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Blog de Ciencias Sociales y Sociología | Ssociólogos

La calle y la oficina: dos fuentes de identidad

junio 19, 2013

Identidades y relatos

«¿Mi qué, joven?», replicó una vieja dama de Boston cuando le pedí que definiera su identidad, a bocajarro, mientras tomábamos té en el Somerset Club. Yo era todavía tan joven e inexperto, como hombre y como investigador, que creía que la emboscada frontal era la mejor forma de extraer información de la gente. Esto ocurría en 1966, y el sociólogo David Riesman acababa de asignarme mi primera labor de investigación, interrogar a miembros de la clase alta de Boston sobre su identidad en la ciudad.

Mi informadora tenía una clara imagen de sí misma y de otras bostonianas aristocráticas, e imágenes igualmente claras de la gente que estaba por debajo de ella en la escala social. Son lo que en latín se llamaba personae, es decir, representaciones de nosotros mismos y de los demás que nos identifican de forma instantánea; en el caso de aquella dama, su propio personaje constituía una máscara que ella llevaba sin vacilaciones. Una identidad implica el relato de una vida, más que una imagen fija de nosotros mismos -le expliqué amablemente, citando a Erikson y Freud-, y el reconocimiento de que las vidas ajenas interfieren en nuestra propia identidad. Ella, también muy amable, no se lo tragó: «Cada uno lo ve a su manera, querido». Tampoco triunfé mucho con un alto cargo de un banco en la Harvard Society of Fellows, que declaró: «Sé perfectamente lo que quiere decir con “relato” ». Me mostró pacientemente la genealogía de su familia, con la insinuación, a medida que nos acercábamos al presente, de que algunos parientes vivos a los que se refería eran personas que yo tenía que haber conocido. En realidad, yo me había criado en unas viviendas de protección oficial de Chicago, pero le había caído bien.

La cultura moderna está llena de frases sobre la identidad, especialmente sobre identidades marginales, subalternas, transgresoras u oprimidas, pero a lo que se refieren, en realidad, es a las personae, a esas imágenes y máscaras, o a burdas historias de «cómo descubrí la persona que soy en realidad». Toda esta palabrería sobre la identidad no sirve demasiado para comprender la vida personal en la economía global de hoy, porque una realidad de mercado externa y en constante transformación perturba las imágenes establecidas del yo. El nuevo capitalismo, por ejemplo, ha cambiado radicalmente la experiencia personal del trabajo. Las empresas pasan de ser burocracias piramidales densas, a menudo rígidas, a ser redes más flexibles en un estado constante de revisión interna. En el capitalismo flexible, la gente trabaja en tareas a corto plazo, y cambia de empresa con frecuencia; el empleo para toda la vida en una misma compañía es una cosa del pasado. Como consecuencia, las personas no pueden identificarse con un trabajo concreto o un empresario determinado. Están frustrados, según he descubierto, mientras escriben un relato ininterrumpido de su vida basado en sus esfuerzos.

El nuevo capitalismo también ha trastornado las identidades basadas en el lugar, esa sensación de «hogar», de pertenecer a un sitio concreto en el mundo. La perturbación se produce, sobre todo, en los lugares en los que se lleva a cabo el nuevo tipo de trabajo, ciudades que son, cada vez más, el hogar de la elite mundial y los inmigrantes más pobres. Un banquero de inversiones en Nueva York se identifica  mucho más con sus colegas de Londres y Frankfurt que con otros neoyorquinos, el encargado que limpia su despacho, seguramente, tiene a su madre en Panamá y un hermano en Buenos Aires. ¿A dónde pertenece esa gente, donde está su hogar? Como Ulises, necesitan alguna orientación para su viaje vital. En cuestión de traumas, la globalización no está a la altura de la guerra; hasta ahora, no parece que nadie esté dispuesto a morir por ella. Pero cualquier gran cambio es perturbador. Algunos analistas opinan que la gente intenta protegerse reafirmando valores culturales aparentemente estables contra la indiferencia camaleónica de la economía: se produce el conflicto entre un hogar idealizado y las realidades laborales, el lugar contra el trabajo. El sociólogo Manuel Castells describe ese conflicto de esta forma: «Es una identidad defensiva, una identidad de retirada ante lo desconocido frente a la imposibilidad de predecir lo desconocido y lo incontrolable». Las personas se encuentran indefensas, de pronto, frente a un torbellino mundial, y se aferran a sí mismas: cualquier cosa que tuvieran, cualquier cosa que lucran, se convierte en su identidad. El conserje sueña con su granja abandonada en Panamá, el banquero, tal vez, con Yorkshire, donde la gente parecía tener más raíces. Creo que la experiencia real es, más bien, la contraria. Las complejidades de la globalización son más fáciles de digerir en la ciudad que en el trabajo. Aunque las ciudades modernas sean cada vez más cosmopolitas, la gente sigue buscando una versión de su «hogar» en el trabajo.

La importancia de los contornos

Como normalmente pensamos en imágenes, sería una ingenuidad prescindir por completo de las imágenes para comprender la identidad. La identidad, como historia en evolución, procede precisamente del conflicto entre cómo nos ven los demás y cómo nos vemos nosotros mismos. Las dos imágenes no suelen coincidir, y a las personas no suele importarles que no coincidan, porque están cómodas consigo mismas, como las viejas damas de Boston. Por el contrario, la gente tiende a concentrarse en lo que podrían llamarse los contornos de la identidad, en la forma en que podrían encajar esas dos imágenes como las piezas de un rompecabezas.

