
Según nuestro diccionario, por profesionalidad debe entenderse la cualidad de quien ejerce su actividad con capacidad y aplicación relevantes. En definitiva, de quien realiza su labor de forma muy correcta.
Loable cualidad que se supone, de forma apriorística, existente en cualquiera que ejerza una actividad como profesión.
Sin embargo, y lamentablemente, en muchas más ocasiones de las que sería conveniente la tal cualidad brilla finalmente por su ausencia.
La falta de aptitud y/o de actitud, cuando no de ilusión, auto exigencia, empatía, compromiso, dedicación o, incluso, de ética son hoy bastante comunes. Y lo son tanto que, cuando tienes la fortuna de hallarte ante un correcto profesional, lo aprecias como se aprecia lo poco común.
Parece -de nuevo- que el mundo está al revés: sorprende lo bueno cuando realmente debiera sorprender lo malo o lo simplemente mediocre.
La ausencia de profesionalidad es transversal –como gusta decir hoy-. Nos la muestran desde especialistas en distintas técnicas y ciencias que para solventar un problema (lo que no siempre logran) generan otros más, hasta aquellos representantes políticos corruptos que incumplen sus compromisos electorales y actúan en su propio beneficio y no en el de sus votantes.
No obstante, recientemente he tenido oportunidad de gozar con dos profesionales de nivel. Ello me ha devuelto la esperanza y motivado este breve escrito que, pudiendo parecer más bien un cuento con moraleja incluida, narra unos hechos reales con el objeto de reiterar la importancia de la cualidad que le da título.
Así, hace unos pocos días y al disponerme a abonar el desayuno consumido en un café de la Rambla barcelonesa, encontré a faltar mi chaqueta y obviamente el billetero que había en uno de sus bolsillos.
Esa prenda de vestir no estaba ya en el respaldo de la silla ni en el suelo. Ni estaba ni se la esperaba (rememorando otra frase célebre).
Evidentemente un “amigo de lo ajeno” (dicho de forma amable y por el respeto que le deben merecer a un abogado defensor los delincuentes -clientes en abstracto-) había trabajado.
Ya Marx ironizaba sobre la utilidad de la delincuencia como creadora de riqueza. Sin ella, decía, no existirían policías ni jueces ni carceleros ni vigilantes ni cerrajeros… ni abogados. Lo que yo decía.
Hasta aquí la profesionalidad del autor del hurto era alta. Actuó al descuido y yo ni me enteré, ni se enteraron quienes desayunaban en otras mesas junto a mí.
Se me abría un pequeño camino al calvario: lograr que me fiaran la consumición y no fregar platos, armarse de paciencia en una comisaría para interponer denuncia, anular tarjetas bancarias y solicitar duplicados de DNI, permiso de conducir, carnet de abogado, bla bla.
Bueno, lo de pedir duplicados lo pospuse unos días por si el profesional del hurto, además de ser delincuente (quizás por necesidad) tuviese una muy buena profesionalidad en su forma de ganarse la vida, lo cual no tiene por qué resultar incompatible. Profesionalidad que, en cuanto a capacidad y aplicación, había quedado ya acreditada como se ha dicho, pero que ahora podría completarse, además, con aspectos empáticos e incluso de defensa penal, en su caso. Prosigamos.
Al día siguiente al de los hechos (lenguaje jurídico), en mi buzón de cartas había un comunicado de envío de correos. Personado en la oficina correspondiente recupero mi billetero y todas las tarjetas bien ordenadas en su interior. Eso sí, el dinerillo no estaba.
Un sobresaliente en profesionalidad. En este caso quien sustrajo mi chaqueta solo buscaba dinero –quizás también la chaqueta pues no venía en el sobre de correos- y, tras hacerse con él despreciando el resto de documentos –su segmento no era el de negociar con ellos- no lo hizo de cualquier forma.
No tiró lo despreciado a un lugar en que podría perderse, se deshizo de forma que yo pudiese recuperarlo, metiendo el billetero en un buzón de correos.
Con ello logra, además de deshacerse de una prueba que en caso de detención podría implicarle, mi reconocimiento por evitarme el previsible y ya mencionado camino al calvario y su coste económico. Mi reconocimiento, dentro de la no deseada situación, por el hecho de que pensase en mí para perjudicarme lo mínimo. Puestos a reconocer, quiero creer que la chaqueta no entraba por la boca del buzón.
Y por supuesto logra, en caso de una muy improbable detención y proceso, la aplicación de una atenuante de reparación del daño, aún en su variante analógica.
Toda una muestra de profesionalidad. Muestra a la que, justo es decirlo, debe añadirse la de correos que, localizando el billetero en la saca, averiguó mis señas por la documentación obrante, lo ensobró con un escrito indicando cómo había sido hallado, y me notificó de ello.
Lo dicho, dos profesionales de nivel: el carterista (una persona) y Correos (una entidad y sus empleados). Que cunda el ejemplo en todos quienes ejercen/ejercemos cualquier actividad profesional.