
A pesar de que el -ya viejo y tradicional- debate sobre el mantenimiento o no de la pena capital ha venido abocando, afortunadamente, a su extinción al pesar más los argumentos esgrimidos en su contra que a su favor y prosperar –además- la óptica conceptual/ ética y humanitaria, es de ver que aún se halla presente la tal pena en demasiados lugares, y en otros se reivindica -por algunos sectores reaccionarios- su restauración ante sucesos que lesionan con extrema gravedad determinados bienes jurídicos, generando con ello un elevado grado de alarma.
Ante ello, y en defensa de la interdicción de esa pena, entiendo que nunca resulta superfluo el resumir algunos de los motivos para ello.
No obstante y previo a exponerlos someramente conviene reconocer que, ciertamente, la pena de muerte se ubica en el entorno de una justicia retributiva (se impone un castigo al delincuente en respuesta a su delito) que se acoge a la Ley del Talión (la pena impuesta al delincuente debe ser de igual magnitud al daño ocasionado por éste -en definitiva, el famoso “ojo por ojo y diente por diente”-), lo que no deja de ser del todo justo, si bien con una clara connotación de venganza que, en determinados supuestos y como se dirá, puede apaciguar los ánimos de quienes han sufrido por las consecuencias de la acción punible.
Por otro lado, la pena capital haciendo honor a aquello de que “muerto el perro se acabaron las pulgas”, es una solución drástica al no sólo neutralizar al culpable condenado –sacarlo de la circulación-, sino eliminarlo del todo. Ese sujeto no volverá a hacerlo y eso es bueno. Siendo ello verdad, no lo es menos que mediante un internamiento/otras medidas y seguimiento de programas adecuados, quizás se alcanzase el mismo objetivo de no reincidencia; sin perder tampoco de vista que, con una cadena perpetua (criticable al igual que la pena de muerte por inhumana y no resocializadora, como luego se verá) también puede lograrse una neutralización del sujeto quizás menos cruenta.
Quienes abogan por la pena máxima también mantienen que, dada la gravedad de la misma, aquellos que estuviesen en trance de cometer un crimen castigado de esa forma se verían disuadidos de hacerlo, dada la intimidación ejercida por el riesgo a ser condenados a aquélla. Siendo este planteamiento lógico más adelante veremos que el citado efecto preventivo no lo es tanto y que los crímenes no disminuyen realmente por esa causa.
Dicho lo anterior, expongamos los motivos que, entiendo, justifican una posición contraria a la pena que nos ocupa.
Así, desde un punto de vista conceptual/ético/humanitario:
-Cabe considerar a la pena de muerte como inhumana y atentatoria a la dignidad, tanto del reo (al cual y a pesar de no haber respetado la de otros, le está reconocida por el Estado moderno y garantista) como a la del propio Estado que, al aplicarla, se pone al mismo nivel que el condenado por disponer –en un acto vengativo- de ese bien indisponible, cual es la vida. Y esa venganza puede todavía entenderse hoy en un particular –por sus comprensibles y hasta humanos, si se quiere, sentimientos vindicativos al calor del hecho, que pueden saciarse con esa respuesta- pero ya no en un Estado moderno que enjuicia con mayor serenidad y asepsia. Por otro lado no es el objetivo de una pena el saciado antes expuesto, ni tampoco el hecho de quitarle la vida a un ser humano le devolverá la suya a quien fue su víctima (en ese sentido el tal castigo, como otros, resulta inútil).
-Resulta de una extrema crueldad -al margen de la empleada, en su caso, en la propia ejecución- por su litúrgica preparación y por la certeza generada en la mente del reo en cuanto al momento de su muerte. El conocimiento, por parte del reo, de ese momento (ya anunciado) le resulta insufrible, al ser contrario a la incerteza habitual que del mismo se tiene en condiciones normales, la cual permite manejar de una mejor forma la idea de la muerte que, necesariamente, nos ha de llegar a todos.
