
Cinco cosas que los estudios de PhD enseñan para sobrellevar el distanciamiento social.
Muchas de las experiencias que he vivido han ocurrido por accidente, sin mediar ningún mérito en particular. Hacer un doctorado fue una ellas.
Aunque escribir es una tarea solitaria, la escritura no brota únicamente del estar solo. Cuando comencé, hace ya 10 largos años, tuve una idea somera de cómo sería mi tesis en tanto creación, sobre qué quería escribir, hacia dónde quería reorientar mi carrera, etc.; pero nunca supe que el proceso sería como fue. Ahí es donde quiero detenerme.

Quien sobrevive a un doctorado –sobre todo si es en humanidades o ciencias sociales– sobrevivirá con creces al distanciamiento social. Incluso, posiblemente, lo disfrute. Pasamos cinco años, o más, alejados del mundo, en retiro, en pijama.
Pocas cosas nos habrán sacado de casa, probablemente apenas unas cuantas visitas a la biblioteca o una expedición semanal para obtener comida, cuando salir no puede sino acompañarse de una sensación casi patológica de culpa por no estar leyendo o escribiendo. Aún si cuando estamos en casa no estemos siempre leyendo o escribiendo.
Pero el estado de encierro es algo muy enigmático. Los cambios en el humor se hacen más notorios, todo parece más atractivo que lo que se supone que deberíamos estar haciendo, y a veces también sobreviene el tedio. En gran parte de mi tesis, que en su mayoría fue un compilado de artículos, quise comunicar no sólo unos resultados científicos, sino también mi vivo entusiasmo por la escritura, de conectarme con mi audiencia –más imaginaria que real– a través del texto. Pero a pesar de ese entusiasmo, de alguna forma el proceso, que es tan profundamente personal y solitario, requiere a la larga de ciertas astucias, o al menos un estado mental para sobrellevar el distanciamiento social. Y eso es una gran preparación para momentos como éste, lo que intentaré resumir en cinco puntos.
- Quizás la más obvia de las acciones a las que recurrimos para no enloquecer, que es a la vez algo tan esencial, es cocinar. Los alimentos siempre han jugado un papel muy importante en la historia mi vida, en la forma en que me relaciono con los demás a través de las comidas; no en cuanto a ir a restaurantes acreditados o celebrar grandes banquetes, pero sí en cuanto a ingredientes y preparaciones, a formas de cocinar o de comer que se conectan con algún episodio en particular.
Quienes me conocen desde cerca saben de mi relación tan íntima con los alimentos, pues, en esencia, el leer es muy compatible con el comer. Así como escribir es a cocinar. Recuerdo con claridad dónde estaba cuando escribí cada uno de los capítulos –tuve un supervisor muy comprensivo, a quien no le importó si me ausentaba unos seis meses, escribiendo en alguna cabaña en un lugar perdido en el mapa– y lo que cocinaba más a menudo en esa época, cuando descubría algún ingrediente nuevo y quería cocinar todo con ese ingrediente.
De entre las preparaciones más significativas, atesoro las que encontraba por casualidad en algún recorte de revista antigua y las que forman parte de las tradiciones locales de mi lugar de reclusión.
Reconfiguring Patterns of Power, por ejemplo, es no sólo un relato sobre las enfermeras y el poder; es también un marcapáginas en mi propia historia social del pan. Oficio que aprendí de mi padre, hornear pan es uno de los signos más definitorios de la vida de hogar para mí.
En ese entonces tuve una verdadera obsesión con distintas formas de preparar pan en la edad media, la preparación de la levadura natural, de las texturas y granos; pero quizás la que más dejó huellas en mi repertorio es el pan a la cerveza. ¡Una gran ventaja de vivir en un país cervecero! Amasar enérgicamente (aunque no es estrictamente requerido en mi versión de este pan) puede ser muy terapéutico luego de recibir una carta de rechazo de una revista.
