
Cuando escucho a alguien preguntar por un buen abogado, manifestando que no le satisface la asignación de uno del Turno de Oficio, se me activa un resorte interior que, como abogado que soy (de libre elección y también adscrito en su día al Turno), me impulsa a romper lanzas en favor del valor de los abogados “de oficio” en general.

Deseo tratar hoy de esa figura y de su puesta en valor, aprovechando para ello parte de un texto que -hace casi diez años- presenté en el primer congreso del Turno de Oficio celebrado en la sede del Ilustre Colegio de la Abogacía de Barcelona, el cual versaba –precisamente- sobre la calidad del servicio de defensa de oficio -entendida como una exigibilidad básicamente ética- y que considero vigente así como útil al propósito expuesto.
Su introducción rezaba de esta forma: en la medida en que el Servicio de Defensa de Oficio tiene como principales usuarios a aquellos ciudadanos más desfavorecidos socio-económica y culturalmente parece lógico que, en aras al principio de igualdad y a la ética, la calidad del Servicio se intente sublimar y controlar al máximo para ofrecer así aún más -si cabe- a quien menos tiene. Y habida cuenta de que las retribuciones efectuadas por ese Servicio son inferiores a las del ejercicio liberal de la profesión, ello comporta un plus evidente de componente vocacional y en parte altruista en aquellos colegiados/as adscritos al mismo.
Ese espíritu vocacional contribuye sin duda al logro de la calidad que, además, se viene garantizando a través de pruebas de acceso, formación deontológica y continuada-profesional, etc., sin que ello deba entenderse como una discriminación negativa respecto a los letrados adscritos al Turno, sino positiva –si cabe y como se ha dicho- respecto a sus usuarios, máxime dada la financiación pública del servicio.
Y así, continuaba después en diferentes tramos, ya entrando en materia: sabido es que, como destinatario de la norma -que le otorga derechos y atribuye obligaciones en las relaciones por ella reguladas-, todo ciudadano disfruta del derecho constitucionalmente consagrado a la tutela judicial efectiva así como al de defensa.
Y tales derechos constitucionales son los garantes de que, aquellos conflictos surgidos en las precitadas relaciones, sean resueltos por jueces imparciales ante los cuales el ciudadano no padezca indefensión alguna en la reivindicación de sus pretensiones.
Dado que la dirección técnica de esas defensas de intereses corresponde generalmente a los abogados, es de entender que el acceso a los mismos, por parte del sujeto inmerso en un procedimiento judicial, resulte del todo necesario.
En base a lo anterior, aquel ciudadano que precisando letrado no conozca abogado concreto o aquél sin capacidad económica para afrontar los honorarios de ese profesional liberal ven resuelta su necesidad a través de la designación de un abogado del Turno de Oficio, incluso con el beneficio de justicia gratuita, de resultar acreedores a ello. De esta forma se asegura, como no podría ser de otra manera, ese derecho de defensa que todos tenemos por igual.
Debe resaltarse aquí que profesionales de la abogacía, de forma altruista y voluntaria, ya ofrecían desde antaño esos servicios a quien careciera de medios económicos, lo que dignificando a nuestra profesión constituyó el embrión del actual sistema.
Así las cosas, en la actualidad los Colegios de Abogados han estructurado el servicio del Turno de Oficio con la finalidad de que el derecho de defensa resulte universal tal y como proclama hoy nuestro texto constitucional, y ello al margen de las capacidades económicas, culturales o socio-estructurales del justiciable.
Obviamente es el Estado quien debe garantizar el cumplimiento de los imperativos expresados en la carta magna, y por tanto será aquél quien apoye a/se apoye en los Colegios de Abogados para ese menester. En definitiva el acuerdo consiste en que tales Colegios aportan determinada logística y a sus colegiados o profesionales pero con la financiación a cargo del Estado a través de la oportuna Administración Pública que, en definitiva, debe asumir ese coste en base a lo antedicho.
Naturalmente ya en este punto surge, entre otras, la pregunta de ¿por qué el Estado debe apoyarse para esa tarea en unos profesionales liberales y no en un cuerpo de letrados –funcionarios- para ese menester, o en otras alternativas?
Pues, porque la libertad de acción e independencia del abogado son las mejores armas de que dispone para ejercer la defensa de los intereses de su cliente, obedeciendo únicamente al juramento prestado sin distorsión alguna derivada de dependencias etc. La ley, su deber y los intereses del cliente ocupan su universo, que gestionará en la libertad propia de un “profesional liberal”.
Esa libertad e independencia no la tiene –en tal grado- un funcionario que depende de la Administración en la que está integrado, la cual puede llegar a establecer límites y condiciones en el desarrollo de su tarea, a la que también pueden afectar injerencias políticas o judiciales. Ni tampoco la tendría un abogado de un gran despacho privado con infinidad de compañeros dedicados al Turno, al que –como otra de las posibles alternativas a nuestro actual sistema- le hubiese adjudicado la Administración esa tarea. Aquí el “negocio” muy probablemente prevaldría y la explotación e imposición de normas de actuación de ello derivadas constituirían un ataque frontal a esa libertad e independencia antes expuesta de los letrados subcontratados que es la única garante de un derecho de defensa limpio para el justiciable.