Imaginemos, por ejemplo, a una mujer pobre de Boston que declara: «Soy una madre negra y lesbiana». Aquí, «madre lesbiana» podría ser un factor más importante de su identidad que «madre negra»; se concentraría más en los dos aspectos de su experiencia que, de acuerdo con criterios convencionales, no podrían encajar a la perfección. Intentaría justificarse. La justificación es una de las cosas que la gente intenta llevar a cabo al construir la narración de su vida.

En la vida real, las personas no tienen el control de los acontecimientos y de otros personajes que posee un novelista. Por consiguiente, necesita rehacer la narración de su vida sin cesar a lo largo de su experiencia; tenemos que estar constantemente justificándonos. Pero la capacidad de rehacer la historia de nuestra vida no nos sumerge, ni mucho menos, en un abismo subjetivo, sino que es una señal de fuerza respecto al mundo exterior.

Del mismo modo, una identidad débil significa aferrarse a una imagen rígida del yo, la incapacidad de revisarla cuando las circunstancias lo requieren. Muy a su pesar, incluso mis señoras de Boston tenían que hacerlo: los inmigrantes judíos e irlandeses que habían ascendido en la escala social se incorporaban a sus clubes, se casaban con sus hijos y se quedaban con sus trabajos; lo cierto es que los WASP* reelaboraban constantemente el significado que tenían estas perturbaciones para ellos; tenían que encajar todas las piezas del rompecabezas. ¿Cómo narrar lo que ocurre en los contornos, cuando estamos intentando encajar piezas que no coinciden? Ése es el reto de autores modernos de ficción desde Joyce hasta Salman Rushdie, que han ensamblado historias a partir de hechos que no tendían a avanzar y personajes que no tenían ninguna relación lógica entre sí. Me sorprendió encontrar algo similar entre trabajadores manuales y entre los jóvenes de las clases altas a los que empecé a entrevistar en Boston hace cuarenta años. Manifestaban lo que podría considerarse una capacidad para «cruzar referencias» entre experiencias muy dispares.

Un abogado principiante, por ejemplo, describía a los personajes principales de su aristocrática y tradicional firma de Boston; estaba orgulloso del linaje familiar de sus jefes pero, al mismo tiempo, describía con detalle su incompetencia profesional. Me encontré con miembros de la clase obrera de Boston que mostraban incongruencias semejantes en sus propias familias, que presumían sobre los triunfos de los hijos a los que habían enviado a la universidad a base de sacrificar sus pequeños ahorros, mientras lamentaban que esos jovencitos con ínfulas, muchas veces, acabaran avergonzándose de sus origines familiares; el sacrificio y la traición eran inseparables en sus narraciones. Tales referencias son como examinar el índice de un libro y, bajo la palabra «memoria», encontrar la acotación «véase incompetencia», o, bajo «sacrificio», «véase eclipse». Al hacer referencias de este tipo, la gente intenta fundir experiencias discordantes.

Desde el punto de vista psicológico, un aspecto importante -aunque inesperado- de las referencias es que pueden fortalecer el sentido de identidad de una persona. En las entrevistas en las que las referencias se vuelven importantes, al principio, el sujeto suele empezar por mantener categóricamente aparte a las personas o los hechos dispares; a medida que transcurre la sesión, y el sujeto se va involucrando, va acercándolos cada vez más. Este acto de compresión crea el «contorno», en el sentido que le estoy dando a esa palabra, e imparte peso y densidad a la narración de su vida. Un conserje que siente orgullo e indignación de clase respecto a su hijo tiene una identidad de una densidad determinada; lo mismo que un joven abogado que siente afecto y solidaridad por unos jefes a los que, desde el punto de vista profesional, no respeta. Estas transacciones tienen una consecuencia simple pero importante. Durante los últimos cincuenta años, los estudios psicológicos del fenómeno de la «discrepancia cognitiva» han documentado diversas formas que tienen los mamíferos superiores de sentir apego precisamente por las experiencias más difíciles, que carecen de simetría y conformidad. Las personas, corno las gallinas o los hámster, vuelven una y otra vez a las escenas o los problemas que les desconciertan: la ambigüedad y la dificultad les hacen involucrarse

El «contorno» es una zona en donde comprometerse, pero no de manera inevitable. En el laboratorio del psicólogo, la manera en que el investigador disponga las condiciones ambientales determina si los mamíferos van a participar o a retraerse. En el caso de los humanos, la pregunta es: ¿cuáles son las condiciones de vida social que pueden convertir el contorno en una zona de compromiso similar? Puede parecer que la movilidad y la incertidumbre de la economía política actual deberían proporcionar ese laboratorio humano y empujar a la gente a revisar constantemente la narración de su vida y a renovar sus justificaciones. En realidad, el capitalismo global debería ser un magnífico caldo de cultivo de la discrepancia cognitiva; en un medio tan dinámico, es peligroso retroceder ante la atención y el compromiso.

