
No es de extrañar que en el que quizá sea el más potente tratado materialista de ontología del siglo XX, Diferencia y repetición, de Gilles Deleuze, puedan encontrarse los trazos suficientes para construir una política de largo aliento antagonista. A ningún materialista puede escapársele la estrecha vinculación existente entre ontología y política, imposible construir una política que no se ajuste a las condiciones ontológicas de su producción. Por ello, cuando Deleuze, en un memorable pasaje, distingue los dos modos de la diferencia, no está sino marcando, al mismo tiempo, dos formas de la política, “una de las cuales puede cambiarlo todo”[1]. Que solo lo que se parece difiera o que solo lo diferente pueda parecerse, lejos de ser un ingenioso juego de palabras, supone optar, en el primero de los casos, por el primado de la identidad sobre la diferencia, línea dominante de la reflexión filosófica occidental, mientras el segundo caso implica la reivindicación de la diferencia como origen y, por tanto, la puesta en cuestión de toda identidad.
Una teoría política de la multitud ha de partir de una ontología materialista de la diferencia, es decir, de que solo lo diferente puede parecerse. Y de sus implicaciones antropológicas. Partimos, por ello, del individuo, pero no al modo solipsista cartesiano o liberal, sino del individuo social del que Marx habla en su Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, donde escribe que “el hombre es su propio mundo, Estado, sociedad”[2], o en las tesis sobre Feuerbach, donde, en la tesis VI, define la esencia humana como el “conjunto de sus relaciones sociales”[3]. En el sujeto, la diferencia procede, precisamente, de la multiplicidad de sus vínculos, que lo constituyen, por un lado, de manera social, relacional, y, por otro, le dotan de una inequívoca especificidad. Nada menos ajustado a la realidad que esa ficción del sujeto construida por el idealismo, y potenciada por el liberalismo, en la que aquel es presentado como una mónada aislada. El carácter social del sujeto humano queda marcado desde el propio proceso de gestación, en que hace cuerpo con otro cuerpo, del que no podrá desprenderse ni siquiera después de haberlo abandonado. Con todo, el momento de la expulsión fetal, lejos de generar un aislamiento del sujeto recién parido, multiplica sus lazos de dependencia. Es más, solo un gesto decidido de alejamiento de la comunidad, de la sociedad, como en el caso del anacoreta –etimológicamente, el que abandona el espacio común- puede promover esa individualidad en la que se reconoce el discurso liberal. Y aun así, de un modo ciertamente problemático, como de manera magistral se encarga de mostrarnos Luis Buñuel en su magnífica película Simón del desierto.
Ese individuo social no necesita estrategia alguna de diferenciación. El es, de por sí, diferencia. Su único camino es el de la composición, de la construcción de lo común con otras subjetividades. Al resultado procesual y siempre abierto e inestable de composición es a lo que llamamos multitud. Algo muy alejado de lo que propone Paolo Virno en su Gramática de la multitud. Virno asimila multitud con el trabajador posfordista, trabajadores que “al trabajar recurren a todas las facultades genéricamente humanas y en primer lugar, a la facultad del lenguaje”. De ello deduce que “la universalidad es una premisa”[4], para a continuación, con un extraño gesto plotiniano, cobijar esa universalidad de la multitud posfordista bajo el concepto de Uno. Si Aristóteles hizo del lenguaje la base de su teoría de la sociabilidad natural del ser humano, Virno hace del mismo la caracterización de la multitud. Aunque en un gesto ciertamente poco comprensible, adjudique de modo privilegiado la facultad del lenguaje al trabajador posfordista. En todo caso, la multitud, para el teórico italiano, es un universal en el que la individualidad, la diferencia, debe ser producida: “El punto decisivo es considerar esas singularidades como puntos de llegada, no como datos previos o puntos de partida; los individuos deben ser considerados como el resultado final de un proceso de individuación, no como átomos solipsistas. Precisamente porque son el resultado complejo de una progresiva diferenciación, los <muchos> no postulan ni apuntan a una síntesis ulterior. El individuo de la multitud es el término final de un proceso después del cual no hay otra cosa, porque el supuesto resto –el pasaje del Uno a los Muchos- ya ha sido realizado”. Para añadir unas líneas más abajo, “tal individualidad es el fruto final de una individuación que proviene de lo universal, de lo genérico, de lo preindividual”[5]. Difícilmente se puede describir de una manera más ajustada la primera de las formas de la diferencia a las que apunta Deleuze, aquella en la que partiendo de la Identidad (lo Uno, en este caso), se llega a la diferencia. Por ello no es de extrañar que para Virno la política sea entendida como, textualmente, un éxodo[6], una línea de fuga que se aleja de cualquier construcción institucional, de toda forma de poder. El resultado, desde nuestro punto de vista, es la construcción de un discurso abstracto, no anclado en la realidad social, como consecuencia de sus profundas inercias idealistas, y la desactivación del campo político, que queda reducido a la reivindicación de una supuesta singularidad.
