
Cuando en el marco de la pandemia del covid-19 se decretaron el estado de alarma y posterior confinamiento, numerosas voces se alzaron en contra. Y ello aún admitiendo que, ante una situación de grave peligro para la salud y la vida, se pueden justificar determinadas medidas extraordinarias.
Unas de esas voces fueron para cuestionar la legalidad de esa medida de reclusión domiciliaria que tan sólo un estado de excepción podría amparar (cuando no se trata de una mera limitación parcial del derecho a la libertad de deambulación).
Otras, y ese es el aspecto que me interesa, para defender la dignidad del individuo como sujeto libre y responsable que, consecuentemente, no precisa tutela/control coercitivo a través de políticas paternalistas por parte del Estado, las cuales comportan considerarlo como un simple objeto merecedor de protección. Y ello al margen de entrar, si quiera, a cuestionar si tal protección nace del valor otorgado al sujeto en sí mismo, o como pieza –que es- del engranaje capitalista.

Lo ideal sería, lógicamente, que ese ciudadano libre, crítico, responsable, formado e informado y solidario con sus semejantes adoptase, por sí mismo, aquellas medidas racionalmente adecuadas a cada situación con la que se enfrente y que, llegado el caso, asumiese las consecuencias de sus posibles irracionalidades.
Libertad de ese ciudadano –ante cada escenario social- para tomar medidas entendidas honestamente como las adecuadas (tanto para sí como para los demás) y la consecuente asunción de responsabilidad respecto a las consecuencias nocivas derivadas de no tomarlas.
Es preciso destacar que no existen responsabilidades derivadas de comportamientos llevados a término sin ninguna libertad.
El Estado, con sus actitudes tuitivas, está poniendo en duda la capacidad de sus ciudadanos para auto-determinarse, atentando –por tanto- a la dignidad de éstos. Y ello independientemente de que la intención de tal actitud paternal sea benéfica o no.
Los ciudadanos son seres adultos y por ello votan en democracia y deciden. No en vano, todos los poderes del Estado proceden del conjunto de la ciudadanía o pueblo.
¿Qué derecho tiene, pues, el Estado para tratar de esa forma a sus ciudadanos?
Conceptualmente –restaremos en esa sede-, y en puridad, no se me alcanza ninguna razón; legalmente se han establecido determinadas excepciones para restringir derechos e imponer decisiones de forma extrema, cuando la situación es muy grave o el propio Estado corre riesgo (estados de alarma y excepción).
Sin embargo, en la fase inicial de la pandemia, el Gobierno del Estado asumió ese rol de tutela, paternal, por “nuestro bien” (y no discuto lo conveniente de las medidas que adoptó), en lugar de informarnos de la situación, riesgos y medidas entendidas como idóneas (y su por qué) confiando en que, gracias a nuestro sentido común y de la responsabilidad, las adoptásemos libre y voluntariamente.
No confió en nosotros (y posiblemente razón no le faltaba visto lo visto, pero hablamos conceptualmente). No apreció nuestra madurez y libertad responsable. Prefirió imponernos las precitadas medidas.
Hasta aquí podríamos criticar esta opción en base a lo argumentado en relación a la dignidad del ciudadano -o no- pero, en todo caso, es la postura que tomaron nuestros dirigentes, que –como todas- convendrá no sea variada según intereses más o menos inconfesables, lo que merecería una mayor crítica.
Sucede, no obstante, que llegados a determinado punto (ciertamente, con una situación mejorada, que no solventada), nos imponen un plan de desescalada en las medidas preventivas de la pandemia, que se ha convertido en un apresurado descenso en rápel.
Todo ello motivado por un innegable y claro sometimiento de los intereses sanitarios de la ciudadanía a los económicos de las élites, propio del sistema neoliberal y de capitalismo global y criminal imperante (me refiero a los crímenes socio-económicos).
Y, ahora sí, los gobernantes abandonan en gran medida su actitud de padre protector y enérgico, para dejar en manos de los ciudadanos –respecto a los cuales, curiosamente, pasa ahora a tener confianza- el que libre y voluntariamente sigan las indicaciones a ellos trasladadas –entendidas como correctas- y logren, de tal manera, la superación de la crisis gracias a su sentido de la responsabilidad que, en este justo momento, se les viene a reconocer.
Simplificando: de la responsabilidad del Gobierno a la de los ciudadanos. Y digo simplificando pues es obvio que son conjuntas, pero ahora conviene seguir el argumento.
Podríamos sostener que ese reconocimiento a la plena responsabilidad ciudadana enmascara el pase de una “patata caliente” a la ciudadanía.
Y digo “patata caliente”, pues esa responsabilidad que siempre existió pero no era reconocida (por la actitud tuitiva), pasa ahora a reconocerse traspasando, de tal forma, la culpa/”patata” de un posible rebrote vírico (que cuenta con muchísimos números para producirse, tal y como se ha gestionado la denominada desescalada) al ciudadano.
La censurable maniobra estriba en encubrir la conducta irresponsable por parte de quienes –en favor de la economía- han arriesgado la salud de todos, generando por su precipitación una situación de alto riesgo con posibles y desastrosos resultados, pasando a culpar –en su caso- de éstos a la ciudadanía reprochándole, genéricamente, no haber actuado como debía.
Quienes se autoproclamaban como modelo de responsabilidad, considerando a los ciudadanos “de a pié” incapaces de actuar de forma también responsable si se les da la libertad de acción –y que por ello pensaban y decidían en nombre de tales “irresponsables de a pié”-, pasan ahora a tomar decisiones irresponsables (dado que la pandemia no se ha vencido ni mucho menos) y a hacer responsables de todo lo que ahora suceda a quienes, antes, eran considerados incapaces de serlo.
Menuda maniobra y paradoja la de esas responsabilidades e irresponsabilidades cambiantes según conveniencia.
Y si bien a nadie se le escapa que se dan unas y otras en dirigentes y en dirigidos, no es menos cierto que conviene evidenciar –y este es el caso, creo- los supuestos en que esos cambios de discurso obedecen a intereses poco confesables tales como se dijo.
La economía es importante, pero la vida y la salud lo son más. Todos de acuerdo. Pero llega un momento en que el poder económico –el verdadero poder- se impone y se subvierte el lema. Y como parece “políticamente incorrecto” verbalizar el resultante… a maniobrar se ha dicho. Aunque sea burdamente… que, aquí, parece valer todo.