Sin embargo, el mundo moderno no funciona así. «Apego» no es una categoría funcional en el mercado de trabajo; los empleados sienten poca lealtad hacia unas empresas camaleónicas y escasa integración colectiva entre ellos mismos; más en general, los trabajadores a los que he entrevistado en compañías flexibles de vanguardia tienen muchas dificultades para elaborar narraciones viables sobre su trabajo o rehacer esas historias a medida que cambian las circunstancias. Precisamente en este punto se ha abierto una brecha entre el trabajo y el lugar. La acción de crear una narración fluida, con frecuencia, consiste en actos interpretativos mucho más enérgicos, sobre todo entre urbanitas atrapados en la poderosa corriente de la globalización, que se centran en los «contornos» de la experiencia en la ciudad y que incluyen numerosas referencias cruzadas entre fenómenos desconcertantes. Tales narraciones dan pie a un fuerte apego a la ciudad en sí.

El escenario de la lucha

Para comprender por qué ocurre así, es preciso que nos preguntemos sobre otro tópico, el de las raíces. La imagen de echar raíces en un lugar es una forma corriente de medir la identidad comunitaria, pero es intrínsecamente equívoca; las plantas no andan, y la gente sí. El tópico confunde la inmovilidad con la sensación de pertenecer a un sitio concreto en el mundo. En vez de quedarse en un sitio, las personas se orientan en el espacio y el tiempo concibiendo las ciudades como escenarios necesarios en los que deben luchar con las oportunidades y las dificultades del nuevo orden económico.

La mejor forma de explicarlo es un ejemplo prosaico. Desde hace varios años, acudo a una lavandería en Nueva York, que pertenece a una familia coreana. Empezaron lavando camisas y calcetines, luego se extendieron a la limpieza en seco y a continuación incorporaron a un sastre permanente: un joven de aspecto agradable, vestido como para ir a la oficina; ahora, la lavandería ha empezado a vender gemelos, pajaritas y pañuelos de señora. Se diría que los coreanos han decidido quedarse en Nueva York, pero ellos no están de acuerdo. El patrón me confió: «Nosotros no somos inmigrantes». ¿Por qué no? El matrimonio de mediana edad que puso en marcha la lavandería era, en otro tiempo, de clase media; vinieron a Nueva York como exiliados políticos de Corea, en los malos tiempos. Como coreanos, han sufrido en la ciudad. Es sabido que, en Nueva York, la comunidad negra y la asiática no se llevan bien; al principio, la familia coreana sólo pudo encontrar alojamiento en un arrabal negro en el que tenían que pelearse a diario con sus vecinos.

Sus vecinos blancos de clase media les alteran por otras razones, menos violentas. A las quejas habituales sobre el individualismo norteamericano y la falta de cohesión familiar, en la ciudad hay que añadir un exceso de bienes materiales y un abandono de las posesiones que les inquietan: los hombres descuidados con sus gemelos o las mujeres que compran pañuelos para una sola temporada son signos de una población mimada por la abundancia, para estos extranjeros que antes eran pobres y cuyas posesiones siguen siendo unos cuantos objetos que conservan con todo cuidado. Si, desde el punto de vista étnico, su experiencia tiene aspectos difíciles, la historia de sus propias luchas tampoco parece tener una gran coherencia.

Por ejemplo, el dinero que han acumulado lo han dedicado a dar estudios universitarios a sus hijos; resulta que el sastre de aspecto agradable es uno de ellos, que estudia ingeniería electrónica por las noches. Tenía la intención de volver a Corea nada más acabar los estudios; ahora ya ha terminado, pero se ha quedado en Nueva York. También sus padres me dicen con frecuencia que tienen la intención de cerrar el negocio y volver a su país para retirarse, pero acaban de comprar otros dos locales y están trabajando más que nunca. En mi opinión, sus luchas son precisamente, en parte, la razón por la que se han quedado. Han librado un combate contra una cultura extranjera y, con el tiempo, han llegado a estar profundamente involucrados en dicho combate.

Por esa misma razón, el padre rechaza la identidad de «inmigrante», porque esta etiqueta sugiere una trayectoria de absorción y niega la lucha que han mantenido al mismo tiempo que conservaban su independencia. Nueva York es el escenario en el que se ha representado el gran drama de sus vidas: exilio, pobreza y renovación. Si se fueran, el relato de su vida se acabaría; están «enraizados», si es que tenemos que usar esa palabra, en su lucha.

Cuando comenzó la globalización de la economía política, se decía a menudo que el lugar iba a perder importancia. Sin embargo, a pesar de las modernas tecnologías de la información, las empresas punteras se apiñan en ciudades como Londres y Nueva York. Hay varios motivos muy simples para ello. La densidad y la compresión en el terreno agudizan la comparación y la competencia. Los encuentros sociales al azar en bares o fiestas generan seguramente más oportunidades que unos planes formales de empresa difundidos a través de la red interna de la oficina. Pero en las ciudades globales lo importante no son sólo los grandes negocios mundiales. Son lugares abiertos a los pobres que emigran por razones económicas, gentes que, como ha demostrado Saskia Sassan, solían tener una mente emprendedora e inquieta en sus países de origen. Incluso unos coreanos que eran exiliados políticos muestran ese espíritu y aprovechan una oportunidad en la economía de servicios de Nueva York. En cierto modo, el propio término «globalización» nos impide vincular la marea de emigrantes económicos con la enorme expansión de la economía de servicios que, en todos los niveles, se ha producido en ciudades como Londres, Berlín, Nueva York, Sao Paulo o Tel Aviv, en actividades tan prosaicas como las de los fontaneros o electricistas en la construcción, o en el suministro de bienes y servicios a la industria turística, que, tanto en Londres como en Nueva York, es la categoría más amplia de servicio de trabajo urbano. El sector de los servicios en las ciudades es anárquico, sumido en constantes luchas por el territorio, oportunidades y la búsqueda de nuevos mercados; Jane Jacobs ha afirmado que estos dramas competitivos constituyen la savia de las ciudades y que una ciudad que depende de los servicios y está abierta a la inmigración renace a la vida. Además, la competencia que promueven esas ciudades abiertas no es sólo económica. Los habitantes rivalizan por plazas en las escuelas, el uso de la calle, la huella en espacios de ocio como parques y bares. Son los salvajes contornos sociales de la ciudad, unos contornos que poseen un carácter de clase concreto. El ámbito urbano en el que se desarrollan esos conflictos y discrepancias entre extraños ha quedado «abandonado» en manos de las clases medias y bajas.

