
Conviene recordar que la “acción popular” o posibilidad de ejercer la acción penal -a través de la denominada acusación popular- es un derecho constitucional de todo ciudadano -consagrado en el artículo 125 de nuestra Carta Magna- aunque aquél no haya resultado ni víctima ni perjudicado directo por el hecho delictivo.
Asimismo, debe recordarse que el Derecho penal (el cual establece aquellas conductas consideradas delictivas y las consecuencias para quienes las realicen) es un Derecho público. Ello comporta que, en la generalidad de los supuestos, se considera ofendido por el delito no tan sólo a la víctima sino a la sociedad toda, pues la conducta lesiva ha atentado a un bien o interés “teóricamente” consensuado como digno de la máxima protección por parte del conjunto de ciudadanos que se sienten, por ello, también afectados.
En definitiva, en esas infracciones no cabe resolver el tema a través de una negociación entre ofensor y ofendido, ni cabe tampoco la venganza privada sino que debe participar en la respuesta toda la sociedad.
Una víctima podría pensar en perdonar o negociar –por ejemplo- a/con quien le ha lesionado mediante una brutal paliza y decidir no acusarle por ello; pero, si tal agresión ha sido conocida, el resto de la sociedad puede y debe acusar al citado agresor pues también se siente ofendida por su conducta y amenazada por probables acciones futuras de ese individuo en el caso de que no se tomen las medidas de castigo/reinserción establecidas. Al menos esa es la teoría. Y yo en este artículo me voy a ahorrar las críticas a la misma, que no son pocas.
En consecuencia, en cuanto la autoridad competente (Fiscalía, Judicatura o Policía) tienen conocimiento (a través de denuncia, querella o percepción directa) de la presunta comisión de un hecho delictivo, deberán iniciar su persecución a través del oportuno proceso, al margen de cuál sea la voluntad de la víctima (salvo en el supuesto de los delitos sólo perseguibles a instancia de parte, que son una minoría -relacionada con el honor, intimidad, etc.-).
En el tal proceso, corresponde a la Fiscalía, como representante de la sociedad -y también de la víctima al ser el miembro de la misma directamente ofendido-, ejercer la acusación a la par que garantizar el respeto a la legalidad en el procedimiento. En definitiva, es la sociedad ofendida la que acusa a través de ese Ministerio fiscal (acusación pública).
La víctima puede, a su vez, ejercer también una acusación propia -y complementaria generalmente a la del Fiscal- a través de un abogado que impulsa así la denominada acusación particular.
La posibilidad de esa acusación particular se halla del todo justificada en aquellos supuestos en los cuales la Fiscalía entiende que no existe causa para la acusación en tanto que la víctima cree lo contrario, o en aquellos en que la pretensión acusadora particular es distinta a la del fiscal.
El sujeto ofendido por el delito puede por tanto confiar simplemente en la tarea del fiscal o reforzarla a través de la precitada acusación particular. Obviamente no se le puede negar al sujeto pasivo del delito ese derecho a acusar, bajo el pretexto de existir ya un representante de la sociedad (y por tanto, como ya se ha dicho, también de la víctima) que debe hacerlo (fiscal que actúa en nombre del Estado). Y ello es así pues, aún en el supuesto de que la Fiscalía entendiese que no hay ofensa alguna, la víctima como receptor directo de la presunta conducta lesiva a sus intereses/bienes debe tener una consideración especial para ejercer su posible discrepancia al respecto.
Así las cosas, se hace obligado preguntarse el ¿para qué sirve la “acusación popular” citada al inicio de este artículo?
Al margen de que tal figura se halla prevista constitucionalmente y ello la avala -sin más- en tanto el texto constitucional no se modifique, comprobaremos seguidamente su utilidad.
Para ello y sin perder de vista que además de la víctima, toda la sociedad –esto es todos y cada uno de sus miembros o grupos de ellos- es la ofendida por el delito, lo lógico es que todos esos ciudadanos –de los que emanan los poderes públicos en nuestra democracia- puedan ejercer también la acción penal.