En relación con lo anterior es oportuno recordar el texto de Victor Hugo “El último día de un condenado”. La novela se inicia con las siguientes palabras: “Condenado a muerte! Hace cinco semanas que vivo con este pensamiento, siempre a solas con él, siempre con su helada presencia…”. El autor logra reproducir en el lector -de forma absoluta- la angustia, soledad y horror de quien espera ser ajusticiado en cumplimiento de una sentencia judicial.
-Al constituir una venganza vulnera la orientación principal de la pena en los Estados democráticos de Derecho modernos, cual es la reinserción del reo tras un proceso reeducador. Se le elimina, no se intenta otra cosa.
Así, desde un punto de vista de utilidad (prevención general por su efecto intimidatorio/disuasorio en quienes pudieran decidir la comisión de crímenes castigados con pena de muerte –asesinatos, etc.-, de forma que se abstengan de hacerlo), se detecta que:
– La pena capital no es útil, al estar comprobado empíricamente que con ella no se disminuyen los delitos detectados castigados con la muerte (incluso hay algunas opiniones que indican un muy ligero aumento). Ello en base al siguiente posible esquema –a trazo grueso y no necesariamente exhaustivo- y razones:
- a) En los crímenes cometidos por enajenados mentales, el actor carece de capacidad para comprender tanto la prohibición como la pena y/o para poder auto determinarse de conformidad y, por ello, sea la pena aplicable al crimen la que sea, no resultará eficaz para disuadirle.
En estos casos, por tanto, la pena será irrelevante (e inútil) y no mejorará ni empeorará el volumen de esa clase de infracciones cometidas por estos sujetos que, sin capacidades cognitivo volitivas adecuadas, tampoco debieran recibir pena de muerte o incluso ninguna pena o únicamente simples medidas de seguridad.
- b) En los denominados crímenes pasionales o por obcecación, quien los comete no se detiene –por el estado en que se halla- a pensar en el posible castigo y, consecuentemente, éste no le causa efecto disuasorio alguno. En estos casos, tampoco la pena fuese la que fuese resultaría relevante ni afectaría al número de delitos cometidos por estos individuos. Igual efecto que en el anterior supuesto y similar tratamiento para el autor (de alcanzar su estado al de trastorno mental transitorio), recibiendo una atenuación en caso contrario.
- c) En los crímenes fanáticos/ terroristas/ ideológicos, sus autores se consideran en cumplimiento de una importante misión a la que acostumbran a entregarse en cuerpo y alma, incluso sacrificando su propia vida, por lo que poca/nula amenaza reciben por la posibilidad de que se materialice el riesgo a una condena a muerte. En todo caso cualquier final en que perdieran la vida podría incluso sublimarles y convertirlos en héroes/mártires de su causa. Obviamente aquí tampoco la dureza de la pena de muerte incidiría –en principio- en una disminución de los delitos causados por tales personas. De nuevo resultará inútil en su objetivo preventivo la posible ejecución del culpable.
- d) En los crímenes a cargo de mercenarios, la dureza de la pena seguramente disuadirá a algunos posibles actores pero, en general, siempre se hallarán otros que por tener mayores necesidades económicas o a cambio de un mayor precio (a más riesgo, más precio del encargo) estarán dispuestos. El crimen muy posiblemente se cometerá igual y, en el peor de los casos, generando otros delitos patrimoniales para conseguir recaudar el mayor importe exigido por el mercenario en cuestión, si ese es el caso. Nueva inutilidad.
- e) En los crímenes –que acostumbran a ser gravísimos- a cargo de psicópatas conviene efectuar el siguiente comentario: los psicópatas padecen un trastorno de personalidad caracterizado por la necesidad de paso a la acción, carencia absoluta de empatía (tal como si fuesen una especie de autistas emocionales), etc., y la medicina forense los considera con capacidades cognitivo volitivas adecuadas por lo que pasarán a responder penalmente de sus actos –a diferencia de los psicóticos o enajenados mentales antes tratados-. Ello no obstante, es innegable que un psicópata –el cual no ha elegido serlo- se halla ciertamente condicionado por su trastorno que le hace también distinto a quienes posean una personalidad catalogada como normal por lo que, en aras al principio de igualdad (trato diferente a los diferentes), entiendo que debieran tener una consideración especial en fase de enjuiciamiento -y esa ha sido otra de mis batallas personales-. Obviamente esa especial consideración no debiera impedir salvaguardar a la sociedad del elevado riesgo que tales sujetos suponen, pero compensando pena con medidas de seguridad.