Uso la palabra «abandonado» porque el rasgo distintivo de la nueva elite de estas ciudades es que se ha retirado del ámbito público. Dicho abandono se ve, sobre todo, en la transformación de centro urbano, el lugar geográfico, dentro de la ciudad, al que más ha afectado la nueva economía. Los enormes ingresos de las gentes que ocupan los escalones superiores han expulsado a la clase media y baja del centro de ciudades como Londres y Nueva York; por muy deteriorado que esté un barrio, se puede evacuar a toda velocidad y vuelve a ocuparse gracias al impulso del aburguesamiento.

Esta transformación me resulta patente a diario en el barrio londinense de Clerkenwell, donde vivo en la actualidad. Clerkenwell, en otro tiempo, era hogar de impresores y pequeños fabricantes; ahora se está convirtiendo en un barrio de lofts para jóvenes financieros que trabajan en el vecino centro financiero, o para mandos intermedios en el ejército del diseño gráfico, la moda y la publicidad que ha invadido Londres. Lo que ha ocurrido en Clerkenwell no es exactamente como el aburguesamiento que experimentó el Soho de Nueva York, otro antiguo distrito de fábricas en el que yo he vivido, próximo al coloso de Wall Street: Clerkenwell pasó de la desolación a estar de moda sin una etapa intermedia de ocupación por artistas pobres como la que se produjo en el barrio neoyorquino.

Aun así, ambos lugares tienen la impronta de una nueva gente global que vive en la ciudad pero se retrae del ámbito público. El nuevo dinero utiliza la ciudad, pero dedica pocos esfuerzos a gobernarla. Es decir, este grupo selecto no se parece a los hombres nuevos del París de Balzac. En la Comédie Humaine, se nos muestra a los hombres (y mujeres) nuevos, llenos de empuje, que quieren arrebatar el control de la ciudad a una clase dirigente arraigada. Quieren gobernar el lugar en el que viven. Rastignac o Vautrin se imaginan libres del pasado, pero la verdad es que su historia es muy antigua: trata de fidelidad, sumisión y obediencia. Era la historia del poder y el ámbito público en las comunas medievales italianas; era la esencia de la Burgerlich Gesellschaft en las ciudades hanseáticas del norte. Y en Estados Unidos, es la historia de las viejas damas de Boston, que intentaban dejar su huella en las escuelas, las bibliotecas, los hospitales y los parques de la ciudad, además de en sus empresas.

En cambio, la nueva elite de Londres o Nueva York manda en pisos y restaurantes, pero ha mostrado escasos deseos de gobernar esos hospitales, escuelas, bibliotecas y otras facetas públicas de la ciudad. De hecho, uno de los grandes dramas que se desarrolla en la actualidad en Nueva York es la crisis financiera que se ha producido como consecuencia de que la nueva elite se haya apartado del ámbito público; las nuevas clases adineradas, sobre todo en los sectores de la información y la alta tecnología, no han proseguido ese tipo de hegemonía cívica que, en la historia neoyorquina, se extendía desde la época de los holandeses, a principios del siglo XVIII, hasta la llegada de los italianos, irlandeses y judíos a las clases dirigentes de la ciudad, doscientos cincuenta años más tarde.

Y ése va a ser también, me temo, el destino de Londres como ciudad global. El dinero de la cornucopia mundial no se repartirá si los dueños de ese dinero no se sienten vinculados a toda la ciudad. El contraste entre una elite privatizada y, por debajo, una masa de ciudadanos que luchan por los bienes económicos y sociales en el terreno público, establece asimismo el carácter clasista del tipo de identidad urbana que quiero definir.

Desde luego, es una identidad obrera o, como mucho, pequeño burguesa, con la base en la inmigración. Se ha enfrentado bien a un drástico cambio de circunstancias vitales, a menudo con poca ayuda del gobierno o las clases superiores. La ideología neoliberal ha encontrado cierta bondad perversa en esa falta de ayuda; los individuos y los grupos sociales se han visto obligados a enfrentarse unos con otros en público, en vez de convertirse en mendigos como los clientes de la antigua Roma, que se alimentaban como parásitos de sus amos. Aunque la competencia no sirve para remediar la escasez de servicios sociales y bienes públicos. Para bien o para mal, los contornos salvajes de la vida social en el ámbito público significan que hay que sortear las diferencias todos los días.