Felizmente, la receta está disponible en este repositorio en caso de requerir terapia: https://www.nigella.com/recipes/members/riayalas-belgian-beer-bread. Mi compañera de casa en ese entonces, Myriam, me preparaba tostadas cuando sabía que estaba pasando por un periodo de escritura intensiva. A otras grandes personas, en torno a las tostadas, debo grandes momentos de inspiración. Como dice el gran Nigel Slater, ‘es imposible no querer a alguien que te hace tostadas’. En otras ocasiones, lo gratificante viene de dejarse ir por unos veinte minutos en algo tan hipnóticamente repetitivo como preparar risotto. O de saltear trozos de carne, agregar verduras y vaciar media botella de vino –o lo que es lo mismo, un trabajo que toma un momento– para luego permitir a la cacerola una muy larga siesta en el horno, tiempo que dejo para mí mismo. Una de mis autoras feministas de cabecera siempre dice: “la cocina no es necesariamente un lugar del cual escapar, sino un lugar hacia el cual escapar”. Muy cierto.
Cuando sea que haya niños en casa me pongo contento. Sobre todo, si son mis sobrinos. De ellos aprendí dos cosas: uno, que cuando se les involucra en la preparación de los alimentos, tienen menos desconfianza de probar ‘comidas de adultos’; y dos, que un niño puede comer cada una hora sin tener hambre ni remordimiento.
A eso le siguieron preparaciones dulces. Hay casas en las que no pueden faltar flores; en la mía no puede faltar harina, huevos y mantequilla. No por alguna afición particular por los pasteles; pero aprendí de Julie Powell, en el momento justo, que hay algo tan reconfortante en hornear un pastel, que al final de un mal día lo único que puede levantar la moral es la seguridad de que, al cabo de 40 minutos, un pastel siempre subirá.
- Quienes trabajan desde casa lo saben. distintos estados de ánimo requieren música diferente. Quizás algunos recuerden que estudié formalmente música y que la practiqué como actividad para-profesional durante años, en algunos periodos también como oficio principal.
Por este historial, podría parecer extraño que durante gran parte de mis días de encierro la música no fue un elemento tan esencial. Conozco muchos que son adeptos a ciertos cantantes o bandas, conocen de memoria sus canciones, saben detalles de su vida personal y hasta han ido a sus conciertos. Yo, en cambio, soy un gran consumidor de podcasts.
Me gusta oír gente hablando, prestar atención a las palabras que emplean, a las pausas que hacen, a sus recursos expresivos, a la longitud de sus frases, a su entonación. Ésa es, de alguna manera, mi música. Como el canto, el habla ciertamente produce una socialidad en la acción colectiva.
Tiene una cierta musicalidad en cada lengua y dialecto, pero también unos códigos de correspondencia, como en una sinfonía. Tanto me concentro en esos detalles, que a veces me pierdo el contenido de lo que se dice. Pero, a diferencia de las conferencias en vivo, el podcast permite volver una y otra vez para escucharlo de distintas formas.
De algún modo, la música, en su sentido más convencional, sigue presente en distintas cosas que hago, en momentos determinados. La sociología de las emociones no es precisamente una explicación en base a un fenómeno involuntario interno al individuo, sino una en que las emociones son canales o medios con que nos relacionamos con el mundo social, en este caso, con las tareas que realizamos o con otras personas involucradas. En eso es importante reconocer que tras el desarrollo de una tarea subyacen las emociones que surgen de la curiosidad, de una tensión interna por un problema a resolver, etcétera.
Básicamente, tengo cuatro ‘géneros’ musicales para el trabajo en casa. Hay la música de la mañana con mente despejada, la de leer documentos aburridos (de ésos hay muchos), la del deadline y la de las buenas noticias.
