
De acuerdo, durante los últimos cinco años, la temperatura del planeta ha dejado de aumentar. Si observa un gráfico con la evolución de la temperatura media de la superficie de la Tierra durante los últimos 150 años, observará un crecimiento pronunciado de la temperatura entre 1975 y 2000, de unos 0,5 ºC, seguido de una estabilización desde el año 2000. ¿Quiere esto decir que no debemos preocuparnos del asunto? No lo creo.
En primer lugar, porque la tendencia observada en los últimos diez años es tan solo una “pausa” en el calentamiento global, producto de los ciclos naturales del clima, que se superponen a la tendencia inequívoca de calentamiento global en los últimos cien años. En segundo lugar, porque incluso en este periodo de pausa se han registrado algunos de los años más calurosos desde que existen registros (2011 fue, por ejemplo, un año inusualmente caluroso en España).
Esto nos lleva a uno de los riesgos relacionados con el clima más importantes para la salud de los habitantes de las ciudades: las olas de calor. Los expertos consideran una ola de calor un periodo de calor anormal durante el cual la temperatura máxima diaria durante más de cinco días consecutivos excede en 5 ºC la temperatura media. La investigación internacional muestra que en las ciudades mediterráneas la temperatura media en las próximas décadas se incrementará, con gran probabilidad, de dos a tres grados. El número de días con temperaturas extremas, el número de días “brutalmente calurosos”, se incrementará, también, significativamente.
El efecto de isla de calor en las ciudades amplificará este problema. Y esto puede tener consecuencias muy negativas para el bienestar físico y psicológico de los habitantes de las ciudades. Países como España, Francia o Australia han experimentado las consecuencias del calor extremo. Investigaciones internacionales han calculado que la ola de calor de agosto de 2003 causó algo más de 15.000 muertes en veinte días en Francia (Fouillet et al., 2006) y entre 6.500 y 8.600 en España (Simon et al., 2005).
El riesgo no se distribuye por igual entre todos los individuos. Como mostró el sociólogo de la Universidad de Chicago Eric Klinenberg en su libro Heat Wave: A Social Autopsy of Disaster in Chicago, así como las investigaciones de Semenza y colaboradores (1996) sobre los impactos de una de las olas de calor más letales registrada en Chicago en los años noventa, vivir solo, no abandonar el hogar diariamente, la falta de acceso a un medio de transporte, estar enfermo, no tener contactos sociales cerca y no disponer de aire acondicionado fueron las condiciones de vulnerabilidad más significativas.
Lo creamos o no, las olas de calor tienen el potencial de producir miles de muertes entre las poblaciones urbanas.
El diagnóstico puede sonar un poco catastrofista. Así que, ¿podemos hacer algo? ¿existe alguna medida para adaptarnos al calor extremo? Lo cierto es que existen numerosas soluciones al calor urbano que están siendo analizadas e implementadas en distintas partes del planeta.
Miren el centro de la ciudad de Alicante desde Google Maps. Compárenlo con el centro de Oslo o Viena, o con algunos barrios de Madrid o Barcelona (una ciudad con un clima más similar). ¿Ven alguna diferencia importante? No me refiero a la estructura urbana. ¿Lo notan? El mapa del centro de Alicante está dominado por el gris y el marrón. En los otros mapas destaca un color verde. ¿Verde? Sí, ya tienen la respuesta. Los árboles!
La ciudad de Alicante, por ejemplo, cuenta con algunos ejemplares de árboles maravillosos que alcanzan los 140 años y alturas de 50 metros. Y que han hecho la vida más agradable a muchas personas durante años. El Ayuntamiento parece decidido a protegerlos. Pero, ¿por qué no, además de protegerlos, imitar a aquellos que hace 140 años decidieron plantarlos?
Y es que una de las principales medidas de adaptación frente al cambio climático en los entornos urbanos es incrementar la “infraestructura verde”. Plantar árboles, hacer parques y bosques urbanos, construir tejados y muros verdes, en definitiva, incrementar la cobertura verde de las ciudades. El gobierno de la ciudad de Melbourne, por ejemplo, considera que tan solo un incremento del 10% de la cobertura verde se traduciría en una reducción significativa de la temperatura proyectada para la ciudad. Esto se traduciría, a su vez, en un mayor bienestar para sus ciudadanos. En Nueva York, por ejemplo, la iniciativa Milliontrees han decidido plantar un millón de árboles. No está mal.
No siempre es posible hacer más parques en las ciudades, pero sí convertir cualquier espacio gris en un espacio suficientemente verde. Plantar más árboles no es una tarea compleja. Pero es un paso importante para un futuro más caluroso. Algunos expertos están sugiriendo la necesidad de avanzar hacia ciudades biofílicas, en las que la naturaleza esté totalmente integrada en el espacio urbano, en las que la naturaleza tenga un papel tan destacado como el cemento; que sean verdaderos ecosistemas urbanos.
Si queremos atenuar los impactos del calor extremo en nuestras ciudades, que previsiblemente se incrementará en los próximos años, necesitamos invertir en nuestra infraestructura verde. Lo sé, dicho así resulta sencillo, hay que evaluar costes e impactos, diseñar y analizar bien las intervenciones, observar consecuencias no buscadas. Pero a día de hoy tenemos el conocimiento científico necesario. Muchas ciudades están mejorando su infraestructura verde. Este puede ser un elemento crítico de renovación urbana con múltiples beneficios. Porque, además, la investigación parece mostrar que los beneficios de plantar árboles se expanden a áreas aparentemente desconectadas como la delincuencia, el estrés o el desempleo.
Llenar nuestras ciudades de árboles puede ser una gran idea. Y, quizá, la medida más adecuada para adaptarnos al cambio climático.