
Nuestro texto constitucional, en su artículo 25.2, proclama que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social.

Siempre he mantenido, y así lo he escrito, que el citado precepto constitucional es “poco masticable”, si se me permite la licencia (y ello al margen de su innegable buena intención). Es un foco de contradicciones, algunas de las cuales deseo exponer en este artículo.
Comencemos indicando que critico ese precepto en el sentido de que entremezcla dos teorías penológicas derivadas de concepciones opuestas y excluyentes: la pena como retribución al mal hacer del individuo dotado de “libre albedrío” (quien libremente hace el mal debe pagar justo precio por ello), propia de la escuela clásica del derecho penal, y el tratamiento del “enfermo/semi determinado”, para su bien y el de la sociedad merecedora de protección, propia de la escuela positiva que cuestionaba el libre albedrio del individuo justiciable, al que consideraba influido por su propia naturaleza y entorno.
La mezcolanza del castigo -pena- y del tratamiento -consejos, reflexiones, hábitos, etc.- no es lógica por incompatible; difícilmente un ambiente de castigo es el idóneo para generar receptividad a los consejos o para la auto reflexión y tampoco lo es, por ineficaz, ya que difícilmente se puede preparar a alguien para su vida en libertad estando privado de ella, como difícil resulta enseñar a nadar sin disponer de agua.
Pero es que, además, en la medida en que el tiempo de cumplimiento de la pena (castigo) resulte superior al estrictamente preciso para el tratamiento, se sigue castigando al ya resocializado; y en el supuesto contrario, en aras a respetar la seguridad jurídica evitando penas de duración indeterminada, se da libertad al castigado, aún cuando esté a medias su proceso de resocialización; y todo ello no son sino paradojas y contradicciones.
Es obvio que la pena persigue, además de la retribución -castigo por el hecho cometido- y de la prevención especial (referida al reo) tanto negativa -evitar el nuevo delito por miedo al correspondiente castigo- como positiva -resocialización por el tratamiento (con los problemas clásicamente planteados acerca de si el tal tratamiento atenta al derecho a la intimidad del interno, de si realmente debe tratarse al desviado o a la sociedad que lo genera, de quien es el que establece lo que es normal, etc.)-, una prevención general (referida al resto de la sociedad) tanto negativa -rechazo al delito al ver las consecuencias que para el reo ha tenido- como positiva -reafirmación de la vigencia de la norma-.
Sin embargo, y coherente con el mandato constitucional, el fin primordial de nuestras instituciones penitenciarias consiste en la reeducación y la reinserción social de los sentenciados a penas y medidas privativas de libertad. Y bueno será seguir tratando algunas paradojas y contradicciones más que afloran en este ámbito, a añadir a las ya señaladas.
Así, para poder emprender la tal reeducación y reinserción debe conocerse al individuo en cuestión sujeto a ese tratamiento. Sólo conociendo a ese sujeto concreto (y su biografía es un instrumento inestimable para ese conocimiento), cabrá detectar los “déficits que deben cubrirse”, las “desviaciones que deben eliminarse”… y por ende establecer el tratamiento particularizado que sea conveniente y que proclama la propia ley penitenciaria.
Debe decirse que el tal conocimiento hubiese sido importantísimo en la fase de juicio en que se acusaba a un individuo concreto (y probablemente alejado del patrón al uso que constituye el “hombre medio”). Sin embargo se nos viene predicando que tal conocimiento es muy difícil en aquella fase. Y sin embargo resulta que, justo después del juicio y si la sentencia es condenatoria, pasa a ser necesario y obligado. Nueva paradoja.
También será útil, como hemos insinuado, preguntarnos en este entorno qué clase de derecho asiste a alguien para reeducar a otro (máxime cuando el verdadero sujeto acreedor a esa reeducación, bien pudiera ser la propia sociedad generadora de los “caldos de cultivo” que alimentan las desviaciones que luego se reprimen), hasta qué punto esa reeducación invade el derecho a la intimidad del reeducando, etc.
Ya la propia Ley se “cubre” en ese terreno, cuando mantiene que “la actividad penitenciaria se ejercerá respetando, en todo caso, la personalidad humana de los recluidos…”
La cuestión, como se anunció, estriba en ver si no existe ya una clara contradicción entre la anteriormente finalidad primordial de reeducación y reinserción social de los sentenciados y la exigencia de respeto a la personalidad humana de los recluidos.
Mucho me temo que esa contradicción existe, pues reeducar -que no educar- y reinsertar -que no insertar-, comporta a menudo un “trabajo quirúrgico” en el terreno de la propia personalidad.
En mi experiencia cotidiana como abogado penalista, cuando alguno de mis defendidos debía ingresar en prisión para cumplimiento, y al hablar con los educadores, psicólogos y demás personal de los equipos de tratamiento (a los efectos de establecimiento de grado, etc.), observaba como se produce un cambio automático en el trato a aquéllos, por parte de éstos. Y ello no significa que los miembros de los equipos de tratamiento sean desconsiderados con los internos. Pero está claro que para esos profesionales, los internos -sobre los que actúan con la mejor de las intenciones-, constituyen una categoría absolutamente distinta a la del ciudadano libre. Una categoría abierta a la intervención.
Así los condenados se convierten -de pronto- y dicho sea en el mejor sentido, en “material manipulable”, en “objetos de tratamiento”, en “sujetos que no saben lo que les conviene”; por ello deben ser guiados, tutelados, protegidos -incluso “infantilizados”- y por supuesto siempre controlados y en su caso contenidos; por ello necesitan de la acción “paternal”. El “padre institución” es el único capaz de establecer lo que conviene a sus “hijos adoptivos”, el que dará o no vía libre a sus deseos, el que deberá aprobar o no su conducta.