Cuando digo ‘mañana’ me refiero a la primera parte de mi día, cualquiera sea la hora en que comience. A veces no coincide con lo que el resto del mundo considera como la mañana, pero el punto es el mismo. Sé de personas que están al cuidado de los hijos en casa durante el confinamiento, por lo que comienzan a trabajar a las cuatro de la madrugada, para que cuando despierten los niños, a eso de las ocho y treinta, ya han avanzado bastante con sus cosas.
Empatizo mucho con ellos. Hasta cierto punto eso les da un sentimiento de ‘vanguardia’ al saber que hay trabajo que se está haciendo mientras los demás ‘pierden su tiempo durmiendo’; en ese momento escucharía algo como La Mañana (Edvard Grieg), que todos conocemos, aunque tal vez no por su nombre.
La parte en [00:55] representa para mí la iluminación, la claridad mental, la concentración a ritmo sosegado, al mismo ritmo que –imagino– se abre camino un barco entre los fiordos noruegos al amanecer. También podrían estar ahí Good Bye Lenin! (Yann Tiersen), Wicked Games (Chris Isaak) o alguna versión orquestada de Astor Piazzola. Pero, como sea, mi mañana, como mi noche, requiere un ritmo reposado que acompañe un estado más contemplativo.
Música para leer documentos aburridos se puede encontrar fácilmente. Son temas que se pueden digerir sin dificultad y distraen poco; ideal si los documentos requieren cierta concentración. Casi siempre sería, en mi caso, alguna estación de radio de jazz o bossa nova. También es tranquilo, ma non troppo. Algo muy importante es que en circunstancias de trabajo jamás quemaría la música que me conecta con momentos personales, emotivos, especiales, como The Cure, Blur o The Smiths; hubo un tiempo en que lo hice, hace unos años. Gran error. Estoy feliz de haber devuelto esa música especial a la cajita especial que se merece.
El género deadline, en cambio, sería inconfundiblemente Hey Boy, Hey Girl (Chemical Brothers) o algo en ese lado del espectro. Por supuesto, ése no es el ritmo que querría para editar un manuscrito antes de enviarlo a alguna revista –escribir y editar son tareas que requieren actitudes mentales distintas– pero sí el que me funciona para escribir el grueso de un documento.
Hay aspectos especiales en la escritura que requieren cierta sensibilidad particular, como cuando se transcriben entrevistas. Eso no entraría aquí, sino en el género de mente despejada.
Miguel Ortíz fue quien una vez dijo ‘que la música sea el plato de fondo’. A veces usamos la música para inducir ciertos estados de ánimo, en lugar de acompañarlos; pero lo que es más, le damos una función utilitaria, es el soundtrack de algo que ocurre, pero nunca es lo que ocurre. Cuando hay ciertos logros –seguramente más numerosos de lo que creemos, pues casi siempre se festejan logros que cumplen expectativas externas– es bueno detenerse, celebrarse, premiarse. Aquí, la música es esencial, requiere escucharla atentamente. Para ese momento cierro todo y no hago más el resto del día.
Tiendo a escuchar canciones italianas que evocan el mar, el verano, la alegría; probablemente L’Estate Addosso (Jovanotti) o 50mila (Nina Zilli). Pero hay algo más en la música italiana: la reminiscencia de la buena mesa.
- Cada año conozco más gente que trabaja en pijama. Y en esto –soy consciente– estamos entrando en un territorio más disputado. Tengo más pijamas que camisas formales, lo cual es muy revelador de cierto desenfado con que me tomo el trabajo; algunos en realidad son camisetas que heredé de amigos cercanos, aunque a veces sólo uso la parte de arriba para dormir.
Tengo aún más dificultades para identificar un estilo que sea como una ‘ropa de trabajo’ del sociólogo. De Goffman nos llega la idea de que la vestimenta de trabajo, sobre todo un uniforme, externaliza el personaje que estamos encarnando en ese momento, como forma de presentación en la vida en sociedad, o en un sentido más institucional, de estar disponible para realizar el trabajo que realizamos, de aceptar sus reglas y someterse a sus dispositivos de control. Para mí al menos, trabajar en pijama permite contrarrestar (y contestar) la ‘siempre disponiblidad’ que inducen los medios digitales, que, sumado a la competencia tácita en el mundo del homo academicus, termina en que muchos investigadores trabajan los fines de semana, leen emails y algunos incluso responden.
