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Adyacencias democráticas

febrero 3, 2019 by Francisco Tomás González Cabañas Leave a Comment

Término y terminó, como tantas acepciones, en distintas lenguas, se distancian más en significado que en su nomenclatura. Es una cuestión semántica, la que disfraza lo conceptual. Necesitamos de tal representación de nuestra oralidad, que a su vez representa, lo pensado. Consuetudinariamente, son varios los órdenes mediante los que se organizan las representaciones de lo pensado. Lo real, lo imaginario, como lo simbólico. Obliterados estos, por la posibilidad de que en la escritura, en el tránsito, en su traducción final, funja la operatividad de lo consciente o de lo inconsciente.  En el engranaje en que en tal instancia se convierte, en lo que estamos sujetos y que nos define como tal (sujetos), nos condicionamos por delimitar aquello que nos impulsa, que nos impele a algo. Así este algo, sólo signifique vivir, hesitar, o sobrevivir.

Fuente: sociología

A todo le hemos puesto nombre, y lo seguiremos haciendo, en tren de redefinirlo, de reescriturarlo, de reconvertirlo, de deconstruirlo, o como lo queramos llamar o significar, que en este caso sería lo mismo. Algunos han buscado más luego, una razón, un sentido, el nombre del impulso que nos lleva, que nos conduce a ello. Así surgieron ciencias, imperios, lenguas, expediciones y todo aquello que pueda implicar el ejercicio de lo humano.

No trazaremos una síntesis encicplodedista, de lo que representa la imposición de razones o las argumentaciones de la realización, como de lo realizado, por lo humano de la condición (que no es lo mismo que la condición humana). Una frase, abusando de la perspectiva que dan en llamar economía del lenguaje, nos redimirá, en la búsqueda de comunicarnos lo mejor posible con la mayoría de nuestros congéneres, a quiénes le podemos reconocer muchas virtudes, pero no necesariamente la de ser una generación devota de la lectura y ejercitada en la reflexión.

Sí algo nos define, en verdad nada, pero insistimos compulsivamente en acotarnos (la muerte es una invención, nosotros sabemos que los otros mueren, pero jamás podemos afirmar que cada uno de nosotros morirá, dado que cuando nos toque tal experiencia, tal vez le demos otro nombre, que por alguna razón no se puede comunicar en tal estadio) es tal proximidad, tal inmediatez, tal cercanía, somos, básicamente, seres adyacentes.

Lo adyacente es lo que somos, dado que tal instancia, no es ni física ni temporal, tampoco puede delimitarse como algo o lo otro, es (somos) simplemente lo próximo, lo cercano, lo inmediato, lo contiguo.

Nuestra condición adyacente es lo que explica nuestra naturaleza familiar. No necesitamos, nos alerta la antropología que ve más allá de las aldeas occidentales, las estructuras familiares por todos conocida. Necesitamos la adyancencia de estar cerca del otro ser humano, no fundirnos, mimetizarnos, ni sintetizarnos, sino hermanarnos, maridarnos, familiarizarnos, por esta noción adyacente, no porque nazcamos con una necesidad de padre, madre, abuelo, tía, prima que consabidamente, más luego, legitima todo lo otro en que se constituye la comunidad.

Lo adyacente, explica el deseo que nos moviliza, para que algo suceda. Al no estar en el lugar exacto, preciso, final (paraíso, cielo, nirvana) estamos cerca, sin que eso signifique cuanto o sí nos podemos alejar (es decir no es una idea de purgatorio o de antesala, en donde se esperan las decisiones o  resoluciones de otros).

No haber arribado aún, es lo que nos moviliza a que pretendamos hacerlo, por más que tengamos la íntima convicción de que nunca lo lograremos.

A tal punto, nos detuvimos en una reflexión de tal perspectiva, que nos hemos encargado de definir, hasta el hartazgo, la condición subyacente, mediante la cual escrituramos muchas cosas, pero que marchan en un mismo sentido, destino o finalidad, estar cerca, próximos, pero nunca acabados o terminados.

Lo que subyace son las distintas codificaciones, para ir al mismo destino que es el no lugar de lo adyacente.

En todos los ámbitos, campos  y disciplinas se alienta, se promueve, se incentiva, se insta, a la adyacencia. Bajo las diferencias nominales o del significante (mero), los senderos se unifican, sin embargo para empalmarse a la ruta que nos conduce a la tierra señalada.