Las identidades, en la ciudad, no se forman en un gran esquema sino en intercambios sociales aparentemente microscópicos, negociaciones que separan cómo nos ven los demás y cómo nos vemos nosotros mismos. El año pasado, por ejemplo, informé a los coreanos de la lavandería de que mi hijo se había casado; la siguiente vez que fui -para reemplazar otro juego de gemelos perdido- la madre me dio un paquetito de dulces que había hecho. Ahora bien, cuando llegaron las fiestas y le compré una lata de caviar para corresponder, la aceptó sobre el mostrador pero me miró con una expresión que sólo puedo calificar de miedo, como si mi regalo recíproco supusiera una exigencia que ella, tal vez, no iba a poder cumplir. Es el principio del potlach de los indios: el que hace el regalo es el que manda. Pero en esta ocasión se aplicaba a una situación en la que el límite entre cliente y amigo se había difuminado, debido a su propio impulso inicial de generosidad. Este pequeño incidente subraya lo irreales que son las imágenes de una comunidad urbana basada en la reciprocidad y la entrega mutual, un legado de las ideas del siglo XIX sobre la Gemeinschaft [comunidad]. Como sucede en el caso de las raíces, la Gemeinschaft es un tópico que estorba a la hora de comprender las relaciones desequilibradas entre nosotros y los demás en lugares como Nueva York. Con sus mezclas extremas de clases, etnias y razas. Las personas pueden sentirse atraídas unas hacia otras. Pero no para borrar los límites y consumar la unión. Aunque es verdad que la globalización está creando ciudades con una mezcla cada vez mayor de gentes, las definiciones de la identidad siguen estando en la superación de esas fronteras. Sobre todo en la concreción de las líneas que no se pueden cruzar o poner de manifiesto ni en un detalle tan frívolo como un intercambio desigual de regalos. Este detalle ayuda a mantener una cosa importante, la sensación de que tenemos el control de nosotros mismos y nos negamos a «fundirnos» en una ciudad que, desde hace mucho, está considerada como el crisol del mundo. Aprender a sortear las discrepancias es el argumento de la identidad y la ciudad es el escenario que necesita.

El narrador en el lugar de trabajo

Los primeros autores que escribieron sobre el trabajo capitalista, como Adam Smith, creían que los relatos de la vida en el ámbito laboral desaparecerían en el mundo industrializado, porque las tareas de los hombres estarían cada vez más dominadas por una rutina monótona. No ha sido así. Igual que adquirimos los conocimientos mediante la repetición y la rutina, en el mundo laboral, hasta la rutina más soporífera puede servir para construir un relato de vida acumulativa. He entrevistado a un conserje que me relató una dramática historia laboral a partir de unos aumentos de salario lentos pero constantes, obtenidos mediante el trabajo rutinario; ahora era barrendero en paro y se sentía privado de algo honorable o significativo que relatar sobre su vida, porque había perdido lo que otras personas más favorecidas podrían considerar un trabajo aburrido.

El lugar de trabajo contemporáneo, con su flexibilidad, plantea un desafío muy distinto para la tarea de elaborar nuestro relato laboral: ¿cómo se puede crear una sensación de continuidad personal en un mercado de trabajo en el que las historias son erráticas y discontinuas, en vez de rutinarias y bien definidas? En cierto sentido, lo que le ha ocurrido recientemente al capitalismo global es muy sencillo. Tras la segunda guerra mundial, el sistema capitalista se solidificó en grandes burocracias piramidales, ligadas a la suerte de las naciones-estado. Dichas pirámides empezaron a desintegrarse a finales de los setenta. Hoy se ha cortado el cordón entre la nación y la economía y las empresas han sustituido su solidez burocrática porr redes más fluidas y flexibles, conectadas con todo el mundo. Estas históricas modificaciones de la forma burocrática han alterado la forma que tiene la gente de experimentar el paso del tiempo en el interior de las instituciones. En el lenguaje de antes, una «carrera» era un camino recto y claramente trazado, mientras que un trabajo era un cargamento de carbón o madera que podía llevarse de un lado a otro, de forma indiscriminada. En ese sentido, los trabajos están sustituyendo a las carreras en el mundo laboral moderno. Ahora son pocos los que trabajan durante toda la vida para una misma empresa; una persona joven en Gran Bretaña o Estados Unidos, tras varios años de universidad, puede esperar trabajar, por lo menos, para doce empresas a lo largo de su vida; su «base de conocimientos» va a cambiar, como  mínimo, tres veces: por ejemplo, los conocimientos de informática que aprendió en el colegio estarán anticuados para cuando tenga treinta y cinco años.