Todo ello se percibe también fácilmente cuando, por ejemplo, te reúnes y hablas con el educador de turno, éste se refiere a tu cliente como a un “niño grande” y a ti como a un hombre hecho al que no cabe efectuar indicación alguna, sin atentar a su autonomía, intimidad, etc. Se comenta acerca del interno y de sus debilidades, del tratamiento a seguir para solventarlas; pero aún cuando se demostrase en la charla que tú mismo también las posees, el estatus de hombre en libertad te protege de toda injerencia e incluso puedes hacer gala de ellas, sin que nadie se atreva a cuestionarte, pues para algo eres un individuo libre y estás en tu derecho de ser como eres.
Ciertamente, el interno tan sólo está privado normalmente de su derecho a la libertad y, por tanto, también mantiene plenos los derechos restantes, entre los que se halla “el de ser como es” -al margen de que quizás realmente sea como lo hemos hecho entre todos-; pero dado que hemos de tratarlo…, tendrá forzosamente que dejar de ser como era, en algunos aspectos.
Por todo lo dicho, la cuestión de si el proceso de reeducación y reinserción atenta al derecho de ser como se es y de pensar como se piensa, no es en absoluto pacífica. Máxime cuando ese proceso persigue el renacer de un hombre como el hombre medio, allí donde había un hombre real, y quizás no tanto respetar al hombre real -único con entidad- y “compatibilizarlo” con la legalidad vigente.
Esa forma de actuar de los “profesionales de la resocialización”, que se ha venido describiendo, la constata también Stanley Cohen en su obra “Visiones del control social” (págs. 49-50), al comentar la evolución histórica acaecida desde el cese del castigo (concebido como tortura) y posterior desplazamiento del centro de interés: del cuerpo a la mente del condenado.
Ello comportó que “un nuevo ejército de técnicos (guardianes, doctores, capellanes, psiquiatras, educadores, trabajadores sociales, criminólogos, penólogos) reemplazaran al verdugo”, justificándose el castigo como un medio de transformación de la mente.
En esa modalidad nueva de control social, “la reforma de los condenados, la instrucción de los escolares, el confinamiento de los locos, la vigilancia de los obreros, son proyectos de docilidad”. Los tratamientos a los internos, son muchas veces, como se dijo, paternalistas, conductistas, con exceso de normas, baremos de premios y castigos, buscando más la aquiescencia y obediencia que la sana y libre crítica constructiva como parámetros para evaluar el progreso del interno que, consecuentemente, finge y teatraliza una obediencia conveniente, que quizás no asume.
Los internos, por ello, mienten a menudo a los educadores y a otros profesionales del tratamiento, para aparecer a sus ojos como ellos quieren verlos, dado que los citados expertos tienen “poder” y pueden conceder -o incidir en su concesión- permisos, visitas, etc.
Los internos recelan de ellos (se les percibe más como controladores que como otra cosa) y no les abren el camino a sus verdaderos problemas, lo que permitiría la eficacia de un tratamiento personalizado. Mis clientes me indicaban que mienten, mienten en las entrevistas, mienten en las encuestas…El objetivo es la obediencia, la docilidad, el no cuestionamiento. Y en ese contexto ¿cómo va a lograrse una educación para la vida en libertad, vida en la que deberán tomarse decisiones, adoptar iniciativas, etc. si justamente durante el internamiento se ha producido un proceso de infantilización, renunciado a esas capacidades en aras a aparecer cómo un sujeto dócil? Una buena paradoja.
Es evidente que el éxito de ese tratamiento rehabilitador tiene su medida en los índices de reincidencia, y éstos desgraciadamente son muy elevados. Las causas de ello quizás habrán de buscarse en algo de lo anteriormente expuesto.
Al referirnos ahora al concepto de reincidencia, recordemos que esa circunstancia es considerada como una agravante de la responsabilidad penal, a pesar de que algunas tendencias actuales critican ese hecho, en base al principio de culpabilidad, apelando a la culpabilidad por el hecho y no por el autor.
Pero una vez aquí, ¿por qué no considerar esa reincidencia como la manifestación del fracaso del Estado en el proceso de resocialización intentado en las anteriores privaciones de libertad a que sometió al sujeto? Si así fuere, ¿por qué culpar al sujeto del fracaso ajeno?; mejor sería no considerar esa circunstancia de reincidencia.
Cabe incluso profundizar más en el asunto: si el sujeto debe ser sometido a tratamiento -que no castigo- es a causa de unos déficits de los que no puede ser culpado.
Si a continuación se le trata y aún haciéndolo de forma correcta y con pleno sometimiento por parte del sujeto tratado, el tal tratamiento no resulta exitoso, ello se deberá a unas características “extraordinarias” del tratado -tampoco imputables al mismo- que impiden aquel éxito. En ese caso, lo lógico sería considerar a esas especiales características que generan la reincidencia, como una atenuante y no como una agravante. ¡Justo al revés de lo que sucede!; una nueva contradicción.
En todo caso y como puede observarse, parece que sigue siendo el delincuente el único que debe cambiar, no la comunidad. Parece que la desigualdad y la injusticia de la sociedad actual están justificadas y deben encontrarse los defectos precisamente en algunas de las víctimas de esa injusticia y de esa desigualdad (que son las que engrosan mayormente la población carcelaria). Otra curiosa paradoja.
Bibliografía:
Cohen, Stanley: Visiones del control social. PPU, Barcelona, 1988 (págs. 49-50).