
Muchos ciudadanos y ciudadanas vienen avisando estar muy hartos de todo y en ese enfado mucho hay concentrado en la clase política[1]. Claros ejemplos serían el de aquel ciudadano que increpó al ex presidente González durante la presentación de su último libro, o el enfado de la pensionista que presentamos en la siguiente ilustración (diseñada por Victor Cidoncha).
Por ello, no estaríamos muy equivocados al afirmar que una amplia mayoría de españoles y españolas responderían estar muy hartos de todo ante la pregunta ¿Cómo se siente usted en la actualidad?
El grado de insatisfacción es de tal envergadura que hasta las abuelitas tienen que salir a la calle para manifestarse y animar a los vecinos para que lo sigan haciendo, para que se les escuche, se atiendan sus peticiones y se pare una obra que no querían en su barrio. Nada del bienestar que hoy tenemos, aunque esté mermado por la crisis, ni ha llovido del cielo ni nos lo han regalado. Se lo debemos al esfuerzo, sacrifico y tesón, a veces heroico, de muchos que pelearon por alcanzarlo. Pero éste, como todos los bienes de este mundo, es frágil.
Y es que a la abuela, que ya tiene alguna experiencia, le llama la atención y no alcanza a comprender por qué los ciudadanos no hacen uso de esas lecciones aprendidas para intervenir más en tantos asuntos como les conciernen y les afectan. No llega a comprender por qué no alzan más la voz todos los ciudadanos españoles que consideran la corrupción y el fraude como uno de los grandes problemas del país (39% según último barómetro de junio del CIS) o todos los que ubican a la clase política, a los partidos o al gobierno también como uno de los tres principales problemas de España, tras el paro y los problemas de índole económica y por encima del terrorismo.
La abuela tampoco entiende por qué no chillamos más ante el peligro de extinción de la nación social en España. Le cuesta trabajo comprender cómo, a base de decretos y leyes, un Gobierno puede reducir tan drásticamente el Estado de Bienestar y hacer tanto daño a tantas familias. Nuestra abuelita ni se imaginaba hace unos años la aprobación de unas condiciones tan drásticas para la concesión de una beca o un recorte tan traumático en los presupuestos para la atención a las personas en situación de dependencia. Las becas, como sabemos, ya no constituyen un derecho universal, tampoco un mecanismo de redistribución de oportunidades entre generaciones y grupos de renta.
La abuelita tampoco comprende por qué ese buen puñado de desempleados no se lanzan a la calle a protestar por su situación, a veces traumática porque han llegado al suicidio en el peor de los casos. Hoy sabemos que en una sociedad desigual hay más suicidios, más casos de depresión, más criminalidad, más miedo (Bauman, 2014). Y hoy también sabemos que en España está creciendo a un ritmo desmesurado las desigualdades sociales. Mientras que desde 2007 a 2013 en nuestro país aumentaron los salarios de los directivos un 7%, la de los mandos intermedios y empleados se redujeron un 3,18% y un 0,47%, respectivamente (Informe sobre la evolución salarial entre 2007 y 2013 elaborado por la escuela de negocios EADA y la empresa ICSA).
En suma, no hace falta ser muy lumbreras para darse cuenta que la situación está muy al límite. Y no nos debe extrañar que, en cualquier momento, muchas abuelitas salgan a la calle a repartir fuertes tirones de orejas a diestro y siniestro para que nos espabilemos.
[1] Un diccionario es un libro con clase. Con más de una, incluso con muchas, ya que la palabra clase tiene varias acepciones. Clase es (www.rae.es) el “orden en que, con arreglo a determinadas condiciones o calidades, se consideran comprendidas diferentes personas o cosas”. Y es también lo que “comparten u ocupan las personas del mismo grado u oficio”. Agradezco esta nota de mi colega Federico Pozo.