La reducción de los periodos de empleo coincide con la de la vida institucional de los empresarios, con compañías que se fusionan y reestructuran a una velocidad impensable hace una generación. Aunque la publicidad de esos cambios institucionales invoca un aura de precisión con palabras como «rediseño», la mayoría de las transformaciones empresariales son caóticas, los planes organizativos surgen y desaparecen, se despide a empleados para volver a contratarlos, la productividad desciende a medida que la empresa pierde de vista un objetivo sostenido. No se puede pretender que los trabajadores entiendan ese caos mejor que sus jefes. Incluso en las empresas más disciplinadas, el trabajo está dejando de ser la constante repetición de labores prevista por Adam Smith para consistir en tareas a corto plazo desempeñadas por equipos, y el contenido del trabajo en las compañías flexibles se modifica como rápida respuesta a los cambios de la demanda mundial. Esas modificaciones del trabajo están también fuera del control del individuo o el equipo. Todos esos cambios materiales dificultan el esfuerzo de elaborar un relato ininterrumpido. De hecho, he descubierto que a los empleados de empresas flexibles y de vanguardia les resulta muy difícil elaborarlo, igual que obtener un sentido de identidad personal a partir del trabajo. Esta afirmación general necesita una matización inmediata: la falta de ese relato sostenido no preocupa a muchos empleados jóvenes. Ahora bien, cuando un hombre o una mujer se casan, empiezan a tener hijos, asumen la carga de una hipoteca y los demás accesorios de la mediana edad, la falta de contenido del trabajo empieza a hacerse patente; con la edad, la gente necesita dar más sentido a su vida y dejar de verla sencillamente como una serie de acontecimientos al azar. Es una necesidad práctica, porque una historia laboral es más que un mero informe de los hechos ocurridos en el trabajo; tiene una función crítica y de evaluación.

La opinión sobre el trabajo, en general, se divide en tres partes: el relato define los objetivos a largo plazo, mide las posibles consecuencias del riesgo y determina el ritmo y el alcance del consumo familiar. «Mi historia laboral», decía un técnico de ordenadores, «consiste en pasar de una cosa a la siguiente, vivir al día». Esta observación aparentemente inocua resultó ser, en el curso de las entrevistas, la auténtica fuente de su malestar.

«He perdido mis objetivos profesionales», decía más tarde, bajo la presión de tener que responder a las demandas de cuatro empresas diferentes; con su puesto de trabajo siempre en el aire, le costaba valorar si debía irse antes de que le despidieran; en cuanto a marcar su ritmo de consumo, que, en su caso, significa hacerse cargo de la hipoteca de una casa más grande para una familia que aumenta, «tengo miedo de estar atrapado por responsabilidades que no pueda manejar». El mundo laboral le parece ilegible; en realidad, es ilegible. Pero limitarse a dejar las cosas así «me haría sentirme estúpido, y no lo soy». Las interpretaciones, desde luego, no controlan las realidades sociales. Pero brindan a las personas una sensación de tener una «herramienta» personal; un tópico -aunque seguramente sólo lo sea para los sociólogos- que hay que concretar. El fenómeno de la herramienta en la narración de una vida real recuerda a lo que los novelistas denominan «voz».

Flaubert definía la voz de forma sucinta: «El autor debe estar presente en todos los rincones de su historia, sin que se le identifique en ninguno». En literatura, el fenómeno de la voz nos hace conscientes de que alguien nos habla de la gente o las cosas, corta, edita y organiza lo que nos dice. Sentimos esa presencia incluso en relatos como El sistema periódico, de Primo Levi, una historia de los campos de concentración nazis en los que el autor está totalmente a merced de sus guardianes. La «herramienta» actúa de la misma forma en la vida corriente. Piénsese en lo que sucede cuando una persona debe enfrentarse a traumas de trabajo como el despido, un hecho frecuente para los empleados de mediana edad en el nuevo orden laboral. Aquí, la herramienta consiste en retroceder, distanciarse algo de lo ocurrido. Incluso el hecho mínimo de contarlo puede ayudar a ese distanciamiento; por ejemplo, una secretaria me decía: «Cuando X estaba explicándome porque tenían que despedirme, me di cuenta de que la verruga de su nariz parecía más oscura». El hecho de que mencionara la verruga indicaba que no se sentía abrumada por el rechazo.

Eso es una herramienta narrativa. La herramienta debe ceñirse estrictamente a las instrucciones de Flaubert. Es decir, el narrador ordinario se debilita y se vuelve vulnerable a los acontecimientos, al introducir su «yo» como protagonista. Una administrativa despedida, por ejemplo, me decía: «De pronto, una máquina hace mejor mi trabajo y me despiden, y lo primero que pensé fue: “Qué tonta fui todos esos días que me quedaba más horas en la oficina para terminar el trabajo”». La pérdida del puesto de trabajo constituye un momento de traición; las largas horas, la disciplina autoimpuesta significan poco a la hora de construir su relato laboral. Además, narra el hecho de una forma que acentúa su vulnerabilidad; su «yo» está completamente expuesto; pero su sentido de la herramienta es escaso.

Algunos analistas, como John Kotter, el gurú de la Harvard Business School, creen que estas experiencias de traición indican la incapacidad de los trabajadores para adaptarse a un mundo laboral que no admite narraciones, al menos no esas que parecen largos novelones victorianos. Su opinión implica que la secretaria se equivocaba al concebir su identidad laboral como una historia sostenida con un desenlace en el que invierte tiempo y esfuerzo y recibe, por lo menos, la mínima recompensa de conservar el puesto. Según Kotter, esa historia se ha quedado anticuada; no tenía que haber albergado tales esperanzas. Pero pocas personas pueden dedicar el tiempo que exige la economía moderna y hacer frente a sus tensiones creyéndose sencillamente camaleones y considerando que su trabajo no ofrece más que una serie inconexa de tareas. Las acciones de la herramienta personal, la experiencia de recortar y dar forma, distanciarse y resistir o juzgar con sentido práctico, están ausentes en muchos relatos laborales modernos. El motivo está relacionado con el propio trabajo, más que con un fracaso emocional o intelectual de los empleados.

