
Al concluir el año, me parece oportuno recordar que en este 2014 se celebra el 250º aniversario de la publicación del libro ”De los delitos y de las penas” de Cesare Beccaria, texto fundamental para todo penalista.
No en vano, Beccaria representa un hito histórico en el Derecho Penal.
Al respecto, recordemos que las primeras evoluciones históricas del derecho penal pasan por la venganza privada, posteriores composiciones, alcanzándose el estadio de la venganza pública con penas retributivas y expiatorias que llegan a ser atroces en la época del absolutismo, el cual cede a una posterior etapa humanitaria representada por la Escuela clásica -vinculada al liberalismo anti absolutista- con la aparición de lo que hoy entendemos como principio de legalidad. A esta concepción clásica le sucederá una época científica con la Escuela positiva y nacimiento de la ciencia criminológica, en un intento de no cuestionar la nueva estructura social -fruto de la revolución- y traspasar la causa del delito al sujeto “diferente”.
El derecho penal inmediato anterior a la revolución francesa (escuela clásica) conforma la fuente de lo que, tras ella, pasará a ser el derecho penal moderno.
Es en ese siglo XVIII pre revolucionario, iluminista y anti absolutista como -se ha dicho- en el que Montesquieu, en su obra “El espíritu de las leyes”, establece la independencia de poderes y en el que Rousseau, a través de su “Contrato social”, establece el origen de la soberanía, en donde se abre la vía a la humanización del derecho penal a través del precitado autor -Cesare Marchese de Beccaria-, el cual viene a establecer también el cimiento del fundamental principio de legalidad penal antes anunciado, que participa en la propia proclama revolucionaria francesa de 1789: “legalité, liberté et fraternité”.
Juan A. del Val comenta -en su introducción a la obra de Beccaria- que la lista de crímenes en aquella época era incierta y la acusación se dejaba a manos del juez que obraba de acuerdo con su consciencia; la ley no proporcionaba a los acusados ninguna garantía ni protección.
Los delitos imputados de esta forma arbitraria se castigaban con penas terribles. Faltaba, pues una carta magna de garantías para la víctima y para el delincuente, en definitiva lo que hoy supone el Código Penal, el principio de legalidad que lo inspira y la seguridad jurídica (saber a qué atenerse) que de él se deriva. Ante esa ausencia el camino a la arbitrariedad estaba abierto.
Sigue Del Val: “Contra esa lamentable situación del derecho y de la aplicación de la justicia, que comenzaba a estar en contradicción con el desarrollo de la cultura de la época, reacciona Beccaria uniéndose a la voces que clamaban por una reforma de la legislación penal y por una humanización en la aplicación de la justicia. Pero ninguno de los que habían escrito antes que él contra los abusos lo habían hecho de un modo tan coherente y sobre todo en una coyuntura tan propicia, lo que explica el éxito de su libro”.
Cesare Beccaria fue, por ello, uno de los más importantes inspiradores del movimiento de reforma del antiguo derecho penal continental, un derecho caracterizado en toda Europa por su extrema crueldad, por su arbitrariedad y su falta de racionalidad.
Es comúnmente admitido que, en el libro De los delitos y las penas, en cierta manera se exponen ideas que hoy se asocian con frecuencia a los fundamentos del Derecho, pero que en el marco social de aquella época resultaban ser una propuesta de reformas casi revolucionarias.
Y debe añadirse que, ciertamente, la lección de este libro no está superada pues si bien nuestra Justicia está muy alejada de la administrada en el siglo XVIII, una meditación a fondo nos hará ver que las diferencias son más bien formales y cuantitativas que reales y cualitativas.
Juan Antonio del Val, en esa línea, sigue comentando en su introducción que, si bien la justicia se ha tornado más equitativa, la tortura ha sido eliminada de las leyes y se establecen garantías para la defensa de los acusados, eso no quiere decir que las leyes se cumplan siempre ni que la separación de poderes ejecutivo y judicial sea un problema resuelto (basta verse lo que sucede en España, en particular en los procesos políticos).
Comparto su opinión y sigo opinando que la Justicia, al igual que hace siglos, en el fondo no deja de ser la “ley del más fuerte”; a esa misma conclusión -como veremos- se llega de la mano de la Criminologia crítica -como también he indicado en artículos anteriores-.
Por otro lado y recordando a Benjamin Franklin cuando indicaba ”la justicia se debe tan estrictamente entre naciones como entre ciudades vecinas. Un ladrón de caminos que comete robos con gente armada es tan ladrón que cuando roba solo, y una nación que declara una guerra injusta no es otra cosa más que una gran banda de ellos”, comprobamos –asimismo- que sintoniza con las nuevas tendencias criminológicas vigentes (Morrison y Zaffaroni cuando plantean la necesidad de una criminología global que permita abarcar el estudio de los crímenes de estado, económicos y sociales –en resumen los crímenes del poder-). Puede verse, por tanto, la necesidad de esos novedosos enfoques criminológicos.
