
Que nuestras sociedades son generadoras de enormes desigualdades a pesar de sus aparentes elevadas cotas de libertad e igualdad personales resulta una obviedad. Que no nos hallamos ante unas sociedades consensuadas sino conflictivas, resulta otra.

Recordemos en primer lugar que la teoría anómica de Merton es, para los estructural-funcionalistas, la explicativa de la conducta desviada en el seno social. Y ello por entender que aquellos sujetos mas carentes de oportunidades legales para el logro de un nivel adecuado de bienestar, serán más propensos que el resto a utilizar otras vías con tal fin.
En base a la correlación entre objetivos a alcanzar, medios legítimos establecidos para ello y oportunidades de acceso a tales medios, aparecen las diferentes reacciones individuales ante los desajustes entre los factores de la correlación. Desde el conformismo, a la innovación (en medios, incluso ilegales), entre otras.
En este entorno, mi apreciado profesor Dr. Roberto Bergalli efectúa una crítica a la precitada teoría –siguiendo, asimismo, a Pavarini- con el siguiente texto:
“La reflexión de Merton sobre la búsqueda de la meta final, supone que los miembros de una sociedad tienen plena fe en las reglas del juego, o sea, que creen que las condiciones mínimas, pero necesarias, para que esa competición tenga lugar están garantizadas; esto es que existe una cierta igualdad formal -aunque no substancial- en el acceso a las oportunidades y a una relativa movilidad social vertical. La difusión de esa creencia -que a su vez exalta el mito del éxito económico a través de la competición- tiende, sin duda, a la conservación del statu quo. En efecto, si se hace creer que todos los integrantes de una sociedad pueden alcanzar la meta final porque a todos, incluso a los que intervienen en condiciones materiales desventajosas, se les garantiza -aunque sea formalmente- el triunfo en la competición, lo que se pretende es la integración de las clases subalternas en el sistema de valores dominantes (valores de trabajo, éxito económico, etc.) .Obviamente, esto conspira contra la formación de una conciencia de clase de los grupos sociales sometidos propiciando un modelo de sociedad consensual”. (Bergalli, Roberto; Bustos, De Sola y otros: El Pensamiento Criminológico I. Ed. Península, Barcelona, 1983, pág. 138).
En todo caso, se propicia un falso modelo de consenso, y a ello volveremos.
Cuando se ha dicho anteriormente que se supone en los miembros de la sociedad la creencia “de que las condiciones mínimas, pero necesarias, para que esa competición tenga lugar están garantizadas; esto es que existe una cierta igualdad formal -aunque no substancial”, conviene recordar, asimismo, a Noam Chomsky cuando mantiene que: “La libertad, cuando no hay oportunidades, es un regalo envenenado; y negarse a proporcionar estas oportunidades es un acto criminal” –pues genera mas desigualdad-. (Capítulo “La democracia de mercado en el sistema neoliberal” del libro que lleva por título La (des)educación -Biblioteca de Bolsillo de Editorial Crítica, Barcelona 2007- y publicado en Le Monde Diplomatique en Septiembre de 2008).
En definitiva, la desigualdad existe –y es patente-, pues de poco sirven las elevadas cotas de libertad sin oportunidades o con oportunidades muy diferentes. Ello generará menos o más estratos de desigualdad, pero desigualdad en suma. Igualdad formal que no substancial como se ha indicado.
En base a ello, muchos individuos quedan sumidos en una posición social desfavorecida, con evidentes déficits, lo que comporta -para ellos- una primera injusticia, contraria a las lícitas expectativas generadas en la ideal firma del contrato social Roussoniano.
Y no únicamente eso, sino que esos estratos desfavorecidos podrán constituirse en “caldos de cultivo” de posibles conductas desviadas e incluso delictivas, como hemos señalado en otras ocasiones.
