
El sociólogo, como todo científico, quiere usar las proposiciones que construye en los terrenos de su ciencia de manera universal. Pero hacerlo no siempre es posible. Las proposiciones de las ciencias no son como las proposiciones de la filosofía, que son generales. Las de la ciencia son, por ser científicas, particulares, y por tal describen problemas singulares, es decir, atienden sólo fragmentos de la infinita materia. Un saber científico es un saber provisional, útil sólo para arreglar un problema o para aclarar una hipótesis.
Cuando el conocimiento de la antropología, que emerge de reflexiones específicas, es aplicado a la sociología, podemos producir dos resultados: o un enriquecimiento o un empobrecimiento. Enriquecimiento si ambos saberes son de la misma substancia epistemológica, o sea, si fueron creados con el mismo ojo, con la misma perspectiva, hallazgo casi imposible. Ninguna superficie, dice Ortega y Gasset, es mirada al mismo tiempo y del mismo modo por dos ojos. Enriquecimiento si sucede lo contrario. Kant aconseja, para evitar dichos errores, recordar siempre que los juicios “a priori”, los que no han sido sacados de la experiencia o de la ciencia que nos importa, no deben ser extendidos por todos lados de manera arbitraria. Usar conceptos de la etnología para observar sociedades o usar definiciones de la psicología para escrutar lenguajes puede confundirnos.
Toda síntesis, cuando es casi perfecta, es confusión, así como todo análisis llevado al extremo es destrucción. Con la categoría “necesidad” deseamos hacer síntesis y con la categoría “universal” análisis. Lo necesario, lo enlazado, al ser fragmentado, conocido no por sus causas, sino por sus cualidades, multiplica las conjeturas. El sociólogo gustoso de la historia, el sociólogo grave, habrá notado que las sociedades parecen pequeñas, sencillas, bajo la luz de la historia, y grandes bajo la luz del entendimiento puro. La historia, siempre preñada de noticias, explica lo que hoy vemos, mientras que lo que hoy vemos, sin causalidad histórica, parece espontaneidad, casi un milagro. Común es atribuir a la palabra “innovación” el valor de la espontaneidad.
Jean Baudrillard, que estudió no sólo las sociedades, sino también los objetos que crean las sociedades para ordenarse, en su libro “El sistema de los objetos” puso las siguientes líneas:
Al mismo tiempo que cambian las relaciones del individuo con la familia y con la sociedad, cambia el estilo de los objetos mobiliarios. Sofás cama, camas de rincón, mesas bajas, estanterías, son elementos que sustituyen al antiguo repertorio de muebles. La organización cambia también: la cama se convierte en sofá cama, el aparador y los roperos en alacenas ocultables. Las cosas se repliegan y se despliegan, desaparecen, entran en escena en el momento deseado. No cabe duda que estas innovaciones no constituyen de ninguna manera una improvisación libre: las más de las veces, esta mayor movilidad, conmutabilidad y oportunidad no es sino el resultado de una adaptación forzosa a la falta de espacio. Es la pobreza la que da lugar a la invención [1].
Puede la poesía, que es alegoría, modo indirecto del habla, ser resultado, como ha señalado Ezra Pound, de algún fascismo. Puede la haraganería ser el símbolo de alguna disconformidad social y no mero rasgo de culturas no occidentales. Puede la hipócrita prensa serlo más por culpa de la “conciencia de clase” de los periodistas, que opera sin aviso, que por indigencia moral. Es menester, así las cosas, aprender que universalizar fácilmente se hace un homogeneizar. Lo que es homogéneo no presenta distinciones, y lo que es universal no presenta relaciones. Un color, un tono, una forma, es una distinción, algo palpable, pero una relación es algo no palpable. Las relaciones son saberes “a priori” y no están a la mano de los sentidos. El amor con que el padre paga profesores para sus hijos es, en sí mismo, causa y efecto. Pago y amor, por ser aunados, son casi indiscernibles para el observador.
Nuestra cultura occidental, individualista, exaltadora del talento, sin saberlo echa mano de la poesía, acto de iconoclastas, para labrar sus ideales, que labran a su vez la epistemología o modo en que contemplamos el mundo. “El culturalismo es un cristianismo sin Dios”, dijo Ortega y Gasset [2]. Él insinúa con Unamuno que muchos valores que profesamos fueron inventados por el cristianismo, y que hoy los que niegan al cristianismo son como parásitos que no saben dónde están comiendo. Se ha quitado, dice Ortega, a Dios sus atributos y se han transformando en otros dioses. A Jesucristo, sumo individuo donde encarnó Dios, según la mitología eclesiástica, se le robó la “individualidad”, la emanación, y con ella se han hecho poemas cantores del hombre de carne y hueso, como el que protagoniza los poemas de Walt Whitman. Su “Song of Myself” comienza así: “I celebrate myself, and sing myself./ And what I assume you shall assume,/ For every atom belonging to me as good belongs to you”. Y traducido por León Felipe suena así: “Me celebro y me canto a mí mismo./ Y lo que yo diga de mí, lo digo de ti,/ porque lo que yo tengo lo tienes tú/ y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también” [3].
