
Recientemente se ha vivido en España, con motivo del último debate de investidura del Sr. Mariano Rajoy, un episodio de “indisciplina de voto” a cargo de algunos diputados del PSOE y de todos los del PSC que no secundaron la abstención ordenada por la gestora del partido.
Ciertamente la disciplina de voto en las democracias parlamentarias viene siendo lo normal, de forma que –generalmente- todos los diputados de una formación política votan en bloque, en el sentido decidido por la dirección del grupo en el parlamento/partido.
Y, obviamente, lo deseable será que la postura acordada por la tal dirección no lo sea en base al autoritarismo sino, por el contrario, fruto de un debate en el seno del grupo parlamentario en cuestión, de forma que más que de “disciplina”, pueda hablarse de “congruencia”.
Se vienen justificando esas votaciones “en disciplinado bloque” de los diputados de un partido en la sede del Congreso ya que, en la medida en que nuestro sistema es de listas cerradas, la ciudadanía no elige tanto a diputados individuales sino que lo hace a partidos en base a su programa, trayectoria, perfil del cabeza de lista a optar a la presidencia del gobierno, etc., y por tanto el referente es el grupo y no los sujetos.
Consecuentemente se sigue diciendo que, si los distintos parlamentarios de un grupo dado decidiesen cada cual con su criterio y en conciencia -creyendo defender así de la mejor forma los intereses de los votantes-, con ello podría desdibujarse la posición del partido como tal y a los ciudadanos se les haría mas complejo evaluar la responsabilidad del mismo en el cumplimiento o no de sus compromisos electorales. En definitiva, al ciudadano le resultaría más difícil juzgar a su partido.
Es evidente, por tanto, que el sistema de listas cerradas favorece la disciplina de voto (parece que incluso la justifica) y más si la emisión de ese voto es pública y aún más si caben sanciones a los díscolos. Y todo ello sucede en nuestra casa.
Por el contrario, en un sistema de listas abiertas, los diputados rinden cuentas al electorado a título individual y por ende sus decisiones pueden ser mas libres; la denominada indisciplina se fomenta. Esta variante o la de distritos con único diputado requerirán, al ser más complejas, una mayor implicación e interés de la ciudadanía en los temas políticos –lo que siempre resulta deseable- para alcanzar un buen rendimiento.
Dicho todo lo que antecede, convendrá asimismo indicar –aunque sólo sea para neutralizar el ambiente estigmatizador que planea sobre la indisciplina de voto- que tampoco la disciplina se salva de la crítica. Seguidamente y sin ánimo de exhaustividad expondremos tres argumentos al respecto.
Así y en primer lugar, no resulta del todo cierto mantener -como antes se dijo- que, de no existir la precitada disciplina de voto, al ciudadano le resulte tan difícil evaluar el comportamiento de una formación, pues por muy dispares (dentro del marco ideológico del grupo de pertenencia) que sean las decisiones de los distintos parlamentarios, siempre será responsabilidad del partido al que pertenecen el haberlos seleccionado para engrosar sus filas y podrá/deberá ser también evaluado por ello. Recordemos que, precisamente, esta cuestión justificaba fundamentalmente la necesidad de disciplina.
Tampoco resulta positiva esa mencionada disciplina sino, al contrario, nefasta por el riesgo de quebrar la independencia entre los poderes ejecutivo y legislativo, en los supuestos de gobiernos con mayoría. Y eso resulta extremadamente grave.
Y en tercer lugar, y cuando -como ha sucedido recientemente con el PSOE- la cúpula de un partido traiciona el compromiso con el electorado (aún en un sistema desgraciadamente carente de imperatividad en el mandato, como el nuestro), la indisciplina en una votación que vaya a consumar semejante fraude, se convierte en un fabuloso control de esos dirigentes, manteniendo las expectativas de los electores y luchando por aquellos intereses cuya defensa éstos encargaron al grupo político. La “indisciplina” en esos casos la entiendo loable.
La “indisciplina” en tales supuestos es precisamente “disciplina” respecto a la ciudadanía, respecto al pueblo, del que -no cabe olvidar- emanan todos los poderes del Estado según proclama el texto constitucional en su artículo 1.2.
Y ese compromiso de los representantes electos con los ciudadanos (incluso con modificaciones sometidas a los mismos) debe estar por encima de todo.
Esa es su verdadera “disciplina”.
En caso contrario dejan de ser “nuestros” representantes y pasan a ser gestores de “sus” luchas de poder e intereses. Y con ello, su razón de ser se desvanece.
Basta por tanto de criminalizar esa mal llamada indisciplina.
Fuente: eldiario.es