De entre las ideas fundamentales plasmadas por Beccaria en su obra, cabe destacar la relativa al ya varias veces mencionado principio de legalidad. Así se defiende en el texto que:
- No es en ningún caso la voluntad del juez, sino las leyes, lo que puede dictar las penas.
- En las leyes deben estar fijadas de manera minuciosa y comprensible las normas de convivencia. Cualquier persona debe poder saber de antemano si sus actos son constitutivos de delito o no, y cuáles son exactamente las consecuencias de los mismos.
En concreto y respecto al origen de las penas, Beccaria mantiene que: ”Las leyes son las condiciones con que los hombres aislados e independientes se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar una libertad que les era inútil en la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron por eso una parte de ella (la mínima posible) para gozar la restante en segura tranquilidad. La fuente es el contrato social y no el poder como tal.
La suma de todas estas porciones de libertad, sacrificadas al bien de cada uno, forma la soberanía de una nación, y el soberano es su administrador y legítimo depositario. Pero no bastaba formar ese depósito, era necesario también defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en particular”. Y ello se logra a través de la amenaza de la pena. En definitiva prevención general por la pena.
Por ello, y respecto al derecho de castigar, explica que: ”Toda pena (dice el gran Montesquieu) que no se deriva de la absoluta necesidad, es tiránica; proposición que puede hacerse más general de esta manera: todo acto de autoridad de hombre a hombre, que no se derive de la absoluta necesidad es tiránico”. (Cierre a las atrocidades).
Alcanzándose las siguientes consecuencias: “La primera consecuencia de estos principios es que sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el legislador que representa toda la sociedad unida por el contrato social (rousseauniano). Ningún magistrado (que es parte de ella) puede con justicia decretar a su voluntad penas contra otro individuo de la misma sociedad. Y como una pena extendida más allá del límite señalado por las leyes contiene en si la pena justa más otra pena adicional, se sigue que ningún magistrado bajo pretexto de celo o de bien público puede aumentar la pena establecida contra un ciudadano delincuente.
La segunda consecuencia es que si todo miembro particular se halla ligado a la sociedad, ésta lo esté también con cada uno de ellos por un contrato que de su naturaleza obliga a las dos partes. (Obligaciones reciprocas)
La tercera consecuencia es que aun cuando se probase que la atrocidad de las penas fuese, sino inmediatamente opuesta al bien público y al fin mismo de impedir los delitos, a lo menos inútil, también en ese caso sería no solo contraria a aquellas virtudes benéficas que son efecto de una razón iluminada que prefiere mandar a hombres felices más que a una tropa de esclavos, en la cual se haga una perpetua circulación de temerosa crueldad, sino que lo sería a la justicia y a la naturaleza del mismo contrato social”.
En definitiva, ese principio de legalidad aparece plasmado como una de las ideas fundamentales del texto “De los delitos y de las penas”, cual es que en las leyes deben estar fijadas de manera minuciosa y comprensible las normas de convivencia y que cualquier persona debe poder saber de antemano si sus actos son constitutivos de delito o no, y cuáles son exactamente las consecuencias de los mismos, ello nos remite sin duda a lo que, posteriormente, se constituye como el principio del “nullum”.
Así nullum crimen, nulla poena sine praevia lege que en latín significa “Ningún delito, ninguna pena sin ley previa”, es utilizada en Derecho penal para expresar el principio de que, para que una conducta sea calificada como delito, debe estar establecida como tal y con anterioridad a la realización de esa conducta.
Por lo tanto, no solo la existencia del delito depende de la existencia anterior de una disposición legal que lo declare como tal (nullum crimen sine praevia lege o principio de legalidad criminal), sino que también, para que una pena pueda ser impuesta sobre el actor en un caso determinado, es necesario que la legislación vigente establezca dicha pena como sanción al delito cometido (nulla poena sine praevia lege o principio de legalidad penal).
Este es un principio legal básico que ha sido incorporado al Derecho penal internacional, prohibiendo la creación de leyes ex post facto que no favorezcan al imputado.
Nuestro Código Penal vigente recoge en el articulo 1 el principio de legalidad criminal o nullum crimen (delito o crimen) y en el articulo 2 el principio de legalidad penal o nulla poena (penas), estableciendo asimismo la irretroactividad de la ley penal no favorable (lege praevia), completando de tal forma el principio de legalidad y la seguridad jurídica de aquel derivada. Principios éstos, generales del Derecho Penal, en los modernos Estados de Derecho democráticos.