Para nosotros, la multitud no es algo dado, expresión de un común preexistente, sino el posible fruto de un proceso de construcción, en el que lo común y la multitud se construyen de manera paralela e inestable. Los individuos sociales son los constituyentes y motores de la procesualidad de la multitud. Es su deseo de acción política compartida, expresada de modo programático, la que provoca el proceso de composición de los cuerpos que desemboca en la multitud. Una multitud múltiple, expresión de la multiplicidad de sus propios componentes, y, por ello, inestable, que crece y mengua, que se reconstruye y disgrega, cuyos perfiles nunca resultan de una acabada nitidez. Las alianzas que en ella se establecen, los procesos relacionales que son su argamasa, pueden resultar extremadamente volátiles, en función de coyunturas o de temáticas. Pues lo común, que no es algo previo, se construye en ese proceso relacional y adquiere unas u otras dimensiones dependiendo de los actores que lo entiendan como tal. No es éx-odo, camino de salida y alejamiento, acaso sín-odo, camino compartido y que se transita para llegar a una meta, que nunca se quiere definitiva. Poder constituyente que debe precaverse contra todo poder constituido, y contra las tentaciones de la constitución. La multitud es un antídoto contra toda constitución. Lo sabe, y lo expresa con temor, Hobbes, para quien “los ciudadanos, en tanto se rebelan contra el Estado, son la multitud contra el pueblo”[7]. Contra todo Estado, y contra todo estado, es decir, contra todo intento de clausura de un proceso político, bien sea a través de la búsqueda del reconocimiento de un común preestablecido, de un origen político que es preciso recuperar, bien sea mediante la definición de una alcanzable ciudad de los fines. Porque la alianza que establece la multitud se sabe histórica, coyuntural, abierta al devenir y al acontecimiento.
La pregunta clave es, sin ninguna duda, cómo constituir la multitud. Apuntaremos, con brevedad, tres propuestas:
- El primer paso para la construcción de la multitud pasa por la conciencia de que la multitud no está construida ni dada. La multitud no es un ser-ahí, ontológicamente constituido, como pueda serlo el trabajador posfordista de Virno. No se trata, tampoco, de reconocernos, como multitud, en algo que ya somos pero que no sabemos, expresión de un común que se nos oculta o se nos escapa. La multitud no está detrás, ni aquí, solo delante, es una apertura, una posibilidad, que será o no será.
- Para la construcción de la multitud es preciso recuperar otro concepto, paralelo a la misma en el teorizar de Spinoza, pero ausente de las reflexiones contemporáneas: el de muchedumbre. Si la multitud, en Spinoza, es el conjunto de individuos unidos políticamente a través de la razón, la muchedumbre, por el contrario, es la masa dispersa, sometida a los afectos y, por lo tanto, a la servidumbre. Muchedumbre y multitud son realidades osmóticas, pues cuando una crece, la otra decrece, ya que ambas se alimentan de una misma realidad, la humana. La multitud es el resultado de la politización de la muchedumbre, de la superación de la potestas que somete a la muchedumbre a través de la potentia que caracteriza a la multitud. La multitud es, nuevamente, poder constituyente, la muchedumbre es efecto del poder constituido.
Me parece apropiado relacionarlo con dos conceptos que aparecen en J.P.Sartre, en la teoría grupal que desarrolla en su Crítica de la razón dialéctica: serie y grupo. Para Sartre, el concepto de proyecto desempeña un papel fundamental en la acción humana, tanto individual como colectiva. El proyecto es el horizonte de la práctica. La serie es un colectivo carente de proyecto compartido y que, por lo tanto, puede compartir un mismo espacio sin articularse. El grupo surge, precisamente, cuando ese colectivo se dota de un proyecto común que le permite dotarse de un horizonte compartido.
En ambos casos, en Spinoza y en Sartre, en la multitud y en el grupo, se produce un despertar a la acción colectiva, es decir, se reconoce la existencia de un momento de despolitización, de desproyección, que tiene como efecto una masa informe y sometida a inercias externas. Los conceptos de muchedumbre y serie resultan tremendamente operativos para una teoría política materialista de la multitud, pues son descriptivos de lo que sucede con una buena parte del ser social. La despolitización de amplísimas capas sociales es una realidad de nuestras sociedades que debe tener una referencia conceptual. Pues sin la atención a esas realidades no es posible desarrollar un proceso de construcción de la multitud.
- Una vez descrito, en los puntos anteriores, lo que entendemos por multitud, los perfiles que permiten su reconocimiento como tal, se trata de abordar las medidas y estrategias adecuadas para su producción. Estrategias que, desde nuestro punto de vista, deben operar en tres niveles, atendiendo así a la complejidad que caracteriza a la subjetividad. Estrategias que tratan de propiciar un proceso de encuentros entre las subjetividades.