El afán de igualdad igualó los átomos, la materia, o sea, las nociones de esencia, substancia, causalidad, intención, etc. Lo que mueve al prójimo, luego, también me mueve a mí. Lo que asusta al chino, así, también me asusta a mí. Lo que exalta al indo, pensamos, también exalta al californiano. Tan bello poema nos hace creer, como los antiguos, que debajo de toda forma o grupo de cualidades hay una substancia, y que toda substancia, por ocupar un espacio en la infinitud, merece loas y elogios, pues es única.
El sociólogo de fuste invierte el orden y tiene por lo primero y casi más importante lo superficial, mas no por lo único. La superficie es vía hacia la esencia de las sociedades, pero no su explicación total. Lo superficial, por ser infinito para los sentidos, es inagotable, lo cual no desalienta al sociólogo, que por ser antes filósofo que científico sabe alzarse para encontrar sus principios.
Las sociedades, trastocando palabras de Camilo José Cela, sufren “terremotos sociológicos”. Poco importa que se mueva la tierra, pues sigue siendo tierra. Poco importan las revueltas de las sociedades mientras sigan siendo sociedades. Emigran los judíos cargando su judaísmo, por ejemplo. Dijo con belleza y verdad la señora Caldwell: “El reloj de sol no conoce la enfermedad ni la muerte. La enfermedad, para el reloj de sol, no se llama avería: se llama terremoto. Su muerte, Eliacim, sería la muerte del sol” [4]. No habría hora sin sol y no hay sociología sin filosofía, única capaz de determinar qué es humano y qué no. Y lo más humano es el lenguaje. Puede el lenguaje ser sistema para hablar sólo de objetos, o para parlar de hombres, o para describir situaciones, o para engendrar proposiciones, nuevo lenguaje.
El primero es simbólico y causa fenómenos como el descripto por Baudrillard. El segundo es humanista, y signa sentimientos e ideas cosmológicas como las que oímos al proferir los versos de Whitman. El tercero es histórico, político y económico. El marxismo explica que la historia nace del estómago del hombre, de sus instrumentos para trabajar, de sus ocios, de su familia y de su comerciar, actividades insoslayables que por fuerza crían palabras. En el texto de Marx y Engels titulado “Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista”, leemos:
El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje “es” la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios de relación con los demás hombres [5].
Sólo el filósofo analítico que todo sociólogo es puede entresacar de lo que parece tecnocracia un poco de humanismo, o de la pasión económica ocultos afanes de revolución histórica.
Finalmente, el lenguaje puede multiplicar las categorías mentales para enriquecer la existencia, es decir, para dar variedad a la teleología. Ejemplo de ello lo hallamos en la Biblia (John 14: 1-2): “Let not your heart be troubled: ye believe in God, believe also in me. In my Father´s house are many mansions; if it were not so, I would have told you. I go to prepare a place for you” [6]. Marx vio que es la Biblia sustento casi perenne del pensamiento humano, que no puede sostenerse en las alturas del filósofo día tras día. En la Biblia, archivo de mitologías y pensamientos primitivos y altísimos, se enseña a los pueblos a crear rituales con cosas, “sistemas de objetos”, como dice el título del libro de Baudrillard citado, y a poetizar como Whitman, gran lector suyo. ¡Todavía es la Teología, véase, sima y cima de la mente!
Fuentes de consulta:
[1] BAUDRILLARD, Jean, El sistema de los objetos, Siglo Veintiuno Editores, México, D.F., 2003.
[2] ORTEGA Y GASSET, José, El tema de nuestro tiempo, Editorial Porrúa, México, D.F., 2002.
[3] WHITMAN, Walt, Canto a mí mismo, Posada, México, D.F., 1997.
[4] CELA, Camilo José, Mrs. Caldwell habla con su hijo, Biblioteca Básica Salvat, Navarra, 1972.
[6] THE HOLY BIBLE, King James Version, National Publishing Company, Tennessee, 1978.
[5] MARX, Carlos, ENGELS, F., Obras escogidas en tres tomos, Tomo I, Editorial Progreso, Moscú, 1980.