Dicho lo anterior, y a los efectos de efectuar una crítica al actual principio de legalidad, también convendrá recordar que la nueva relación entre Derecho Penal y Criminología es aquella en que la Ciencia Criminológica estudia el Derecho Penal y la definición efectuada por éste de lo que debe entenderse como delito[1]; terminando con ello la etapa en que, complementándose, el Derecho Penal estudiaba el delito y la Criminología al delincuente. La Criminología, ahora –y tal como, asimismo, se ha indicado en anteriores artículos-, debe ser entendida como Sociología del Derecho Penal.
Se supera por tanto la etapa de la sociología de la desviación (¿por qué determinadas personas se desvían de la conducta normal, incurriendo en casos extremos incluso en delitos?) para entrar en la sociología de la censura (¿por qué determinadas conductas son desaprobadas?) y por ende en la sociología del control social (instancias de control y su factor criminalizador).
La Criminología, pues, ha de convertirse en Sociología del control social y para ella el Derecho Penal no es sino uno de esos medios de control.
Para la nueva Criminología el Derecho Penal importa como causa del delito, como factor de criminalización, y abandona el estudio de los factores de la criminalidad. Es decir, se progresa de la teoría de la criminalidad a la teoría de la criminalización.
Según estas direcciones críticas, el fenómeno criminal surge de las definiciones político-jurídicas de una sociedad dada, que se plasman en unos sistemas concretos de control. Por tanto cada sociedad se organiza en base a los fines que pretende lograr (lo que implica una actividad política), y en función de esos fines perseguidos por el Estado, se definen como delictivas aquellas conductas que obstaculizarían el logro de los mismos.
Obviamente -como ya indiqué en artículos anteriores- en las actuales sociedades “democráticas” aquejadas de notables desigualdades por ellas generadas, el poder de definición de las normas no es el mismo para todos, con el consiguiente riesgo de que quienes ostentan un mayor poder al efecto por su situación privilegiada en la estructura, lo utilicen para definir en función de sus propios intereses/objetivos, y no en el de todos. En lenguaje directo, “La ley puede llegar a ser lo que quiere el que puede”, y de hecho, lamentablemente, está sucediendo.
El propio Beccaria en su famoso libro ya comenta preclaramente que “Las leyes nos hacen sufrir porque somos culpables, porque podemos serlo o porque alguien quiere que lo seamos[2]”.
Y todo ello da pié al siguiente planteamiento crítico del principio de legalidad:
- Dado que, tal y como se ha citado, cuando se habla de Sociología del Sistema Penal, se habla de un enfoque que tiene como objetivo tratar del Control Social Penal y la génesis y naturaleza de las relaciones sociales que se articulan y estructuran en función del cumplimiento y/o violación de las normas penales, ello comporta entender ese control como resultado de luchas de intereses y conflictos y entender asimismo las prácticas penales como sus herramientas articuladoras.
- En definitiva ello posibilita el cuestionamiento crítico de la norma, el cual resultará viable al entenderse tales normas no ya como un pseudo-dogma, sino como fruto de un interesado proceso de definición partidista, exigiéndose por tanto –y en la medida en que tal interesado proceso se mantenga- una interpretación normativa a la luz de proclamas superiores relativas a derechos humanos, etc.[3] evitando así que los operadores jurídicos, y entre ellos los abogados penalistas, constituyan, sin más y en numerosas ocasiones, la correa de transmisión de aquellos injustos intereses.
Convendrá por tanto que tales operadores jurídicos adopten un posicionamiento crítico a la luz de los nuevos aportes de la Sociología del Sistema penal.
Como cierre a esta cuestión, concluir resumiendo que, si bien el principio de legalidad que aquí nos ocupa es fundamental por la seguridad jurídica que genera, puesto todo ello en evidencia de forma magistral por Beccaria –hito histórico-penal, tal como se ha expuesto-, quizás ha llegado el momento de no abrazarse a él de forma ciega. Será preciso cuestionar el por qué que esa legalidad ha elegido -para ejercer su protección- a unos bienes y no a otros[4] El principio de legalidad es el pilar básico, pero se asienta en falso si esa legalidad es fruto de un proceso de definición interesado. Tal principio deberá cuestionarse y criticarse mientras el proceso definitorio no resulte equilibrado, o que en el ínterin -al no alcanzarse una estructura social más justa-, no se enfoque a la luz de proclamas superiores (legalidad superior –Derechos Humanos/Constitucionales-).
Esta vía ya la propone Luigi Ferrajoli, preocupado por el garantismo penal. Así en el modelo garantista de Ferrajoli, se establecen las versiones del alcance de la legalidad. Indica el jurista que ”la mera legalidad, al limitarse a subordinar todos los actos a la ley, cualquiera que sea[5], coincide con la legitimación formal, mientras la estricta legalidad, al subordinar todos los actos –incluidos las leyes- a los contenidos de los Derechos Fundamentales, coincide con su legitimación sustancial”. La realmente importante.
