
Entiendo, como se dirá, que no; y así nos “luce el pelo”.
Iniciémonos ese breve escrito recordando que uno de los principios fundamentales del derecho procesal penal es el de la “presunción de inocencia”, recogido por nuestra Constitución y que se expresa en la conocida máxima de que “todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario”.
El tal principio da lugar a otro, cual es el de “la carga de la prueba”. Éste, consecuentemente, comporta que sea quien acusa el que deba acreditar la culpabilidad del acusado y por ende no le corresponda al acusado probar su inocencia, dado que ésta se le supone en tanto no exista prueba suficiente en contra.
Sin embargo en nuestra sociedad –que conoce y recita a menudo ese derecho a la presunción de inocencia- parece no terminar de entenderse/ asumirse, ni por descontado de aplicarse. Baste asistir a los múltiples espectáculos al respecto que nos ofrecen a diario los media.
En relación a ello cabe afirmar que, en la práctica, la psique del ser humano –ayudada por su fomentada falta de pensamiento crítico- tiende más fácilmente a confirmar una noticia que a cuestionarla.
Así, por ejemplo, si alguien nos comenta que un sujeto conocido es el claro culpable de un homicidio puesto que sus huellas dactilares se hallan en un vaso que está sobre la mesa cerca del cadáver de la víctima, parece bastante normal utilizar la expresión “quien lo hubiese dicho” y pasar a intentar confirmar la noticia sin excesivas criticidades. Sobra indicar que, si se observan huellas de sus zapatos en la alfombra, la presunta y criminal conducta parece afirmarse de manera definitiva.
No obstante la aplicación a la vida cotidiana –no ya solamente en sede judicial- del principio que nos ocupa, debería obligarnos a buscar alternativas exoneradoras a cada uno de los datos -que perecen confirmar la sospecha- y que posean, en principio, la misma plausibilidad que aquellos.
En definitiva, puede que nuestro sujeto simplemente haya usado el vaso sin matar a nadie o incluso –antes de descubrir las pisadas en la alfombra- sin haber entrado en ese domicilio vecino pues el vaso era propio y le dejó varios para una fiesta, etc. etc.
Y únicamente frente a aquella situación a la que no quepa alternativa razonable alguna deberíamos aceptar como posiblemente correcta la información de se nos dio.
Al margen de que, y como hemos dicho, no se termina de acertar en la correcta aplicación de ese principio en nuestra cotidianidad, lo cierto es que –y de forma demasiado habitual- simplemente lo subvertimos y pasamos a considerar culpable a quien no demuestre su inocencia. Y ello resulta absolutamente inaceptable.
Ejemplos cotidianos existen a cientos, desde la exigencia sistemática de comprobantes/certificados a escolares que anuncian una ausencia en clase (por razones médicas, etc.) hasta la fe de vida exigida a pensionistas para seguir abonándoles sus pensiones.
Lo anterior conlleva la consideración de que todos los estudiantes mienten salvo que demuestren que no a través de los precitados certificados o a que los familiares de los pensionistas fallecidos no proceden a darles sepultura (razón por la cual es precisa una fe de vida, no bastando con la “no fe” de muerte o fallecimiento que consta en el Registro Civil). Se trata, por tanto, de una continua actitud de sospecha.
Considero que educar en el ejercicio responsable de la libertad pasa por permitir que el sujeto la ejerza sin controles demasiado explícitos y así valore la confianza depositada en él, sintiéndose en la íntima obligación de no defraudarla, lo que comportará que actúe responsablemente. Ello le hará crecer en esa libertad.
Mientras que lo contrario supone tutelar el sujeto mediante comprobaciones a través de instrumentos como los citados justificantes, etc., impidiendo su libre ejercicio de la libertad (y valga la redundancia).
El individuo debe “tener miedo” únicamente a no estar a la altura cuando no se le controla; en definitiva, ser fiel a sus valores y regirse por ellos constituyéndose en su propio centinela.
De lo contrario, el temor será hacia la represalia ajena por incumplir el control impuesto y no a su propia insatisfacción por el deber no cumplido.
Opino, en conclusión, que estamos sustituyendo –y así sucede en nuestro proceso educativo- el fomento del sentido de responsabilidad por el del temor.
Obviamente en un entorno de confianza general y de menor control formal existirán abusos pero, en esos supuestos, aún estarán más legitimadas las respuestas censurando esas transgresiones a la buena fe; y quien hizo mal uso de la confianza en él depositada será, a su vez, más consciente de resultar merecedor del consiguiente reproche.
Ese derecho a la “presunción de inocencia” constitucionalmente instaurado a nivel jurídico, pero aplicable analógicamente a otros entornos, no se aplica, por tanto, de forma adecuada en los procesos de socialización. Hecho que comporta, junto a otros factores, un menor asentamiento y respeto de los valores.
Así pues, no deberá extrañarnos que, cuando en la actualidad se verbaliza la existencia de un grave déficit de valores éticos, en realidad estamos constatando que no educamos suficientemente en ellos. Lo cual conduce a un ejercicio escasamente responsable -y basado en aquéllos- de la libertad en nuestros colectivos.
Fuente: chupitodecicuta.wordpress.com