Podrá parecer una redundancia que ante un mismo y presunto delito acuse un fiscal (acusación pública), la propia víctima (acusación particular) y cualquier otro ciudadano, grupo o asociación (acusación popular), pero dado que sus pretensiones –que admitirá o no el órgano juzgador- pueden ser discrepantes, convendrá que todos esos legitimados en el ejercicio de la anteriormente citada acción penal puedan manifestarse.
Frecuentemente se cuestiona y critica que, al representar ya la Fiscalía a toda la sociedad, otro miembro del cuerpo social (distinto al especial supuesto de la víctima antes tratado), pueda también activar esa acusación, la cual ya es ejercida -en su nombre y en el de todos- por el acusador público. Al respecto deberá responderse lo comentado en el párrafo anterior sobre esa posible redundancia: que es necesaria por las probables y legítimas discrepancias.
Y esa “redundancia” de roles es, además, del todo necesaria ante el riesgo de que, al ser en nuestro país la Fiscalía “dependiente” del ejecutivo (que nombra al fiscal superior) y estar sus miembros sometidos a jerarquía, pueda ser torticeramente utilizada.
Y de hecho lo ha sido en numerosas ocasiones. Hemos visto desde una Fiscalía ciega frente a notorias presuntas infracciones, hasta Fiscalías inquisidoras en exceso, pasando por Fiscalías que defienden mas al reo que sus propios abogados defensores (y en mi opinión sin que la legalidad les obligase en absoluto a ello). Los ejemplos son de dominio público y todos los tenemos en mente.
Pues bien, ante el riesgo de existencia de esa posible falla del Ministerio fiscal y asimismo de posibles maniobras discutibles por parte de las acusaciones particulares (que también existen, al abstenerse de acusar o retirarse acusaciones a través de acuerdos mas o menos adecuados), únicamente la presencia de una acusación popular permitirá –en su caso- mantener vivo el proceso en busca de la justicia (como mínimo formal) que exige y merece la sociedad ofendida.
En definitiva, ante un fiscal que no acuse, no tiene por qué cederse únicamente la persecución del presunto delito en favor de una acusación particular (lo que dejaría el tema a merced del criterio –violentado o no- de la víctima y de sus posibles pactos –pues ello, incluso si se trata de pactos libres y legales, resulta contrario, en principio, a un Derecho público, a pesar incluso de determinadas previsiones del Estatuto de la Víctima-). De ahí la necesidad del rol de acusador popular como garante último de la existencia de un proceso. Hemos tenido ejemplos del buen servicio a la Justicia prestado por esta clase de acusación en supuestos de inexplicable inhibición por parte de las otras acusaciones.
La institución de la acusación popular es pues una válvula de seguridad en el ejercicio de la acusación penal, por si las acusaciones pública y/o particular no funcionan como debieran. Viene a obedecer, al margen de su propia esencia democrática, a una especie de desconfianza en el resto del sistema que, lamentablemente y por las razones antes expuestas, resulta del todo razonable. Y por ello, bienvenida sea si actúa con absoluta buena fe procesal (por lo demás, a todos exigible), dado que favorece al fin de la justicia, lo que siempre resulta loable. Por tanto es acertada su existencia a pesar de interesadas y antidemocráticas críticas. Por cierto, un manido recurso en contra de tal figura es que en el resto de Europa no existe. Para mí la respuesta es simple: no todo lo del resto de Europa es bueno; y en este caso solo cabe indicar que si tal tipo de acusación no existe en otros países, peor para ellos.
Ciertamente que esta figura puede dar lugar a abusos y a malos usos (como parecen mostrar algunas noticias de actualidad -“Manos limpias”, etc.-), pero no distintos a los que pueden generar las otras acusaciones y que, en todo caso, merecerán la adecuada respuesta.
Asimismo, y desde la óptica del abogado de la defensa, no es menos cierto que esas acusaciones populares pueden torpedear determinados acuerdos legítimos obtenidos –en su caso-con las acusaciones pública y particular, perjudicando así las expectativas más favorables al reo. Pero no es menos cierto que todas las partes implicadas deben poder ejercitar sus legítimos derechos.