Así, cuando se habla de “perspectiva sociológica para el estudio de la delincuencia”, no nos referimos al estudio del delito como acto individual (estudio de su autor), pues esto sería psicología, ni tampoco nos referimos al estudio del delito como resultado de la trama legal de la sociedad, pues eso (¿qué es delito, quién es imputable, etc.?) sería Derecho Penal. La perspectiva sociológica da a entender que la delincuencia es un hecho que se da en la sociedad, es un hecho social, y por tanto tiene un triple eje de análisis: ¿cómo la sociedad genera la delincuencia?, ¿cómo la delincuencia repercute en la vida de la sociedad? y ¿cuál y cómo es el mundo de la delincuencia -subcultura, organización-?
Asimismo -y como he indicado también en otras ocasiones- para la Sociología, “socialización” es el aprendizaje social en la capacidad de pensar, sentir y obrar. Las Instituciones (relaciones formalizadas -familia, escuela, trabajo, etc.-), en tanto que vehículo de la cultura, socializan y también regulan, entendiéndose aquí por “regularización” aquel proceso mediante el cual, lo aprendido se “asume y comparte” y es por tanto lo que define a la “normalidad”. Ser “normal” es actuar como todos, compartiendo las formas de pensar, sin distinguirse con excepciones o anormalidades respecto al patrón establecido.
Centrándonos ahora en el cómo la sociedad genera la delincuencia, partamos de que algunas conductas se separan del estándar social. Se trata de las desviaciones y, aquellas que transgreden no sólo los estándares sino las normas penales, constituyen los delitos. ¿Cómo la sociedad genera esas desviaciones? Existen diferentes y conocidas teorías al respecto (anomia, asociación diferencial, oportunidad diferencial, etc.).
Aunque en realidad, y como he repetido en otros textos, deberían estudiarse tanto aquellos comportamientos que se separan de la norma, cómo –y de forma crítica- la génesis de la misma (quién, cómo, por qué la genera). Con ello se concluiría que, en nuestras sociedades no igualitarias, la norma la impone quien tiene el poder para ello y normalmente en defensa de sus intereses y en contra de los de quien puede inquietarlos. En definitiva, estas teorías críticas apuntan a una superación de la desigualdad social, como única solución.
Mientras tal no acontezca, se hace evidente la relatividad de los valores y consecuentemente de la generación de la desviación.
En todo caso y siguiendo las explicaciones de las clásicas teorías sociales antes enunciadas, la propia estructura social genera condiciones que favorecen la desviación social (anomia) y tal desviación -en tanto que hecho social- “se aprende” a través de las subculturas sociales, organizaciones delictivas, pandillas, etc. (asociación diferencial). Y por tanto lo más lógico será que se aprenda más desviación allí donde las condiciones socio-culturales y económicas, sean peores (oportunidad diferencial).
Nos estamos centrando en los entornos deprimidos como los más propensos a generar delincuencia, si bien esa desviación extrema tiene también lugar en otros ámbitos distintos (generando crímenes económicos y sociales, etc.). Sin embargo es esa marginalidad la mayoritariamente visible como atrapada por el sistema de control, en prisiones, etc. De ahí su señalamiento.
También hemos realzado la teoría anómica pues en ella parece darse por supuesto y entendido –a nivel general- que los medios para alcanzar los fines “consensuados” sirven y son accesibles a todos los ciudadanos y, por ello, son estándares y legítimos. Esta teoría parte pues del consenso, entendiendo que todos los sujetos tienen las mismas posibilidades, y ello no es cierto, dado que aquéllos se hallan desigualmente ubicados en el sistema social. Se trata, como se dijo de un falso consenso, y ello es lo que deseamos remarcar justamente al citar a Merton, abriendo el camino al conflicto entre desfavorecidos y privilegiados.
Éste, en su análisis, indica que en esa sociedad competitiva, la mayoría de los sujetos es conformista (consensúa) y la minoría disconforme la componen los ritualistas, retraídos, innovadores, etc. que se desvían. Sigue defendiendo el consenso general.
