
Entre los derechos fundamentales y libertades de los ciudadanos, nuestra Constitución reconoce en su artículo 20.1.a el de la libertad de expresión.
Así, el precitado artículo reza para el apartado indicado que “Se reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”.
Y ello es así con el único límite en el respeto a otros derechos fundamentales, en especial al honor, intimidad y propia imagen.
Consecuentemente, ningún monarca o ciudadano “de a pié” ve afectado su honor, intimidad o propia imagen por el hecho de que determinadas personas, en el ejercicio legítimo del derecho antes citado, porten banderas u otros símbolos republicanos, por poner un ejemplo. Cosa distinta es que éstos le puedan agradar o no, pero obviamente no existe derecho alguno a que se respeten los gustos de nadie.
Precisamente el derecho a la libertad de expresión basa su grandeza en el hecho de respetar que, quien no piensa como uno, pueda expresar su pensamiento, al margen de que tal pensamiento en sí mismo pueda resultar o no respetable al receptor que, en todo caso, sí debe respetar que sea expuesto.
De contrario, el que se respete la libertad de expresar aquello sobre lo que existe acuerdo, resulta del todo innecesario.
A mayor abundamiento, la libertad de expresión es la base de un sistema democrático, pues solo con tal libertad cabe considerar la pluralidad de opiniones que deben ser recogidas y confrontadas por los representantes de la ciudadanía de la que emanan todos los poderes del estado.
Escasa democracia o gobierno de todos existiría en otro caso, si todos no pudieran “hablar”.
Por todo ello, el respeto a tal derecho es indisoluble con el propio concepto de Estado democrático y, por el contrario, su limitación es signo inequívoco de autoritarismo.
Dicho lo anterior, recientemente con motivo de la proclamación de Felipe VI, acaecieron en Madrid unos hechos que resultan del todo impropios, además de ilegales e incluso posiblemente delictivos.
Esos hechos tienen que ver –precisamente- con la flagrante vulneración del derecho a la libertad de expresión, cuya singular importancia veníamos destacando en el presente texto.
Fue, precisamente, la Delegada del Gobierno en Madrid Doña Cristina Cifuentes quien justificó la prohibición de símbolos republicanos “para evitar incidentes”, recordando que la Secretaría de Estado de Seguridad y no su departamento resultó ser quien coordinó todo el dispositivo de seguridad ese día, pues entendía que el portar determinados símbolos o signos republicanos en unas concentraciones de personas que iban a celebrar la proclamación del nuevo monarca podían provocar situaciones de alteración del orden público.
La Sra. Cifuentes, también ha justificado la prohibición de símbolos republicanos el día de la proclamación de Felipe VI, 19 de junio, al resultar un día con protocolos de seguridad “excepcionales” y dado que su objetivo era “evitar incidentes que dañaran la imagen de España en el exterior y que provocaran altercados mayores”.
Es propio de Estados autoritarios el temor a la calle; baste recordar la histórica frase de un conocido político nacional y después autonómico, el cual –en su época franquista- declaró, por cierto sin rubor alguno, que la calle era suya. La calle, obviamente, es sólo y únicamente de todos los ciudadanos.
Cuando la Delegada de Gobierno teme por la alteración del orden público o por el riego de mayores altercados está, asimismo, demostrando su temor a la calle.
Pero, aun admitiendo que tal temor estuviese mínimamente fundado, lo que no puede hacer la Delegada es “matar moscas a cañonazos” o ser fiel al dicho de que “muerto el perro, se acabaron las pulgas”. No puede vulnerar el derecho a la libertad de expresión en aras a una seguridad frente a no se sabe qué ataque, cuando estamos ya hastiados –hasta el vómito- de indicar que la seguridad no es tanto un derecho a proteger en sí mismo sino que lo digno de protección es la libertad en el ejercicio de los derechos, con lo cual no cabe eliminar éstos de cuajo para preservar aquella, pues una seguridad a ese precio destruye derechos en lugar de garantizarlos. La Delegada debió disponer los contingentes policiales –y ya lo hizo sobradamente- para garantizar el orden, esto es: para garantizar el ejercicio de los derechos y entre ellos el de la libertad de expresión, y no sólo para garantizar la integridad física del nuevo Rey –faltaría más-. En definitiva, para actuar contra desordenes reales, no potenciales o previsibles en su mente, con daños a las cosas y/o lesiones a las personas –que no otros- .
Por lo demás, los derechos fundamentales lo son en cualquier momento, y no caben situaciones “excepcionales a dedo” en los que quepa “mandarlos de vacaciones”. No hay pues excepciones, salvo las previstas en la propia Constitución para los estados de excepción y sitio, que afortunadamente no son el caso que nos ocupa.
Y ya en cuanto a no dañar la imagen de España en el exterior, con franqueza, no se me ocurre forma mejor de dañarla que haciendo patentes tales vulneraciones de derechos fundamentales.
En definitiva se trataba de mostrar una fiesta bonita y sólo con las banderas oficiales, azucarada, y desarrollada en total tranquilidad (que por cierto no constituye derecho constitucional alguno, aunque los defensores del pensamiento único lo encuentren en falta). Y para ello se pisotea un derecho básico en democracia. Más que probablemente porque no creyendo en él, debe “soportarse” de cara a la galería. Ahí estamos.
Es de agradecer, no obstante, que Doña Cristina Cifuentes haya admitido que fue “excesivo”, y así se lo transmitió a los mandos policiales, que los agentes obligaran a quitar “pins” republicanos a personas que intentaban acceder a la zona por donde pasó la comitiva real, ese día. La Sra. Delegada del Gobierno indicó que por ese temor a altercados –anteriormente mencionado- se organizó un dispositivo muy estricto, y que quizás el interceptar a personas con un “pin” probablemente era una actuación excesiva (llegó a expresar en algunos medios, que si eso se descontextualizaba podría parecer hasta ridículo). Es de agradecer el sentido del ridículo de la delegada respecto al tema “pin”, aunque echamos en falta, dicho sea con todo respeto, su sentido del ridículo por la orden prohibitiva en su globalidad. Pero algo es algo…
Ciertamente el tema del “pin” -se contextualice o no- resulta no únicamente cómico, esperpéntico y ridículo sino ilegal por vulnerador del derecho fundamental que venimos preconizando en este artículo y posiblemente delictivo como dijimos. Por tanto, seamos serios y no rebajemos la trascendencia de esas prohibiciones a portar símbolos en la calle o requiso de las banderas republicanas colgadas en los balcones del recorrido, etc.
Esos comportamientos pudieran constituir delitos de coacciones agravados al impedirse, con violencia, el ejercicio de derechos fundamentales, sin legitimación para ello. Fiscalía, de nuevo, despierte por favor!!
Ya para finalizar, indicar que cuando Doña Cristina achaca al exceso de celo policial algunas de esas conductas, en un claro intento de desmarque sin perjudicar demasiado a los Cuerpos de Seguridad, ignora que por mucha persistencia en el cambio de los nombres de las etiquetas, los miembros de los Cuerpos de Seguridad (que por cierto no deben cumplir órdenes ilegales), tampoco van más allá en su celo de lo ordenado.
En consecuencia, los verdaderos responsables deben afrontar esta patente vulneración de derechos, y la ciudadanía exigírselo por las vías legales. De lo contrario estamos contribuyendo al desmantelamiento de las garantías propias de un Estado de Derecho, con la peligrosa deriva que ello supone.