La acusación popular existe, pues, por imperativo constitucional y por resultar necesaria. Y existe sin limitación alguna, a pesar de la jurisprudencia ad hoc que, en determinados supuestos, ha pretendido recortar su ámbito de intervención para dejar de imputar a unos reos (léase doctrinas “Botín”) o dejarla de recortar para imputar a otros (léase doctrina Atucha), según conviniese y en base a curiosos artificios, tales como si el interés o bien jurídico lesionado por el presunto delito es privado o de relevancia pública/difusa; aspectos que ni se contemplan en la previsión constitucional.
Dicho lo anterior, me sorprendió recientemente la que entiendo infundada crítica respecto a la existencia y labor de la acusación popular, aparecida –entre otros- en un artículo del diario “La Vanguardia” (de fecha 16/3/16) referido al “caso Raval”, en el que se indicaba que la familia del Sr. Juan Andrés Benítez (fallecido en una detención policial con patente extralimitación en el uso de la fuerza empleada por los agentes intervinientes) quería pactar una conformidad con los Mossos d’Esquadra acusados y criticaba que la acusación popular personada (en este caso la “Associació Catalana per a la Defensa dels Drets Humans”, -organismo de reconocido prestigio-) lo impidiese, al mantener su acusación.
La conformidad que se perseguía estaba basada en que los acusados aceptasen declararse culpables de homicidio imprudente y admitiesen por tal delito una condena de dos años de prisión, que hasta les podría permitir acogerse al beneficio de suspensión de la pena, evitándoles el ingreso en el centro penitenciario.
Como abogado defensor y desde una visión externa del tema “caso Raval” y con pleno respeto a las posiciones de los compañeros defensores de los agentes, considero que el acuerdo es una “bicoca” para los acusados, si se me permite la expresión. Y un éxito de la defensa.
Como defensor hubiese intentado lo propio si las acusaciones me lo hubiesen permitido. La tarea de cada parte es velar por sus intereses de forma legítima y corresponderá al imparcial juzgador hacer justicia a partir de las dos “injusticias” contrapuestas que se le presentan, a cargo de las acusaciones una y de la defensa otra. Pero ahora corresponde tratar la cuestión como mero ciudadano.
Mantengo que el acuerdo antes citado es muy ventajoso pues el homicidio imprudente (en el que no se desea directamente la muerte del sujeto pero, admitiendo como posible que ésta llegase a producirse, no se adoptan las precauciones mínimamente exigibles para evitarla) se halla castigado en nuestro Código Penal con entre uno y cuatro años de prisión en el caso de imprudencia grave –y a la vista de las imágenes difundidas de los hechos, en absoluto cabe hablar aquí de imprudencia leve- frente a los diez o más años del homicidio doloso; y ello unido al hecho ya citado de que, siendo el abanico temporal previsto por la pena en abstracto de uno a cuatro años, se venga a establecer una pena concreta no superior a los dos años –que es la que permite la concesión potestativa de la suspensión- confirma que se trata de un muy favorable acuerdo para evitar el ingreso penitenciario. Máxime tratándose los acusados de unos agentes de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, de los que debe esperarse un mayor respeto a la legalidad.
También califico el acuerdo perseguido de muy favorable porque, de entrada, parece mas ajustado a los hechos –y de nuevo a la vista de las imágenes conocidas- mantener que nos hallamos ante un homicidio doloso (en el que o se desea directamente la muerte del sujeto pasivo –dolo directo- o bien sin desearse directamente se acepta de grado si es que llega a producirse –dolo eventual-) penado con entre diez y quince años de prisión. A la vista de los golpes brutales e innecesarias patadas propinadas a la cabeza, el dolo eventual –como muy mínimo- está presente en esos agentes que conocen las consecuencias del uso de la fuerza, por su propia formación profesional; en definitiva los agentes habían de saber que sus golpes podían provocar la muerte.