En primer lugar, en el ámbito de lo racional, se trata de establecer un programa, un proyecto, si de nuevo recurrimos a Sartre, en el que la multitud se vea reconocida. Ahí es donde aparece lo común, en ese proceso de elaboración del proyecto colectivo, de la praxis política compartida. Lo común no es un ente metafísico abstracto, ni una pretendida realidad originaria o natural de la que hemos sido despojados en el proceso histórico. Lo común se conquista en una lucha política y es expresado a través de un programa. Los perfiles de ese programa definirán, asimismo, los perfiles de lo común y los perfiles de la multitud.
Pero el ser humano no es solo racionalidad. Eso es algo que las políticas antagonistas, a diferencia del capitalismo, no acaban de asumir. Existe en el ser humano una dimensión afectiva de una gran potencia y a la que no se ha prestado apenas atención en nuestra tradición política. Mientras el capitalismo ha desarrollado el arma de la seducción hasta límites insospechados, no existe, desde planteamientos antagonistas, una estrategia en la misma dirección. Incluso en Spinoza hay una desconsideración de los afectos, en la medida en que son instrumentos de producción de sumisión. Sin embargo, nos parece que es preciso abordar la cuestión de una política de los afectos, que atienda convenientemente a esa dimensión de la subjetividad.
En tercer lugar, la cuestión del deseo, y, más en concreto, del deseo de multitud. Nuestra tradición política ha estado siempre atravesada por lo que podríamos denominar <deseo de Verdad>, empeñada en establecer una Verdad -¿acaso no fue Pravda, La Verdad, el órgano de información del PCUS- desde la que establecer la práctica política correcta. No hace falta reflexionar en exceso, ni conocer muy a fondo nuestra historia, para detectar las derivas dogmáticas que se desprendieron de esa compresión de la Verdad. La lucha, a veces a muerte, de verdades que se querían Verdad se convirtió en la práctica habitual dentro de la izquierda revolucionaria. De ahí la proliferación de grupos, partidos, tendencias, corrientes. Esa dogmatización de la práctica política, esa pretensión de Verdad, tiene poco que ver con una posición materialista, en la medida en que el materialismo reconoce la especificidad de los sujetos, su diferencia, y por tanto, lecturas subjetivas de lo real que desembocan en verdades singulares. No hay una mirada canónica sobre el mundo, se trata, más bien, de construir una mirada compartida, que no podrá nutrirse del exclusivo ámbito de visión de un sujeto, sino que deberá estar abierta a múltiples perspectivas. Por ello, esa mirada subjetiva no debe construirse desde un deseo de Verdad, sino desde un deseo de multitud. Deseo de multitud atento a las miradas otras, a sus perspectivas, y a rebajar el nivel de las propias exigencias, para propiciar procesos de fusión ontológica en un nosotros con vocación de crecimiento. La práctica política debe estar atenta, en esta dirección, a la detección de los elementos de coincidencia y a su sintonización, minimizando aquellos que fundamenten las discrepancias. Es decir, invertir la actitud tradicional de la izquierda política, siempre atenta a subrayar la discrepancia frente a la coincidencia.
El deseo de multitud se construye desde una posición de escucha hacia el Otro, en la que, el decir siempre debe estar modulado por el escuchar. No se trata de convertir en fuerte el propio argumento, sino la propia actitud de escucha, conseguir, como paso primero, construir una actitud compartida de escucha hacia el Otro que permita la modulación del propio discurso para colocar a los diferentes discursos en un misma longitud de onda. Y a partir de esa sin-tonización, empezar a delimitar el sín-odo, el camino que se va a compartir y que todavía está por delimitar. Dicho de otro modo, definir el horizonte, siempre provisional y revisable, de lo común.
Ello desde una cautela. Que ese común nunca será un universal, que ese común se construye en la contraposición y el conflicto con otras posiciones y sujetos cuyo proyecto político resulta inasumible. Buscar lo común no es una postura ingenua que entienda que es posible superar todas las diferencias; más bien, al contrario, es partir de la conciencia de la incomposibilidad de ciertos discursos, con los que no cabe sino la lucha más enconada.
No somos ni platónicos ni kantianos, el idealismo no es nuestro suelo. Una política materialista es una política del conflicto, pues no hace sino expresar los diferentes intereses que atraviesan el cuerpo social. Ahora bien, se trata de identificar y precisar el lugar del conflicto, dulcificarlo allí donde es posible reconocer un proyecto compartido, enconarlo donde la línea divisoria marca los territorios de la mayoría expoliada y la minoría expoliadora. Es ahí donde la multitud se reconoce como sujeto productor de lo común, como herramienta de empoderamiento social.
[1] Deleuze, G. Diferencia y repetición Júcar, Madrid, 1988, p. 203
[2] Marx, K. Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel Pre-textos, Valencia, 2014, p. 42.
[3] Marx, K. “Tesis sobre Feuerbach” en Muñoz, J. Marx Península, Madrid, 1988, p. 432.
[4] Virno, P. Gramática de la multitud Traficantes de sueños, Madrid, 2003, p. 19.
[5] Ibidem p. 77.
[6] Ibidem p. 128.
[7] Hobbes, Th. Del ciudadano Tecnos, Madrid, 1987.
Fuente: seyta.org