Pero la realidad es que nos hallamos ante una sociedad conflictual, por mucho maquillaje democrático que exista, al margen de que entiendo no se puede exigir legítimamente el conformismo Mertoniano, pues ello constituiría solicitar conductas más o menos “heroicas” de renuncia a los objetivos proclamados como convenientes.
Habiendo convenido, por tanto, que muchos individuos quedan sumidos en una posición social desfavorecida, lo que comporta -para ellos- una primera injusticia, el tema no concluye ahí.
Cabe la posibilidad de que, no bastando con esa primera, venga –si cometen alguna desviación- una segunda “injusticia” (no vivida así por los “normales” –ciudadanos no desviados de lo normal que entienden lícito combatir el delito y sus efectos sin entrar en cuales pudieran ser algunas de sus causas-), pero que lo es.
Y quizás un primer paso a dar sería el de la justa evitación de esa “segunda injusticia (sobrevenida)”. De ese llover sobre mojado
Esa segunda “injusticia” (a la que me place bautizar también como la exigencia de “poner la otra mejilla”) no es otra que la de castigar a aquellos que, sufriendo ya la primera injusticia (la cuasi-determinación a una ubicación social deficitaria y de marginalidad generada por parte de los “normales”), actúan desde los valores adquiridos precisamente en esa ubicación desfavorecida, de forma que deviene molesta para aquellos que justamente determinaron –por acción u omisión- esa situación social: los “normales”.
No parece lógico que la primera injusticia genere además -sin mayor cuestionamiento- una segunda. Si la conducta es inconveniente, no podemos olvidar que, en su caso, es quizás fruto de la injusticia primaria y, por ello, la causa no está únicamente en el presunto desviado, al que por tanto no cabrá culpar en exclusiva –“chivo expiatorio”, como citaba en otro artículo bajo el título “De quien es la culpa?”-, evitándose así esa “injusticia” sobrevenida a la primera.
Si soportamos la primera injusticia y nada hacemos por evitarla –lo que resulta grave-, en ese contexto deberemos poder hallar -para quienes se desvían de la norma- los elementos que puedan generar causas de inculpabilidad tales como los condicionantes socio-culturales. ¡Como mínimo eso!
Y en el límite, el “no castigo” de esas conductas -peligrosas para los mejor ubicados- sería a su vez el castigo de éstos por el mantenimiento de la injusticia primera.
Esa “doble injusticia” me trae a la memoria una historia contada por una amiga guineo-ecuatorial, -que reproduzco en múltiples ocasiones- relativa a los “fang”, en que se evita –en un entorno familiar- la segunda injusticia citada. Reza así:
“Un hombre se quería divorciar de su mujer, porque fumaba como un carretero y bebía como un cosaco. Ella no estaba de acuerdo con el divorcio y juraba que no se lo iba a conceder.
Al preguntarle por qué se negaba después de haber oído las acusaciones contra ella, dijo: yo me casé, mejor dicho me casaron de pequeña con este hombre –un hombre podía pactar el matrimonio con la hija que estaba aún en el vientre de la esposa de un amigo- y llegué a él sin haber visto cigarrillo alguno ni probado un vaso de vino.
Comenzó a mandarme a por cigarrillos –se suelen vender sueltos– y desde el abaá (lugar de la casa ocupado por los hombres) me pedía que le encendiera uno desde mi cocina (lugar en donde estaban las mujeres y único en que existía lumbre) y que se lo llevara. Aprendí a aspirar para encenderlo; con el vino pasaba otro tanto: tenía que probarlo un poco para que no me lo dieran aguado. Y así, día tras otro, año tras año, cuando ya me he aficionado a esas cosas, a fuerza de encender y catar, pretende que me vuelva a mi pueblo por inservible. Señoría, no creo que sea justo y además por el tiempo que llevo aquí tampoco tengo otro pueblo. Al hombre le denegaron el divorcio” (¡evitando con ello la injusticia sobrevenida a la de haber introducido a la esposa en el vicio del tabaco y del alcohol!)
Parece bueno conectar en esa onda.