Sherlock Holmes tenía, como Funes el Memorioso, una memoria espléndida, y un ojo sagaz, es decir, que se atrevía a mirar lo que otros no querían, y una capacidad inductiva más poderosa que la de Aristóteles, que jamás pudo dejar de pensar como burgués. Las virtudes de Holmes, de Doyle, deberán ser las virtudes de todo sociólogo. Equivalgamos simbologías: la memoria representa a la erudición histórica, el ojo a la sabiduría política y económica, y la inducción a la filosofía. La relación que haya entre lo histórico, lo monetario, lo social y lo racional determinará la relación que hay entre la filosofía y la ciencia, entre las ideas y los actos.

Si los recuerdos son erróneos y si basándonos en ellos ejecutamos conjeturas, hipótesis y métodos científicos, ¿es nuestra ciencia útil o es mera ideología? Holmes sabía que todo caso criminal podía ser inquirido a través del silogismo, que siempre deberá partir desde la observación. Un desconocido entra a la oficina de Holmes, se presenta, y en menos de diez segundos nuestro detective induce o produce conocimiento. Habla Holmes (`La aventura del constructor de Norwood´): “Ha dicho su nombre como si yo debiera conocerlo, pero puedo asegurarle que, además de la información evidente como de que usted es soltero, procurador, masón y asmático, no sé más de usted”.
¿Cómo supo el personaje de Doyle todo esto? Watson, su comentador, afirma que lo supo por el “descuidado atuendo del hombre” (la mujer civiliza al hombre, creía Lugones), por sus “documentos legales” (reconocimiento tipográfico), por el “amuleto del reloj” (semiología mistérica) y por la “pesada respiración” del sujeto (saberes médicos). Los andantes caballeros, decía nuestro Quijote, saben muchas cosas. ¿Qué fenómenos sociales observa un procurador o político que es masón y soltero y además asmático? ¿Procurará, antes que cualquier cosa, mejorar los servicios para la salud de la ciudad? Construir, más que observar, es la labor de la sociología.
Max Weber le propone al sociólogo construir, como Holmes, su objeto de estudio, y luego cribar lo esencial de lo accidental (¿el procurador es más masón que procurador?, ¿su vida se parece más a la de un asmático que a la de un solterón?), y luego verificar patrones conductuales. Hecha la labor, se procede a establecer leyes, a explicarlas, a comprobarlas en la historia y a cuestionar, con Kant, los límites de nuestros razonamientos. Holmes, como los Padres de la Iglesia, no pensaba en substancias, en personas, pero sí en situaciones, en tramas, en urdimbres, como buen literato (sólo Shakespeare elude tal virtud sin dejar de ser virtuoso).
El sociólogo, como Holmes, no deberá pensar en los intercambios comerciales (A le da a B), pero sí en sus causas, tanto ideológicas como económicas (la idea X provocó que Z hiciera, usando la coerción intelectual y material, que A “pensara” que debía darle algo “concreto” a B). ¿Por qué un manufacturero le regala una Biblia al presidente de la empresa?, podríamos preguntar. O mejor todavía, podríamos cuestionar así: ¿qué significa regalar una Biblia?, ¿qué significa regalarla delante de todo el sindicato?, ¿qué regalarla envuelta en una caja? Una Biblia concentra y representa ciertos valores, y tales valores pueden ser los deseados por el mentado sindicato.
Un presidente empresarial que conoce a sus súbditos y que entiende que los tales son pequeñoburgueses o proletarios acomodados, sabe qué valores promueven los tales, sabe que al recibir la Biblia se verá obligado a emitir un discurso bíblico, que será grabado y usado en su contra después. Cabe preguntar: ¿por qué interesarnos en el intercambio bíblico y no en el mero discurso del presidente? El detective Holmes afirmaría que así debe hacerse porque siguiendo con rigor una cadena de hechos podemos llegar hasta la causa original, que jamás será material, pero sí mental (los abogados le llaman “móvil”).
Toda sociedad tiene sus motivos, y hay que buscarlos en la historia. El hombre moderno con cabeza medieval cree en múltiples santos. ¿Por qué? Porque los canónigos medievales, afanando alejar a su Dios de las cosas materiales, multiplicaron los ángeles, los héroes, los mártires, la eleática burocracia divina (para llegar a Dios primero hay que hablar con el santo C, pero antes con B, pero antes con A). Los lectores de Jodorowsky y de Paulo Coelho, truhanes y sofistas (uso el novísimo significado de la palabra), confían en la metempsícosis, en la reminiscencia, en la reencarnación, creen en ello porque la mística moderna tiene sus raíces en la emanación mística neopitagórica, plotiniana y porfiriana (¿no creía Empédocles que había sido un pez y una mariposa y un hombre?).
Weber, pregunta: “¿cuál es el efecto `singular´ que la acción de esas leyes produce sobre una constelación `singular´, debido a que son esas constelaciones singulares las que, en nuestra opinión, tienen `importancia´?”. ¿Cómo puede el sociólogo explicar el efecto que las ideas diacrónicas ejercen sobre las sincrónicas actividades de una sociedad? ¿Por qué la gente de Rouan, ciudad y museo, no pierde sus tradiciones tan velozmente como las pierden otras ciudades similares? Hay que escamotear, de una vez por todas, la idea que tenemos sobre la “cultura”. “El concepto de cultura es un `concepto de valor´”, dice Weber. No hay culturas esenciales, no hay una esencia humana en cada pueblo causante de edificios, música o literatura (`soul´, `folk´): hay configuraciones, hay circunstancias que tal vez hagan incomparable a toda sociedad.