Estas alternativas a la situación actual generarían dos justicias –aún mas que ahora-, la de los ricos y la de los pobres. Y ejemplos en el mundo los hay y claros.
Resulta lógico que la forma de asignar un letrado del Turno de Oficio a un justiciable sea en base al orden de la lista dinámica de abogados adscritos a ese servicio, para dejar al albur qué profesional asiste a quién, evitando así que pudieran fomentarse preferencias y desigualdades, y ofreciendo a todos los usuarios del sistema una absoluta neutralidad.
Y por supuesto, un aspecto fundamental debe ser la calidad del servicio –no en vano ese es el título de la ponencia-, sus posibles controles, y el aspecto deontológico.
Así, si a todo miembro de nuestro colectivo profesional –como de cualquier otro- le es exigible que se esfuerce al máximo de sus capacidades en el servicio efectivo a quienes se lo demandan -calidad-, entiendo –como ya se indicó- que aún le resulta más exigible éticamente ese esfuerzo y capacidad, cuando el receptor de tal servicio es un miembro desfavorecido de la sociedad –y quien dispone de pocos o nulos recursos económicos o quien no tiene “abogado de cabecera”, lo es o acostumbra a serlo-. Y obviamente esos usuarios son los más habituales del Turno de Oficio.
Al entender la deontología profesional como el código ético por el que se rige una profesión determinada -en definitiva el conjunto de deberes u obligaciones que han de respetar los miembros de ese colectivo profesional y que tienen que ver, evidentemente, con el desempeño de su profesión-, y siendo los principios que subyacen en ese código los que llevan a realizar la profesión tan bien como se pueda (en el sentido tanto de calidad profesional-técnica como de calidad ética y humana), resulta que la honorabilidad de esa profesión pasa por el hecho de que sus miembros cumplan con tales principios.
En definitiva, ese colectivo profesional no sólo está obligado por las normas jurídicas sino que, voluntariamente, se ha auto impuesto unas obligaciones adicionales -de cuyo incumplimiento debe responder- redundando todo ello en un mayor prestigio y confianza frente a la sociedad. Y de nuevo, si ese ajuste al código deontológico es conveniente en general, aún lo resulta más en el servicio del Turno de Oficio por las especiales características de sus usuarios. Que nadie pueda decir que se perpetúa la tesis del “chivo expiatorio”, o sea que al que menos tiene menos se le da. Por el contrario, si cabe, démosle incluso más.
Lo anterior comporta una dosis claramente vocacional y en parte altruista en la decisión de los abogados que se inscriben en las listas del Turno de Oficio, lo cual enaltece al mismo y a aquellos; sin que al respecto quepa objetar que muchos letrados cuando inician su actividad profesional, y ante la carencia de casos particulares de pago, consideren también al citado Turno como una fuente primordial de encargos profesionales.
En consecuencia debe romperse con el mito negativo e infundado de que los letrados del Turno de Oficio merecen escasa confianza por ser principiantes o por ser mediocres al no disponer de elevado volumen de asuntos particulares (que les dejaría sin tiempo para ese servicio en el Turno), o incluso porque debido a las menores retribuciones que en él se ofrecen, pondrán escaso interés en el desempeño de su labor.
Y debe romperse con ese mito pues, a lo anterior, cabe oponer que el funcionamiento de ese servicio es en general muy bueno y de calidad –como lo demuestran las encuestas sobre el grado de satisfacción de los usuarios-, y que para acceder al mismo se exigen determinadas condiciones (cursos de práctica jurídica y tiempo de colegiación/ pasantía, así como cursos específicos para el acceso a algunas de las distintas jurisdicciones y especialidades cubiertas por el Servicio, tales como menores, extranjería, penitenciario, violencia sobre la mujer, etc.), lo que hace ya que deba andarse con mayor cautela al utilizar el término “principiante”, al margen de que a través de la formación citada se garantiza un buen nivel de cuantos accedan al Turno, noveles o no.
Además se da el caso de que, precisamente por ese componente vocacional antes mencionado, numerosos profesionales con reconocida solvencia y volumen de asuntos, se hallan también inscritos en ese Turno (y resultaría un buen ejemplo que todos “los primeros espadas” así lo hicieran). El componente vocacional aludido y una mayor concienciación deontológica -reforzada a través de esas formaciones para acceder al servicio-, minimizan el inaceptable supuesto de un menor interés en la ejecución del encargo habida cuenta de la menor retribución.