Para otras personas, en cambio, es precisamente esa intercambiabilidad de roles en el sentido goffmaniano lo que le hace imposible trabajar en pijama o, por lo bajo, pueden leer pero no escribir. Otros necesitan levantarse, bañarse y ponerse ropa de calle para sentirse más ‘productivos’ o al menos más enfocados en el trabajo. Con eso marcan un límite más nítido entre la vida personal y la vida laboral, sobre todo cuando el trabajo debe engranar con los ritmos y actividades de otras personas en casa, y cuando al espacio privado del hogar entra la presencia de otros compañeros y jefes a través de innumerables, y a veces innecesarias, videoconferencias.
El pijama tiene un armazón flexible, a menudo hecho de una tela suave, respirable y que permite cierta amplitud de movimiento. Es fácil que pueda inducir un estado de letargo, sobre todo sin deadlines cercanos. Al menos, al leer esto, cada quien podrá decidir lo que más le convenga.
- Las críticas intergeneracionales tienden a ser muy duras a veces. Yo crecí y me desarrollé con los valores de la generación millennial. Técnicamente esa generación comienza en 1980, pero siendo del ’77 tengo mucho más en común con mi hermano, o a quien considero funcionalmente como mi hermano (’80), y con mi hermana menor (’88) que con mis primos mayores.
A esta generación se le atribuye un individualismo exacerbado, no sin fundadas razones, que se expresa en cuestionamientos fuertes a los sistemas de vida tradicionales, al mundo del trabajo estructurado y a las instituciones en general, y en una aparente necesidad de estar solos.
Y aunque antagonizar individualismo y comunitarismo sea en realidad una falacia, el tiempo para estar consigo mismo es crucial; es necesario el espacio para el silencio, la tranquilidad, la calma, la soledad, incluso para el aburrimiento. Cuando estamos a solas, no estamos forzosamente haciendo ‘nada’, estamos reflexionando o, convenientemente, tomando un respiro del mundo digital.
Cierto, para las familias con hijos es más fácil decirlo que hacerlo. Pero ni siquiera las familias cohesivas hacen todo juntos, así como los espacios personales no siempre requieren áreas físicas extensas. A veces será un sillón en un pequeño rincón, el espacio de la mesa del comedor donde estamos trabajando, un ángulo en el balcón o simplemente la habitación. Los audífonos pueden ser una señal externa de que no queremos interrupciones porque estamos pensando reflexivamente sobre algo o estamos escuchando algo importante (incluso si en realidad no estamos escuchando nada). Los niños aprenden a muy temprana edad a leer símbolos; saben bien dónde y cuándo no entrar a un lugar, por ejemplo.
Pero también lo hacemos los adultos. En mi pequeño estudio en las afueras de Bruselas, junto a un bosque, entre mi compañera y yo había un acuerdo tácito de no golpear a la puerta del otro si ésta estaba cerrada, y siempre fuimos muy respetuosos de esos códigos. Sea porque estamos recostados mirando al techo sin hacer nada, sea porque estamos concentrados leyendo o escribiendo. O, simplemente, como diría E. Goffman, porque todas nuestras interacciones son actuaciones, son personajes; y estar siempre encarnando cierto personaje es desgastante.
Abrí esta columna diciendo que vivir cinco años en distanciamiento social voluntario para hacer un doctorado, y sobrevivir a las exigencias, no fue por ningún mérito en particular. Aunque lo sigo sosteniendo, fue en el proceso, en el oficio de sociólogo, donde mi self personal y mi self de trabajo, en lugar de colisionar, se hicieron más armónicos. Fue cuando aprendí que, pese a todo, en confinamiento también se puede vivir.