En todo caso, el procedimiento de Jurado acordado por el Juez instructor que se viene siguiendo en este asunto, lo es por homicidio doloso y no imprudente. Y ello liga con la pretensión de la acusación popular
Por todo eso, si existe conformidad descartando el dolo, pasando a imprudencia y, a su vez, con pena adecuada para intentar evitar el ingreso en prisión, tratándose los procesados de unos profesionales que deben tener un comportamiento ejemplar, no cabe calificar –como he indicado- al tal acuerdo sino de muy favorable para el reo.
Si como parece, la Fiscalía también está por ese acuerdo, deberá considerarse como muy tibia e inadecuada la respuesta penal –dicho sea desde una posición estrictamente conceptual-.
En este caso, la acusación popular que mantiene la imputación por homicidio doloso se halla mucho más cerca de “hacer justicia” que las acusaciones pública (fiscal) y particular (familia de la víctima). Y ello debe agradecérsele y no criticárselo, máxime con argumentos tales como que la familia desea concluir ya el proceso y que únicamente quiere un reconocimiento de la imprudencia cometida, etc.
Al respecto puede leerse en el artículo al que nos venimos refiriendo lo siguiente en boca del letrado de la familia: “El deseo mas grande de la familia de la víctima es poner fin y cuanto antes mejor a este procedimiento para poder acabar de cerrar el duelo que soporta desde la triste muerte del Sr. Benítez”, y también que desea “contribuir a cambiar algunos protocolos policiales para que en un futuro no se repitan hechos tan tristes como los que tuvieron lugar, de manera que si la expulsión de la acusación popular –solicitada al Tribunal para que el acuerdo sea posible– puede provocar el final anticipado de este proceso –con el acuerdo- es voluntad de la familia que se haga así”.
Obviamente entendemos el ansia de la familia del fallecido por pasar página lo antes posible al tema y evitar la segunda victimización que, a buen seguro, les generaría el juicio, y también compartimos su deseo de que se afinen los oportunos protocolos y actitudes policiales en evitación de futuros episodios similares.
Sin embargo –y recordemos de nuevo que nos hallamos en sede de un Derecho público- no basta con los deseos de esa familia, por respetables que sean.
Frente a su deseo de poner fin al procedimiento lo antes posible, deberá esgrimirse que ello no puede ser a cualquier precio. Y además, junto a ese deseo de la familia de la víctima, directamente ofendida por el delito, deberá considerarse el de los demás ciudadanos también ofendidos por ese delito, algunos de los cuales -a través de la acusación popular- entienden que es mas ajustado a derecho y, por tanto, justo celebrar juicio por homicidio doloso, al considerar que la conducta de los agentes merece, por su gravedad, una mayor respuesta punitiva, de acuerdo con la ley; respuesta que, por supuesto, únicamente se dará en caso de acreditarse ese dolo -del que existen indicios racionales- tras un proceso con todas las garantías para los acusados.
En definitiva, se trata de hacer justicia y no injusticia devaluando la presunta lesividad del hecho, a los solos efectos de terminar antes con el asunto. Por ello entendemos que la acusación popular está aquí, como se dijo, en la línea correcta.
Y no parece de recibo la expresión de una persona próxima a la familia del Sr. Benítez que, según el artículo de referencia, reza “es una vergüenza, no hay derecho” referida a la posición de la acusación popular. Por el contrario, tal posición es del todo ajustada a derecho y quizás la vergüenza se derivaría de unas acusaciones excesivamente condescendientes –dicho de nuevo desde una posición estrictamente conceptual-.
Por supuesto que la cuestión evidenciada en el caso “Raval”, se irá reproduciendo en otros. Un ejemplo es el caso “ITV” en que el Sr. Oriol Pujol intenta, al parecer, un acuerdo de pena baja –a pesar de que siempre había defendido su inocencia- con exoneración de su esposa y la presumible oposición de la acusación popular también personada, que deberemos aceptar como lógica y normal.
Debe concluirse, por todo lo dicho, que la figura de la “acusación popular” merece loa en nuestro país -debido fundamentalmente a la falta de independencia de la Fiscalía- y no la feroz y poco consistente crítica que se desprende de la noticia comentada y de otras voces concurrentes. De nuevo el mundo al revés.