En base a ese comentario entiendo que los psicópatas tampoco reaccionan frente a la amenaza de una pena de muerte como lo haría otra persona no afecta por esa anomalía. No les disuadiría del mismo modo, por lo que tampoco aquí la utilidad de la pena capital será la esperada.
- f) Llega el turno de los que paso a denominar crímenes “por expansión”. Me refiero aquí al supuesto en que, por ejemplo y tras matar a una persona, el autor sintiéndose acorralado debe tomar la decisión –en el supuesto de tener claridad de pensamiento- de rendirse o huir a cualquier precio, incluso matando a más personas. Aquí el planteamiento sería el que sigue.
Si existiese pena de muerte aplicable a quien mata, ello no ha resultado útil para evitar el crimen cometido por quien ahora está acorralado. Pero, además, la existencia de esa pena –que el acorralado ya tiene prácticamente adjudicada- le “estimula” a seguir matando –si es preciso- para huir al letal castigo, pues nada tiene que perder y sí a ganar; por tanto, la pena de muerte aquí ha generado quizás más crímenes de los que pretendía disuadir. Este es el supuesto que puede provocar un incremento de crímenes por la existencia de la pena que estamos cuestionando, No sólo es inútil en este caso, sino contraproducente.
En cambio –y siguiendo con el ejemplo- de no existir tal pena, el acorralado puede abstenerse de volver a matar para huir pues no pende sobre él una pena mortífera y el intento de evitar una pena de prisión tiene como riesgo un cumplimiento doble. Aquí el “incentivo” es mucho menor.
- g) Paso ahora -para finalizar- a los crímenes que denomino “colaterales” pues tales acciones castigadas con la pena de muerte la llevan a cabo delincuentes comunes (ladrones, etc.) sin planificarlas específicamente, sino que son un efecto colateral no deseado (quizás para poder escapar de la acción de la justicia tras la comisión de un hecho menor, etc.). Si tal crimen colateral se lleva a cabo de forma refleja tampoco la pena máxima los evitaría.
En caso contrario, o más si se planificó esa respuesta o en supuestos que escapen a los grupos establecidos (entendiendo que en ese caso no se acostumbra a matar sin causa alguna, pero sí por razones económicas, de envidia, venganza, etc.) la pena de muerte podría resultar más útil a efectos de disuasión. No obstante se trata únicamente de una parte del total y ello sin considerar que, algunos de los componentes de esos colectivos, acostumbran tener una determinada personalidad o ser “profesionales” sin demasiada sensibilidad para considerar esa amenaza penológica más allá de como un simple gaje -indeseable, eso sí- del oficio, sin excesivos efectos bloqueantes.
Resumiendo, la disuasión (prevención general) que ofrece la pena de muerte prácticamente solo resulta exitosa en aquellos miembros de la ciudadanía que, de por sí, no acostumbran a participar en esas graves conductas infractoras.
Pero, al margen de todo lo expuesto en contra de la pena letal, existe otra razón que entiendo definitiva para desterrarla. Tal es que esa pena no puede revertirse (es irreversible) y errores judiciales “haberlos, haylos”. A un ejecutado injustamente no puede devolvérsele la vida, a un condenado de forma injusta en prisión se le puede liberar al detectar la injusticia y compensarle de alguna forma (aunque nunca será suficiente). Simplemente “ad cautelam” frente a esa posibilidad de error resulta correcto abolir esa pena. Aquí, más que nunca, no puede valer aquello de “unos por los otros” (los asesinos que han salido indemnes por los ejecutados inocentes).
Consecuentemente, ni por concepto ni por utilidad; no a la pena de muerte.