Una identidad, como hemos visto, se forma a través de la interacción social de personas en los contornos de sus personajes, esa superación de los límites entre yo y el otro. Pero en el lugar de trabajo moderno, el otro -encarnado en la persona de una figura de autoridad- suele estar ausente. Como en el caso de la ciudad, los directivos de la empresa prefieren estar ausentes de la interacción diaria con la masa de empleados; en la oficina, esta huida del compromiso deja a los trabajadores sin un antagonista necesario.

El trabajo sin reconocimiento

La ausencia de autoridad en la oficina es una consecuencia de los cambios en la forma burocrática del nuevo capitalismo. La empresa moderna ha querido eliminar capas de burocracia, actuar a través de equipos y células de trabajo, pero en pocas ocasiones esas empresas reformadas se convierten en terrenos de juego nivelados. En todo caso, el esfuerzo de crear una organización más flexible centraliza el poder en la cima. Gracias a  la utilización actual de las tecnologías de la información, es posible transmitir órdenes desde este núcleo central rápidamente y a todo el conjunto, con menos mediación e interpretación a lo largo de la cadena de mando que en las burocracias piramidales de viejo estilo. La dirección puede además calcular los resultados de forma instantánea y sin ayuda, gracias a la informatización de los datos empresariales.

En estas empresas flexibles se abre una brecha entre la función de mando y la de respuesta. Ello significa que hay un núcleo central que establece los objetivos de producción o de beneficios, da las órdenes necesarias para la reorganización de determinadas actividades y luego deja que las células o los equipos, aislados dentro de la red, cumplan esas directrices lo mejor que pueda cada grupo. A los que no pertenecen al cuerpo directivo se les dice lo que deben conseguir, pero no cómo conseguirlo. La separación entre la orden y la respuesta aparece, muchas veces, en los momentos en los que una empresa intenta renovarse y tantear su camino hacia otro tipo de estructura.

En Microsoft, en 1995, les dijeron de pronto a los programadores de categoría intermedia: «Pensad en Internet», sin muchas pistas de qué podía suponer eso en la práctica. Esta orden expresa una intención más que una acción; de esa forma, Microsoft trasladaba el peso de la responsabilidad hacia abajo, a los cuadros medios que intentaban descifrar qué hacer exactamente sobre las intenciones de sus jefes.

Hoy en día, empresas como IBM practican esa división entre la orden y la respuesta y ese traslado de la responsabilidad hacia abajo como un rasgo permanente de la vida institucional; una práctica que supone un marcado contraste con la cadena de mando paternalista y estrictamente organizada que ha gobernado la empresa durante la mayor parte de la historia. El economista Bennett Harrison caracteriza la división corno una concentración del mando sin centralización de la ejecución. El eufemismo para esto, en la jerga del nuevo laborismo, es «desregulación del lugar de trabajo ». En realidad, consiste en un régimen de indiferencia. Las órdenes no han desaparecido, ni tampoco la rigurosa valoración de los resultados. Ha disminuido la dedicación al proceso real de trabajo, así corno esa piedra angular de la autoridad que representa la disposición a hacerse responsable de las órdenes que se dan. Hay que decir que las necesidades de la economía flexible obligan muchas veces al jefe a actuar como un deus absconditus.«Todos somos víctimas del tiempo y el lugar», decía un consultor, al observar la caótica situación de una empresa en plena reorganización.

Como es natural, dado que era uno de los arquitectos del cambio, al decir eso rehuía su responsabilidad personal. Pero la desregulación es un término más oportuno de lo que creen muchos de sus apóstoles; el consultor comprendía que las empresas más flexibles caminan al borde de la desorganización y son muy poco estables; de forma que se protegía desapareciendo en la guarida nietzscheana en la que el gobernante no pretende ser el amo del destino.

La misma desaparición se produce en la imagen preferida por la empresa flexible para hablar del esfuerzo colectivo: el equipo. El trabajo de equipo en la empresa flexible es creación de las industrias japonesas del automóvil y la electrónica; cuando se exporta, sobre todo a Gran Bretaña y Estados Unidos, suele modificar su carácter. Los directivos japoneses suelen estar en la planta y discuten (o, para oídos occidentales, gritan) con los miembros de varios equipos, mientras que, en su variedad exportada, el equipo tiene mucha menos relación con el jefe. Es un «entrenador», como en el deporte, que anima a los jugadores del equipo pero no participa personalmente en el juego. En las formas angloamericanas de trabajo de equipo, cada grupo considera a cada persona responsable de los resultados colectivos, con una excepción habitual: el jefe-entrenador. Estos equipos no son verdaderamente autónomos: el grupo resuelve la manera de cumplir las exigencias de fabricación o producción que, a menudo, la dirección ha fijado, a propósito, demasiado arriba; su jefe inmediato no traslada esas exigencias a la acción -y, en mi experiencia, pocas veces se arriesga a defender la legitimidad de las ordenes de arriba-, sino que «facilita» la discusión sobre cómo van a obedecer los trabajadores. Como consecuencia, el trabajo de equipo en Occidente se caracteriza mucho más por la recriminación fraternal que el esfuerzo japonés.