En todo caso recordar que tampoco una minuta elevada garantiza necesariamente una mayor profesionalidad y que, también fuera del Turno de Oficio, pueden existir compañeros noveles y sin las preparaciones específicas antes comentadas exigidas en el Turno.
Además y en aras a esa misma calidad del servicio, en los casos complejos o temas de jurado en la jurisdicción penal únicamente intervienen letrados con determinadas antigüedades, lo que constituye un filtro más que tampoco existe al margen de ese Servicio.
La afiliación al Turno, al ser voluntaria, deja patentemente claro que quien libremente se inscribe en él, lo hace para aplicar toda su diligencia a pesar de esa menor retribución –de ahí el aspecto en parte altruista también anteriormente mencionado, junto a ese plus ético y de responsabilidad exigible aquí-; y si tal retribución no le satisface, debe abstenerse de causar alta en el Servicio que nos ocupa. Que la afiliación sea voluntaria y no obligatoria parece un acierto, pues así no se fuerza a ningún profesional a trabajar en asuntos que, por motivos económicos o de otra clase no le interesen.
Va quedando patente que la carga ética, de compromiso profesional y de plus de esfuerzos exigidos a los afiliados (superar requisitos de acceso, formaciones específicas, no posibilidad de renuncia respecto a las designas salvo excepcionalidades -si bien cabe plantar la insostenibilidad de las pretensiones, etc.-) hacen de este Servicio y de sus componentes un ejemplo meritorio y ello, además, considerando la importancia de su función.
Cuando -y a modo de ejemplo- en múltiples ocasiones y ante la actuación fundadamente combativa de los letrados del Turno, al presentar éstos determinados recursos, etc. se escucha comentar al funcionario de la Administración aquello de “…y encima es uno de Oficio” (ya que le resulta incomprensible que esos abogados -con menores retribuciones- mantengan e incluso redoblen esfuerzos y dedicación) , la lectura es la siguiente: el miembro de la Administración de justicia no ha comprendido nuestra labor –la pedagogía se impone- y el letrado actúa como se espera de él, que es lo habitual.
Y para quien –excepcionalmente- no se comporte así, está prevista la respuesta sancionadora deontológica o legal en su caso.
Y es precisamente debido a esa calidad que se persigue en el servicio (para que el justiciable, acogido al mismo, no sea tratado de forma distinta al que no tiene necesidad de hacerlo, sino incluso mejor si cabe), por lo que además de los compromisos éticos tratados se instauran esos requisitos de acceso, de mantenimiento, etc.
Tales requisitos exigen otro plus a quienes se inscriben en el Turno. Obviamente los letrados no inscritos, realizan – por su propia responsabilidad profesional- esfuerzos similares en su labor y en su constante preparación, formación y puesta al día, pero los realizan sin aquella imperatividad.
Actualmente, y como garantía general de calidad profesional, tras concluir los estudios universitarios en Derecho se precisa de una especialización, como en la mayoría de países del entorno, para acceder al ejercicio de la abogacía. A tal fin deberá superarse un Master al efecto, y colegiarse seguidamente.
Ésta es ahora la vía de acceso a la profesión de abogado, común a quienes se inscriban luego en el Turno y a los que no.
Una vez superada la fase anterior, quien desee inscribirse en el Turno deberá acreditar una determinada antigüedad en el ejercicio profesional, poseer despacho abierto en la zona y superar el curso de acceso en la Escuela de Práctica Jurídica (EPJ y prueba DAP)), o curso equivalente –que excepcionalmente cabe dispensar en base a determinados méritos- y posteriormente realizar diferentes cursos EPJ de formación habilitantes ( únicamente para algunas de las jurisdicciones y especialidades en que desee actuar). Ello comporta la adquisición de un bagaje de conocimientos muy válido en general y sobre las especificidades de cada jurisdicción, siempre desde la perspectiva de su praxis, todo lo cual se erige en garantía de la calidad del servicio; ha de señalarse que determinadas formaciones son ya exigidas por la propia ley, cual es el caso de la jurisdicción especial de menores en que se impone a todos sus operadores haber seguido una formación al efecto.
En el aspecto formativo, no cabe limitarse al inicial y de acceso al Servicio sino que, en esa exigencia continua de calidad, ha de contemplarse también la necesaria e importante formación continuada de ampliación, puesta al día, etc. Los Colegios Profesionales la vienen ofreciendo como es natural.
Y finalmente es razonable que, fundamentalmente, los controles de calidad existentes respecto al servicio prestado por los letrados del Turno de Oficio se basen en la satisfacción -por parte de los usuarios- en aspectos tales como la prontitud en la asistencia de éste –que no dependerá exclusivamente de él, sino del proceso de distribución de designas y cargas de las mismas (en especial en guardias penales y asistencias al detenido, etc.)-, hasta la propia gestión del asunto, considerando aspectos tales como accesibilidad, empatía, información, capacidad, dedicación etc.
Como se ve: ¡“ahí es ná” un/a abogado/a del Turno de oficio!