Desde el “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 29-31) de una de los principales credos occidentales, conceptualizando, al prójimo como al próximo, al cercano, al adyacente, hasta el dilema del erizo de Schopenhauer (el punto exacto en que estos animales pueden estar cerca, sin estar demasiado como para dañarse o tan lejanos como para no necesitarse, como parábola de la interdicción, justa, de la proximidad exacta) que tomada luego por Freud, desarrolla este, a partir del concepto o la idea de lo siniestro. Solo puede ser perpetrada por el conocido, por el otro al que le damos valor, cuando precisamente, se nos muestra extraño, al punto que nos daña. Esta concepción funciona precisamente, para definir como lo adyacente se convierte, como sucedáneo en lo amigable. Somos amigos de la sabiduría, porque nos acercamos a ella, porque la rodeamos, porque la concelebramos, pero nunca por una noción que la podamos tener, absoluta o dictatorialmente, encerrada, sea en un sistema o en un conjunto, por más que de esto trate el paradigma del amante de la sabiduría, del filósofo, que en el caso de que pretenda aquello, nunca lo conseguirá, dado que siempre existirán otras concepciones, otros pliegues, otros rebordes, de la lectura de lo humano, cumpliéndose la máxima etimológica, que lo mejor que se puede hacer es hacerse amigo, estar próximo, cercano, contiguo al saber.

Así como, de acuerdo a Cristina Calcagnini para “caracterizar el inconsciente freudiano habría una fórmula: Dios no cree en Dios, que es lo mismo que decir hay inconsciente”, las generales de la ley le corresponderían a nuestras democracias representativas a las que podríamos comprender en sus abismales filtraciones, en sus siderales vacíos, al adolecer ésta de la convicción de creer en sí misma, que sería lo mismo que decir que hay un pueblo a la deriva,  desguarnecido, empobrecido, asediado por problemáticas indignantes e inhumanas,  privado de una institucionalidad que lo ordene, bajo parámetros en los que se consensue un acuerdo que dote de sentido a esa voluntad general con posibilidades de firmar un contrato social que se defina, semántica como conceptualmente: de democrático.

“La ley misma no llega quizá, no nos llega, sino transgrediendo la figura de toda representación posible. Cosa difícil de concebir, como es difícil de concebir cualquier cosa que esté más allá de la representación, pero que obliga quizás a pensar completamente de otro modo”. (Derrida, J. “La deconstrucción en las fronteras de la filosofía”. Paidós. 1989. Buenos Aires. Pág. 122).

Esto mismo que parece orillar la obviedad de una tautología, es sin embargo lo que en cada aldea que se define como democrática, sucede cotidianamente. Queremos creer en la democracia, más no así en quiénes la representan. Esta dislocación del  sentido de lo político, nos define en cuanto a nuestra paradojal, como palmaria, contradicción, que más que tal, se transforma en una contracción.

Contracción es un término clave. Gramaticalmente es cuando la pronunciación de dos palabras origina una palabra nueva. Clínicamente es el trabajo de parto que alumbrará más luego el nacimiento o la posibilidad de que este se dé.

Arriesgaremos en afirmar que en nuestra contracción democrática, dos fuerzas antagónicas, sin ánimo de anteponerse una por sobre otra, pero en la obligación de convivir armónicamente, se azuzan, cuando no se trenzan en una disputa sin cuartel y sin final.

Nos gobiernan en nombre nuestro (del pueblo, de la ciudadanía, garantizándonos libertad de expresión y libertad electoral o de voto, elección u opción condicionada) sin que podamos hacer otra cosa que delegar en nombres concretos tal poder. Caemos en la representación y desde ese momento dejamos de creer en la idea de lo democrático en su estado puro. Hasta los propios representantes, dejan de creer en el sistema que los ungió, como, concomitantemente, en sí mismos. Retomando aquello de Freud que definió lo inconsciente (dios descreyendo de sí mismo), nuestra transgresión (en la salida a la representación, que plantea Derrida) no es lineal, directa u obvia (de único camino). De ser así, viviríamos en estados revolucionarios permanentes, en las reconversiones del orden establecido, a cada rato o de seguido. Sin embargo, nos transgredimos, al montarnos en un teatro de operaciones (que ya es una representación de la realidad) en donde hacemos de cuenta que creemos en lo que no creemos. Vivimos en las interfaces de medios de comunicación, de la virtualidad de redes sociales, que nos alimentan, contumazmente de qué racionalmente, es imposible creer en los representantes de lo democrático (los políticos), cuando en verdad, no creemos en la democracia, ni como forma, ni como valor, apenas lo sostenemos como símbolo de aquello que transgredimos, procaz como permanentemente.