En definitiva, según Ferrajoli, “debe superarse la supremacía de lo político sobre lo jurídico. El Estado de Derecho garantista se propone invertir los papeles: el Derecho ya no es más un instrumento de la política; al contrario ahora la política deberá ser el instrumento del Derecho, sometida en todos los casos a los vínculos normativos constitucionales y de Derechos Humanos”.
Consecuentemente, con Beccaria aflora el principio de legalidad ( tremendo hito), pero mientras esa legalidad –en palabras ahora de Ferrajoli- sea –como es de ver- únicamente la formal y no la sustancial, la fidelidad acrítica que se predica a tal formalismo, puede resultar la trampa que permita perpetuar un derecho penal partidista al servicio de los sectores dominantes. Y esa legalidad no sirve. Debe dar paso a la esencial, para conseguir un derecho penal al servicio de todos. Y eso, en memoria de Beccaria, debemos reivindicarlo.
Recordado Beccaria, abierta la consecuente revisión crítica al principio de legalidad, y aceptando que la legitimidad democrática de nuestro ordenamiento jurídico y de la acción política trae cuenta del teórico “contrato social” explicitado por Rousseau y aludido por Cesare Beccaria, me apetece reproducir una reciente declaración del Presidente Artur Más, para deducir de ella la nula coherencia con el espíritu del susodicho “contrato”.
Así, el President de la Generalitat -criticando a ERC al no aceptar esta formación una lista única a las elecciones- dijo que lo primero era el país pues ello comportaba el bien colectivo. Menuda frase!!
Menuda frase, máxime pronunciada por un avanzado neocon que únicamente ha velado por los intereses de la minoría privilegiada (ese es su colectivo) y que ahora viene a esconder su política de recortes en la ilusión del proyecto independentista -en el que, por cierto, nunca creyó anteriormente-.
Al efecto, el President propone, además, una lista única que liderará (tanto si está en cabeza como en cola de la misma), perpetuando el liderazgo de esa derecha (que en confrontación con otras formaciones –incluso con coincidencia en el aspecto independentista-, se ve perdedora), posponiendo las medidas sociales que se requieren con urgencia, avanzando las privatizaciones y los recortes a los más desprotegidos socialmente, etc. etc.
¿De qué país y bien colectivo nos está hablando? No cabe mantener que la culpa de la situación es del gobierno del Estado central (“Madrid nos roba”), y que la independencia (no explicada) respecto a ese Estado –aspiración, por lo demás, absolutamente lícita- lo resolverá todo.
Ese argumento es pobre pues no hace falta que nos robe Madrid, dado que ya lo hace Cataluña incluso con el beneplácito de Madrid; y si Madrid también lo hace habrá de aceptarse que lo ha venido haciendo con la connivencia de CiU que lo ha consentido durante más de veinte años. Un gobierno catalán –el de Convergencia- enfangado en temas de posibles corrupciones y líder ejemplar de los recortes en España.
Importa más la justicia social y el bienestar colectivo –el de todos- que el país como término abstracto, en boca de un neoliberal declarado. Un país en el que se primen los intereses de los fuertes en detrimento del de los más débiles en la estructura social (no hay otra forma), es un país que incumple la esencia de las obligaciones recíprocas (entre y para con todos) consagradas en el contrato social. Cuando el contrato se incumple por parte de los representantes del Estado, éste se deslegitima, y el ciudadano deja, en justa correspondencia, de estar obligado. Si así se siente y como tal actúa, entonces eso no es una sociedad sino la selva, sin reglas, sin seguridad. Pero si incumpliendo el Estado, se obliga a los ciudadanos a afrontar sus deberes, entonces la situación no es mejor, pues los desfavorecidos soportarán la parte onerosa del contrato sin lograr la parte beneficiosa del mismo. Ello resulta más inadmisible en un Estado que, aún de corte capitalista, como el nuestro, se define social, democrático y de derecho.
Palabras huecas, por tanto, las de Mas, cuando no hipócritas, y en todo caso contrarias a las ideas iluministas y pre revolucionarias de la época de Cesare Beccaria, que establecieron las bases garantistas (para todos) del Estado Moderno.
Cuanto viaje, para casi nada!!
[1] El delito no es una realidad preexistente que debe ser objeto de estudio por el derecho penal, sino que es fruto de la definición efectuada por el propio derecho penal.
[2] Gracias a su poder de definición. ¿Lo vislumbraba ya así?
[3] Al ser estos todos los necesarios.
[4] Como, por ejemplo, los que plantean Morrison y Zaffaroni, según se ha indicado.
[5] Fruto del poder de definición -e intereses parapetados tras él- que sea.