
Un Estado moderno y democrático de derecho se caracteriza por el respeto a los derechos y libertades individuales y colectivas en el seno de un marco legal libre y mayoritariamente auto otorgado, respetuoso con las oportunas declaraciones universales de derechos, etc.

A nadie se le escapa la importancia, en ese terreno, de los procesos de votación/consulta para evidenciar la opinión mayoritaria de la ciudadanía (entendiendo al ciudadano como origen o fuente de todo poder), y en base a la cual deberá regirse el tal estado democrático –sin por ello dejar de considerar también a las minorías-.
Al respecto deseo incidir aquí -de nuevo- en algo que ya expuse en un anterior artículo (“Hablemos de mayorías…realidad o espejismo”) y relativo a la conveniencia de plantearse de qué mayoría o mayorías estamos hablando (silenciosa, manipulable, lograda en base a sistemas electorales perversos, etc.) a los efectos de su correcta consideración; lo que no resulta menor.
También recordar que, asimismo, convendrá plantearse si debe desmitificarse la idea de que todo aquello que se dice “adoptado por la mayoría” resulte ya de una legitimidad indiscutible sea cual fuere el asunto sobre el que se ha debatido.
En relación a ello reproduzco seguidamente unos párrafos del artículo antes citado:
Así -y en primer lugar- se entiende que no cabe decidir por el sistema mayoritario aquello que no admite cuestión. De esta forma resultaría absurdo someter a la decisión de una mayoría cual sea el resultado de sumar dos y dos, o si el verano sucede a la primavera, por poner algún ejemplo.
También parece que no pueda aceptarse el someter a la decisión mayoritaria –y que tal vinculase en aras a la esencia democrática- aspectos tales como si deben dejar de respetarse aquellos derechos humanos consolidados como irrenunciables, por poner otro ejemplo.
Pero es que tampoco en una democracia es legítimo someter cualquier aspecto de los restantes a la decisión de una mayoría. Y ello por cuanto el límite debe venir establecido por las concesiones de parcelas de libertad individual -en aras a la seguridad ofrecida por la vida en sociedad- derivadas del “contrato social” Roussoniano. De someter a la decisión de la mayoría aspectos no renunciados por los sujetos en el precitado e ideal contrato, podría existir un ilimitado control y restricción de libertades -tras manipular adecuadamente a esas mayorías-, que defraudaría las expectativas del “firmante” de aquel acuerdo.
Dicho lo anterior, y en especial los párrafos reproducidos del artículo mencionado, al leer recientemente una columna –que me pareció espléndida- de Marta Roqueta publicada en “El Periódico de Cataluña” bajo el título “Pezones libres”, volví sobre un aspecto que siempre me ha preocupado -añadido a los anteriores- relativo a las cuestiones que, sometidas a votación, permiten determinadas tomas de decisión “democrática”, al amparo de los resultados mayoritarios del proceso.
Roqueta explica que el Ayuntamiento de L’Ametlla del Vallés consultó a las mujeres de la localidad si les permite hacer toples en las piscinas municipales, habida cuenta del conflicto que hubo al respecto el verano pasado, dada la prohibición entonces existente.
Sostiene –razonablemente- Roqueta que, si se trata de que las mujeres decidan sobre su cuerpo, lo mejor sería permitir el toples y así quien quisiera descubrir sus pechos podría hacerlo, en tanto que quien no, podría seguir cubriéndolos como hasta ahora; pero opina la columnista que, con esa consulta, en realidad quien vote por no levantar la prohibición está decidiendo no solo sobre su cuerpo sino sobre el de las demás, atentando a su libertad mientras que mantiene incólume la suya propia. Y no puede parecernos justo.
Esa es la cuestión que me preocupa: que una herramienta como el voto, asociada a la democracia, a la libertad, termine por ser un instrumento para privar –“dopadamente”- de ella al disidente (hablando en general y no ya del caso de la piscina).
