es que poca, pues no se nos escapa el hecho de que la opinión dominante es la establecida por quienes tienen el poder para hacerlo, por quienes controlan los mass media, etc., en definitiva por quienes tienen el dominio en la estructura social. De esa opinión mayoritaria estamos hablando hoy.
Parece que el temor al aislamiento de los individuos pone en marcha la espiral del silencio (guardar en silencio la verdadera opinión, adoptando sumisamente la expresada por la mayoría). Y ese temor o miedo es considerable. ¿Estamos de nuevo ante el miedo a la libertad evidenciado por Fromm, con las contradicciones entre conciencia de libertad/sumisión inconsciente, conciencia individualista/disposición inconsciente a dejarse influir, conciencia de poder/sensación inconsciente de impotencia?
Ciertamente, el orden vigente es mantenido, en parte, por ese miedo antes citado al aislamiento y por la necesidad de aceptación, que eliminan en gran medida las actitudes críticas para con aquél, que por tanto sigue dictado por la “élite”.
Y aún obviando lo anterior y si, de unas decisiones mayoritarias en el sentido verdadero se trataran las que se toman en nuestras democracias, conviene no olvidar que los sistemas electorales representativos imperantes[13], en que se escucha la opinión de los ciudadanos –eso sí, cada x años[14]-, tienen sus propios “vicios” añadidos. Tales sistemas electorales y el diseño de las circunscripciones no son inocuos al exigir un número de votos distinto para el logro de un representante, en función de que se trate de áreas urbanas con mucha densidad de población o de áreas rurales con menos densidad y mayor conservadurismo. Es patente comprobar en nuestras latitudes como con ello se fomenta la alternancia en el poder de los grandes partidos, en perjuicio de los mas minoritarios y contrarios a la situación imperante. Un nuevo “retoque” a la decisión de la mayoría.
Y ahora que los representantes elegidos por esa “mayoría” que ha apoyado su programa, están dispuestos para la acción y elijen presidente y éste a los miembros del gobierno, ¿qué es lo que viene sucediendo?: pues que casi sistemáticamente éste incumple su programa. Y aún admitiendo –seamos bondadosos e ingenuos- que en ocasiones pudiera ser porque “no estaban informados de la real situación creada por sus antecesores, la cual imposibilita puedan cumplir sus promesas”, lo decente, lo honesto sería que, tras informar de ello a los votantes, expusieran el nuevo programa que se ven obligados a seguir y lo sometieran a referéndum; de forma que de resultar éste positivo les legitimaría a materializar el nuevo programa y de resultar negativo llevaría a nuevas elecciones de forma inmediata. Pero como eso es lo honesto, no se produce…y no pasa nada.
En definitiva, la nefasta conclusión es que visto para lo que sirve la decisión mayoritaria, tampoco es tan grave que resulte o no correctamente conformada. Algo debe cambiar, por tanto, y rápido.
De todas formas y a pesar de que en democracia se nos llena a todos la boca al indicar que la decisión de la mayoría debe respetarse, observamos determinadas perlas[15] en que, curiosamente, la tal decisión mayoritaria no resulta vinculante; un lindo cántico a la autonomía y libertad personal. El ejemplo paradigmático en nuestro país lo hallamos en la legislación sobre el derecho a la huelga por parte de los trabajadores, importante para ellos a la par que molesto para los empresarios. Pues bien, aunque se acuerde una huelga legal ello no vincula y si un trabajador desea hacer uso de su derecho a acudir al trabajo, puede hacerlo (y de paso rompe la huelga que molestaba al empresario).