A los trabajadores que se encuentran en el lado de la brecha encargado de ejecutar las órdenes, lo que más les preocupa -he descubierto- es que pierden lo que podría denominarse un testigo laboral. El empleado trabaja en el vacío, incluso en los equipos de estilo occidental, e interioriza la carga de intentar dar sentido a su trabajo. Podría parecer, desde un punto de vista lógico, que eso dejaría al individuo libertad para atribuir el significado que quiera a su labor. En realidad, sin un testigo que reaccione, que dude, que defienda y esté dispuesto a asumir la responsabilidad por el poder al que representa, la capacidad de interpretación de los trabajadores se queda paralizada.

Ha desaparecido una cualidad esencial de la discrepancia cognitiva productiva: la relación con otros en el entorno, de forma que se puedan volver a desentrañar las dificultades, las discrepancias y las diferencias. La consecuencia es que muchos empleados crean una versión idealizada del «hogar» en sus cabezas; que harían si fueran verdaderamente libres, cuál sería el trabajo perfecto que hiciera uso de sus capacidades. Se produce una escisión en la conciencia del tiempo de manera tal que, por un lado, hay una crónica pura de los acontecimientos y, por el otro, una imagen de lo que tendría que ser.

Esta imagen idealizada de cómo tendría que ser el trabajo no interactúa con la crónica. Se retrae al ámbito del «si». El técnico informático me decía: «Si pudiera conseguir un poco de dinero para empezar, unos cuantos millones, podría crear una gran empresa». Pero sabe que las posibilidades son mínimas.

De hecho, sólo el 4 por ciento de las empresas que comienzan en Estados Unidos encuentran capital inversor externo y, de esas firmas, más del 90 por ciento quiebran antes de tres años. Por tanto, el sueño de una identidad laboral en la que el individuo tiene ocasión de ser el mismo se convierte en el secreto del empleado.

En jerga de sociólogos, la falta de un testigo disminuye el poder de la herramienta. Recurro a este lenguaje híbrido para subrayar que lo que provoca el debilitamiento de la herramienta es un fallo social, no una debilidad psicológica. El reconocimiento, podríamos pensar, debe tener resultados: una promoción, una subida de sueldo.

Sin embargo, el proceso real de trabajo -es decir, el tiempo que se dedica a trabajar- tiene otra lógica de reconocimiento: el empleado necesita estar en contacto con alguien que encarne el poder institucional y esté dispuesto a hablar en su nombre, especialmente cuando las cosas salen mal o cuando las exigencias resultan imposibles de cumplir. Pero la brecha entre la orden y la ejecución significa conservar el poder al tiempo que se cede la autoridad.

Conclusiones

Mi argumento, por tanto, se reduce a esto: podemos vivir sin autoridad en lo que se refiere a nuestro sentido del lugar, pero no en lo que se refiere al trabajo. El lector avispado tendrá objeciones, sin duda, pero esta abstracción mezcla dos tipos de personas.

Los inmigrantes coreanos poseían un pequeño negocio de tipo muy tradicional; el técnico informático vive en las afueras. Pero esta objeción no hace sino acentuar la pregunta que deseo plantear: ¿qué nos jugamos personalmente en el capitalismo flexible y global? Parece una perogrullada decir que todas las personas tienen identidades compuestas, es decir, diferentes tipos de historias que cuentan para justificarse, según qué parte de aquéllas aspiren a explicar.

Mi anciano banquero del principio, que era homosexual, trazó un relato muy distinto, de exclusión e inclusión en la sociedad de Boston, cuando empezamos a hablar de sexo; los coreanos contaban otra historia de conflicto personal cuando hablábamos de política internacional, en la que Nueva York era un elemento secundario. El tópico de la identidad compuesta adquiere más peso cuando se distingue esa identidad de nuestra propia imagen personae; la identidad es el proceso de superar nuestra propia imagen en el mundo, por muy interna que sea, y este tipo de actividad diplomática suele desarrollarse al mismo tiempo en muchos frentes.

En el capitalismo moderno, estas medidas de superación se han venido abajo en el frente laboral. El régimen de poder y tiempo en la empresa moderna supone graves obstáculos para poder extraer una identidad a partir del trabajo. Cuando los empleados sucumben a este régimen, les resulta difícil incorporar la experiencia laboral a la composición de la identidad.

En cierto modo, distinguir el lugar y el trabajo podría ser útil para los defensores de la globalización, al menos en parte. La promesa de la globalización es una trayectoria vital desregulada, móvil y constantemente reelaborada. Esto evoca una realidad contemporánea indudable con auténtico valor personal; pero no en la esfera social en la que se supone que debe ocurrir.

Lo que el neoliberalismo quiere conseguir en el ámbito del trabajo es más fácil de lograr en los lugares -sobre todo las ciudades- en los que vive la gente globalizada. En mi opinión, sin embargo, hacer esta diferenciación ayuda a agudizar la crítica de la globalización. Las luchas de las gentes globalizadas para fabricarse un espacio propio en el trabajo ponen de relieve lo que falta en el corazón económico del sistema global.

Hay un régimen de poder que actúa guiándose por un principio de indiferencia hacia aquellos que están en sus garras, un régimen que pretende evadir, en el lugar de trabajo, la responsabilidad por sus actos. La esencia de la política de la globalización es encontrar maneras de responsabilizar a ese régimen de indiferencia. Si fracasamos en este esfuerzo político, sufriremos una profunda herida personal.

En: GIDDENS, Anthony y HUTTON, Will (eds.), En el límite. La vida en el capitalismo global. Barcelona, Tusquets, 2000, pp. 247-267.

Richard Sennett, visto en sociologando.org.ve