
El otro día me tropecé en la biblioteca de casa con un texto que me hizo evocar tiempos muy lejanos ya. Estoy hablando de “El jarrón azul” de Peter B. Kyne.
Se trata de un conocido y clásico texto de motivación para “forjar” a sujetos incansables, que no se desanimen; en definitiva, que resulten “inaccesibles al desaliento”.

Convendrá aquí -para quienes no conozcan la obra- reproducir la reseña habitual que, sobre la misma, puede encontrarse en los medios:
“Una obra imprescindible, motivadora y conmovedora que nos descubre la historia de aquel que no se da por vencido, y que lucha en contra de las adversidades, logrando con persistencia y disciplina alcanzar su objetivo.”El Jarrón Azul”, relato ameno que no pierde vigencia y cuyo título original “The Go-Getter”, narra la historia de William Peck, un joven a quien, aparentemente, la vida ha puesto en desventaja frente a los demás, pero que a fuerza de seguir su instinto y coraje, y una buena dosis de fortaleza interna, logra convertirse en el número uno. Después de leer este breve y motivador libro, sin duda usted también dirá: ¡Lo haré!”.
La historia narrada en el texto que nos ocupa versa sobre la prueba a que es sometido el candidato a un importante puesto vacante de una gran empresa.
En esencia la prueba, enmascarada bajo la solicitud de un favor personal muy importante, consistía en adquirir un jarrón de color azul expuesto en determinado establecimiento comercial.
El tal jarrón debía entregárselo a quien le pidió el favor antes de que éste tomase -en unas horas- un tren para visitar a una amistad (que iba a ser la destinataria de ese objeto, como obsequio).
El encargo estaba envenenado, pero el aspirante tenía antídotos a ese veneno.
Así, la dirección del comercio era errónea, pero nuestro hombre se pateó la zona hasta hallarlo.
Entonces comprobó que estaba cerrado, pero localizó telefónicamente -en base al rótulo- al propietario. Debe decirse que el rótulo era falso y que, por ello, el primer intento de localización –con bastantes llamadas a personas de idénticos apellidos en la guía de un hotel cercano- resultó infructuoso.
Por ello volvió al lugar a verificar si había errado al anotar el dato, convenciéndose de que así había sucedido pues el nombre era algo distinto –ya alguien había cambiado el rótulo falso por el correcto- y con tal segundo nombre localizó definitivamente al propietario.
Propietario que, según quien le atendió la llamada, se hallaba en otro domicilio del que también localizó el teléfono para, finalmente, hablar con quien deseaba y pedirle que le vendiese el dichoso jarrón.
Ante la insistencia, el propietario le facilitó el contacto con el encargado para que le abriese el comercio y realizase la venta.
Pero eso no era todo, el precio resultó muy elevado –contrariamente a lo que le habían indicado, acordando que lo pagase de su bolsillo y que ya le sería reembolsado posteriormente su importe-. Nuestro hombre no se amilanó. Dejó en prenda un anillo.
Con todo ese trajín llegó tarde para la entrega y el tren en que viajaba quien le pidió el favor había partido hacia pocos minutos.
Sin embargo nuestro ya, para mí, héroe le dio alcance con su coche, lo superó y se cruzó en la vía haciendo señales de que parase con una antorcha…. Y menos mal que aquí termina la historia, que si no…
Tranquilos, el tren paró. Y, al entregar el jarrón, recibió las disculpas por la prueba y, naturalmente, el acceso al puesto vacante.
No cabe duda que, para cualquier persona, resultan convenientes los valores que evidencia –quizás exageradamente- la historia narrada.
Valores deseables, también, en cualquier profesional –y cómo no en la abogacía- esos vistos de constancia, perseverancia, lucha, carencia de desánimo, resistencia a la frustración, sentido del cumplimiento del deber, de concluir lo iniciado, etc. Y ello sin olvidar otros como la solidaridad, honradez, etc.
¡¡Cuanto los encontramos a faltar en esta sociedad de “lactantes vitalicios” en que se ha convertido la nuestra!!