Se me dirá, quizás, que esa es la ley en la interpretación de las votaciones, gana la mayoría (simple o en su caso cualificada, según la importancia del asunto), y quien pierde no ve satisfecha su pretensión. Y así es.
Sin embargo, para la sanidad del proceso -y como se dijo- deberá atenderse a la calidad de las mayorías, a un respeto razonable a las minorías, a los temas que pueden y deben someterse a votación –los personalísimos, etc. sin afectación a otros no debieran comprenderse- …..Y sobre todo evitar las votaciones que podrían denominarse del “siempre gana una parte, sin riesgo alguno/asimétricas”. A ellas me refería antes al hablar de “dopadas”.
Esa modalidad que yo entiendo a desterrar es la que, como dije, me inquieta y a la que también se refería Marta Roqueta –que, en su columna, se extiende a otras interesantes reflexiones-. De ahí también la pregunta que brinda el título al presente artículo -“¿Votaciones para todo?”-, a la que respondo con un no.
¿Qué intento expresar con votaciones en que “siempre gana una parte, sin riesgo alguno”?
Simple y llanamente que, ante la posibilidad de votar –por ejemplo entre dos opciones-, quien vote una opción resulte satisfecho tanto si ésta gana como si pierde (ya que no pagará coste alguno por ello). En definitiva intentando ganar no arriesga nada al perder.
Lo adecuado es que quien vote por la opción finalmente ganadora obtenga “ganancia” evitando la “pérdida” que, necesariamente, hubiese padecido de no haber votado esa opción. En definitiva intentando ganar arriesga al perder lo que el contrario entonces gana. Que todos asuman riesgos.
Así, en el ejemplo anterior de consulta sobre el toples en la piscina, si gana la opción de prohibirlo, quienes eso deseaban vencen (logran su deseo), perdiendo quienes deseaban el torso desnudo (penalizadas al tener que cubrirlo). Hasta aquí, bien.
A sensu contrario, si gana la opción de permitirlo ello implica una victoria para quienes, queriendo ir sin cubrirse, podrán hacerlo; sin embargo, no se penaliza a quienes pierden (en la medida en que podrán seguir yendo cubiertas como si hubiesen ganado). Eso comporta un desequilibrio no aceptable. Sólo una parte puede ganar o perder (en ese caso, sin riesgo), ya que la otra puede ganar o perder (pero en ese caso tiene peaje).
El equilibrio se alcanzaría si el resultado comportase la prohibición de acudir a la piscina en toples en caso de prohibición y, en cambio, la obligación de acudir en toples en caso de resultado contrario.
En definitiva, quizás la pregunta no debiera ser “Se puede o no” (ir en toples) sino “se ha de o no se ha de” (ir en toples). Así se superaría el “dopaje” que, en realidad, consigue que el votante de la posible opción vencedora prohibicionista prive de derecho al contrario sin que éste -de haber ganado- hubiese privado derecho alguno a nadie. O lo que es lo mismo: “o todos moros o todos cristianos”.
Cierto, en este supuesto, que siempre resulta mas razonable permitir a cada cual hacer su gusto que obligar a ir semidesnudo a quien no quiere. Pero esto último no sería más absurdo, conceptualmente, que prohibir ir en toples a quien lo desea.
Ello comporta que, en tales supuestos “dopados”, o se elimina el dopaje o se elimina la votación para ese tema (en función de lo que resulte mas razonable) y se sustituye por decisiones lógicas. Por ello, y de nuevo: no votaciones para todo, sin que ello deba entenderse antidemocrático, mas bien al contrario .
Y aunque sólo se trate de un ejemplo, conviene indicar que el tema toples que nos ocupa, no debiera molestar a nadie en una sociedad avanzada. Pero eso ya es otro tema.
En todo caso, del ejemplo se extrae la idea que entiendo extrapolable a multitud de supuestos y que evitaría se aceptasen esas votaciones trampa/dopadas, normalmente utilizadas para refrendar interesadamente el statu quo imperante frente a cualquier cambio “amenazante”.