
La cenas y comidas en época de Navidad son ese momento del año en el que te sientas con gente que se
hace llamar “tus seres queridos” y no te conocen más allá de las 36 horas que pasáis juntos al año en un reducido periodo de dos semanas y algún otro día repartido sin patrón el resto del año.
Son esas personas de las que hablas con cariño pero de las que no sabes nada más que si les gustan los langostinos con mayonesa, si suelen llegar a tiempo o no, cuánto les gusta colaborar en la preparación de un encuentro que parece más una obligación que un deseo y las cuatro ideas políticas, desperdigadas y débilmente argumentadas, que sueltan en la sobremesa sin dejar hablar a los demás.

Cada Navidad es lo mismo, el paripé de que nos queremos y una cena silenciosa hasta que alguien, que ahora solemos ser mi madre o yo, decide sacar un tema de conversación no demasiado profundo, porque tampoco sabes cómo de intensa se quiere poner la gente, pero del que todo el mundo tenga una idea u opinión. (Spoiler: una opinión no tiene por qué ser algo fundamentado en hechos verídicos, a veces es simplemente un juicio presentado como complejo pero vacío de significado) Este es el momento en el que empieza el movimiento real del encuentro, ese que todos sabemos que va a llegar pero nadie se atreve a sacar.
Después de tantos años todos sabemos por dónde va a ir el discurso de cada uno de los participantes, con ciertos cambios dependiendo de los temas que se traten o de los acontecimientos del año en cuestión. Sin embargo, es cierto que observamos continuidad en algunos discursos que, aunque en la cena han estado siempre, en la calle se escuchan cada vez más. Me sorprendo al descubrir que mi familia, una de clase media baja altamente influenciada por la represión del franquismo y posteriormente beneficiada por las políticas progresistas de Felipe González, aún es capaz de poner en duda la efectividad del sistema democrático español. En ningún caso estoy diciendo que éste sea perfecto, ni mucho menos. No obstante, algunos comentarios resultan ridículos de lo contradictorios que son entre ellos.
Que hay casos de corrupción en la política española, que una vez en el poder se difuminan algunos de los firmes discursos que se dijeron en campaña o que la burocracia muchas veces retrasa algunos procesos de políticas que se necesitan poner en práctica cuanto antes es algo sabido por todos y todas. Pero eso no nos debe cegar ante importantes logros como la subida del 4% del salario mínimo interprofesional, la entrada en vigor de la ley ELA o el crecimiento abrumador de la economía española en comparación con el resto de la UE. Logros que dejan patente la efectividad de la democracia en España.
Es por ello que me resulta paradójico escuchar a beneficiarios directos de éstas políticas arremeter contra un sistema que institucional y legislativamente funciona en favor de sus derechos sólo porque la efectividad de estos les da la sensación de que no les apela directamente.
Es muy fácil decir que todos los políticos son iguales y que en la política todo es corrupción sentado
delante de una mesa llena de comida y con un cordero dorándose en el horno. Así cualquiera se olvida de lo difícil que es ser el anfitrión de ocasiones como la Navidad si el salario que recibes no te deja pagar el alquiler de tu apartamento de setenta metros cuadrados en Carabanchel. Porque lo cierto es que muchos de los que se sienten en la mesa ahora contigo, puede que incluso tú, lo estén pasando o lo hayan pasado por algo así. Pero es mucho más difícil recordar lo que te une a lo colectivo cuando lo propio deja de ser problemático. Ese ejercicio de recordar lo negativo solo lo aplicamos con nuestros representantes políticos y la magia que esperamos que hagan.
Que una ley no cambie de un día para otro el contenido de tu nevera no implica que no haya permitido
que otra familia pueda llenar la suya.
Sin embargo, muchas personas que tienen la nevera llena también tienen otra cosa, tiempo para hablar de ella. De explicar una vez tras otra que en sus baldas cabe más comida, que las van a intentar llenar hasta arriba cueste lo que cueste y que quién intente impedírselo está coartando su libertad y debe ser perseguido.
Por desgracia, estas personas tienen cada vez más voz y más espacios en los que alzarla, pues aquellos que olvidamos que tuvimos o podríamos tener la nevera vacía algún día ya no recordamos lo que se siente.
La falta de beneficios inmediatos para casos individuales no implica el mal funcionamiento del sistema, lo que demuestra es la ceguera frente a los resultados colectivos de un sistema que trata de abarcar a una sociedad muy diversa. Y si éstas respuestas no nos parecen lo suficientemente profundas, efectivas o rápidas es porque siempre dejamos hueco en la mesa de Navidad para las críticas a quienes no dejan que llenemos nuestra nevera hasta los topes y porque precisamente el sistema tiene cabida para todas estas perspectivas y voces que hacen que las decisiones sean más complejas al intentar ser más representativas. En definitiva, la crítica navideña (o de cualquier otro evento festivo) hacia el sistema, detona un egoísmo capitalista al dejar entrever la falta de conciencia social de aquellos que tenemos las necesidades básicas cubiertas. Además les da voz a quienes tratan de convencernos de que es el sistema el que no funciona mientras ellos se tratan de hacer hueco en el mismo sin proponer soluciones mejores ya que saben que la clave no está en cambiarlo, si no en saber conducirlo.
Brianda Perea Toribio