La época a la que me transportó el “tropezón” con ese librito es la de algo más de una cincuentena de primaveras atrás, cuando justamente realizaba un curso selectivo de acceso y capacitación a una empresa multinacional informática (eso fue antes de mi descubrimiento del mundo del Derecho). De aquella época data el viejo llavero (mostrado por una de las imágenes que ilustran este escrito) que se nos entregó al concluir el mencionado curso, mientras que la otra imagen ilustrativa -que también aparece- viene referida a la carátula de la obra que comentamos y corresponde a un ejemplar de la misma adquirido hace años -como recuerdo- al haber extraviado el que se nos ofreció en aquél mismo curso como muestra/ejemplo -muy yanqui- de perseverancia en el logro de todos nuestros objetivos. Fue aquella una buena época, se nos formaba, se confiaba en nosotros, se nos daba libertad de acción, se nos respetaba, consideraba y, consecuentemente, se nos exigía plena responsabilidad y cumplimiento, que asumíamos gustosos.

Tras el anterior desahogo nostálgico, es obligado justificar el título del presente artículo.
El libro “El jarrón azul” anima a incorporar unos valores que estimo muy necesarios –sin que resulte preciso alcanzar grados de heroísmo-, y eso lo entiendo bueno.
Pero cuidado con el mensaje simbolizado por ese mismo jarrón, que puede llegar a resultar perverso, si no se entiende como debe, en la realización de tareas en que deban intervenir diferentes actores de forma más o menos conjunta/secuencial y me voy a explicar.
Así, en mis setenta y algo años de vida he venido constatando -en demasiadas ocasiones- la perversión de la idea que destila el bendito jarrón y que constituye una trampa para el chivo expiatorio de siempre; éste debe soportar todo “el peso y sombra del jarrón” mientras que otros, y en virtud de la doctrina emanada del mismo florero, se columpian desplazando la carga al pobre chivo de marras. El espíritu del jarrón debe ser para todos o no ser.
Veamos: imaginemos que la prueba de la historia -antes narrada- es ahora la de una actividad profesional en la que un responsable de taller mecánico, le indica al aprendiz que se desplace a una central de repuestos a por determinada pieza que se precisa en una reparación.
Lógicamente un comportamiento “guerrero” del aprendiz ante el fallo de quien le realizó el encargo en la indicación de la dirección de la central de repuestos, en el importe, etc. resolvería los problemas y todo terminaría de forma exitosa. Bravo por el aprendiz.
No obstante la realidad es que, con tal meritoria acción del último actor/eslabón de la cadena –el tal aprendiz-, se enmascararía también la desidia y errores de quien se la encargó –el responsable del taller- y eso no es bueno. El conjunto de la cadena ha funcionado, aunque todo el peso lo ha soportado ese postrer eslabón.
Pero sigamos e imaginemos que, además, el aprendiz adquiere una pieza equivocada y que, por ello, el mecánico del taller al ir a instalarla deba efectuar determinados ajustes adicionales para lograrlo, evitando así males mayores (al no admitirse devoluciones en la central de repuestos, etc.). Bravo, a su vez, por ese mecánico que con su iniciativa, empuje y ansias de superar problemas logra que todo termine bien; quizás con mayores esfuerzos, pero mejor que si las dificultades no se hubiesen superado.
De nuevo la realidad sigue siendo que, con esa oportuna acción, se enmascaran las fallidas de los dos actores anteriores. La cadena de actores/actividades es en su conjunto desastrosa, pero el fuerte y último eslabón la salva.
Obviamente ese espíritu superador de obstáculos que aparece en determinados actores es en sí deseable, pues resuelve problemas. Pero cuando esos problemas no obedecen a errores puntuales –y por tanto admisibles- de otros, sino a que esos otros se relajan sistemáticamente en la confianza de que siempre habrá quien, fiel a la idea del jarrón azul, subsanará el tema, la cuestión deviene perversa.
Entonces, alguien “utiliza el jarrón azul en su beneficio, a costa de otros”.
Ese “yo lo haré” cuando otros implicados en el proyecto se posicionan en un “yo no lo haré porque alguno -más honestamente convencido del “mensaje jarronil”- lo hará”, no es lo que se pretende.
No es de recibo el engaño derivado de la utilización perversa del mensaje que nos ocupa (“lo haré”) encaminado, como de costumbre, a que los más honestos (y también crédulos) carguen con todo y encima sean considerados como el “tonto útil”
En definitiva, bien por el jarrón azul si es para todos pues entonces resulta –además- justo, pero cuidado con él si se utiliza para permitir/encubrir fallas y desintereses de unos.
O para todos o para ninguno y que, en este segundo supuesto, queden al descubierto las fallas del proceso no subsanadas por el sobreesfuerzo de nadie. Y de tal forma sean corregidas.