En un derroche de cinismo (e ignorancia jurídica) se justifica la cuestión diciendo que debe protegerse el derecho a ir a trabajar de quien quiera hacerlo, cuando ese derecho -como tal- no existe, sino que forma parte del derecho general y mas amplio a la libertad. A quienes les interesa proteger ese derecho inexistente a ir al trabajo no les importa –en cambio- la falta de trabajo que vulnera el derecho a poder disponer de un trabajo digno, y ese si es un derecho constitucional. Debe cerrarse el tema indicando que un derecho genérico a la libertad siempre presente (ir a trabajar, decidir una lectura y otros) debe ceder ante el derecho específico en el día de huelga que resulta ser, precisamente, el no trabajar. Así de claro; y ello sin que sea óbice para establecer mecanismos que posibiliten, a quienes no puedan pasar un día sin salario, la recepción de ayudas (vía sindicatos fuertes y efectivos, etc.).
En resumen y para concluir, evidenciar nuevamente que cuando en nuestros sistemas auto proclamados democráticos se recurre a justificar que, en gran medida lo son pues las decisiones se adoptan democráticamente y por mayorías (con lo que parece acreditarse la existencia de una sociedad en consenso y sin notables conflictos), únicamente se pretende enmascarar la conflictiva realidad, por cierto sin demasiado éxito. Ese intento en negar/maquillar la existencia de un fuerte conflicto de intereses, de una verdadera lucha de “clases”, mediante el espejismo de hacernos ver que “es la mayoría quien decide” y no el sector dominante (que así pretende ocultarse como verdadero opresor[16]), no puede prosperar desde el momento en que, como se ha dicho, esa “mayoría” está “adulterada”.
[1]Sin miedo a utilizar esta expresión, tan denostada por “antigua”, pues la entendemos plenamente vigente a pesar del intento en maquillar esa existencia de estratos sociales en conflicto.
[2] Decisiones que no deberán olvidar a las minorías.
[3] Al margen de que pueda ser simple (mitad mas uno) o cualificada según los supuestos.
[4] Giner, Salvador: El destino de la libertad. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1987 (págs. 83-85).
[5] Hoy en fase de rápida eliminación.
[6] Camps, Victoria: Paradojas del individualismo. Ed. Crítica, Barcelona, 1993.
[7] Giddens, Anthony: Modernidad e identidad del yo. Ed. Península, Barcelona, 1995.
[8]Así por ejemplo el derecho al trabajo es uno de los derechos fundamentales ya que a través de éste tenemos acceso a un reconocimiento social (sin trabajo, no eres nadie). No obstante, este derecho universal, a la hora de la verdad, se incumple. No todos los miembros de las sociedades desarrolladas tienen las mismas oportunidades para acceder al mercado de trabajo, y no todos los ocupados acceden a unas condiciones laborales igualitarias y uniformes.
[9] Máxime cuando -como se dirá- esa mayoría está constituida –en mucho- por silencios y adhesiones cobardes.
[10]Así, por ejemplo, la comunicación, paradigma de nuestra cultura moderna es un concepto equívoco. Por un lado designa la facilidad informativa, mediante la cual podemos conocer más acontecimientos, pero por otro lado las nuevas tecnologías de la información no han favorecido una comprensión más fructífera entre los humanos. Se informa –con un receptor pasivo-, no se comunica, y se informa, de forma interesada, con una tal falta de elementos de contraste, que resulta general e insatisfactoria.
[11] Fromm, Erich: El miedo a la libertad. Ed. Paidós, Barcelona, 1981.
[12] Noelle-Neumann, Elisabeth: La espiral del silencio. Ed. Paidós, Barcelona, 1995 (pág. 60).
[13] Alejados de opciones asamblearias o de participación continua
[14] Aunque siempre existen posibles mociones de censura, no muy eficaces ante habituales componendas.
[15] Que demuestran que cuando no conviene al poderoso esa mayoría tampoco debe respetarse.
[16] Causante de las violencias evidenciadas en los recortes del Estado del bienestar, culpabilizando a los ciudadanos de los efectos de corrupciones y estafas sin cuento a cargo de las élites y exigiéndoles sacrificios para superar la situación en que, con sus censurables conductas, aquellas les han sumido.