Tal como veremos en la cita de Habermas, que recuerda una reflexión de Marcuse, sí actuásemos con lógica, raciocinio, y dentro de los marcos legales de la institucionalidad democrática, tendríamos que hacer uso del siguiente derecho, en nombre de la democracia: “Apelar al derecho a la resistencia es apelar a una ley superior, que tiene validez universal, esto es, que trasciende el derecho y el privilegio autodefinidos de un grupo particular. Y existe realmente una estrecha conexión entre el derecho a la resistencia y la ley natural…Si apelamos al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a abolir la explotación y la opresión, no estamos hablando de los intereses de un grupo especial, autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden demostrarse como derechos universales”. (Habermas, J. “La psique al termidor y el renacimiento de la subjetividad rebelde”. Simposio Marzo 1980).

No nos afecta, no nos asusta, ni tampoco nos rebela, la pobreza, la marginalidad o todo de lo que nos priva lo democrático. Nos quedamos, con la transgresión de hacer de cuenta que creemos, en eso mismo (en la democracia como expresión de un sistema que nos integre, que nos respete, que establezca prioridades para los que se encuentren relegados en relación a los que no) en que no creemos, dejándonos, normativamente, la posibilidad, de que nunca usaremos, de elegir otro sistema que no sea el democrático, por la falla de este en su integralidad y no en su conformación (adjudicar la culpa o responsabilidad a la casta, la clase o la política).

La palabra representa un concepto, una idea, finalmente, una aspiración, un deseo. Los cambios, las modificaciones, no se logran desde lo nominal, desde la denominación de una cosa por otra, que finalmente nos siga significando lo mismo, por el ruido de un significante que suene distinto.

Cuando, tengamos la posibilidad que la contracción democrática, nos depare en el entendimiento de que la transgresión, como salida, la subversión como instancia superadora o complementaria, la revolución del sentido a decir de la poeta Alejandra Pizarnik, nos conmueva en la humana comprensión de  que “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” recién en tal contexto podríamos animarnos a creer que deseamos habitar bajo principios democráticos, en el mientras tanto, hacemos de cuenta, actuamos tal convencimiento, y a veces nos sale bien, la actuación, y otras no, tan solo esto es lo que define el público, como el votante, con su aplauso, como con su voto, a sabiendas, sin que lo que lo reconozcamos abiertamente, que asistimos a una teatralización de la vida real o de una supuesta verdad representada, como democrática.

Tal cercandad, proximidad, no genera el conocimiento del límite, sino que anterior, como atávicamente, nos brinda confianza hacia ello, es decir nos posibilita avanzar con seguridad, ante la naturaleza incierta del futuro, temporal como espacial, caminar más allá de lo que no sabemos que existe, en el caso de que exista, y seguir sin la constante, ratificación de que seguimos estando.

Esta es la clave, mediante la cual, se comprende, porque traducimos, exitosa o mayoritariamente, nuestro futuro, expectativa de ello, mediante el dinero, al tener cercano, adyacente el fenómeno, confiamos en que el papel moneda, puede ser cambiado, por algo razonablemente justo, en relación a lo que hicimos para obtenerlo (sí se lo piensa, la mayoría de las personas que crítica este sistema de intercambio, en verdad lo hace en esta instancia, porque considera que sus esfuerzos o los de su facción no son debidamente, reconvertidos o reconocidos, en la cantidad de dinero que pretende contar como para ello seguir la lógica del funcionamiento de un intercambio, hipostasiado que de imposible, pasa a reconvertirse en otro  de acumulación).

La noción de propiedad privada, funciona desde lo axiomático de lo adyacente. Nunca es de un individuo, contante y sonante, dado que el patrimonio particular, debe estar sostenido en compendios normativos, legales de una comunidad que así lo determinen. Lo privado, nominalmente podrá ser de uno o de unos cuantos, pero en términos reales o en el orden simbólico, solo lo es desde su adyacencia. Lo mismo para un sistema comunitario, en donde se suprima lo privado y todo sea determinado por lo público, el uso, circunstancial, determinado y condicionado por lo colectivo, siempre será por la misma condición de aproximación, nunca de totalidad.

La democracia, como sistema político imperante, funciona, también bajo este principio adyacente. El político, que representa la política, siempre estará próximo, cercano, pero nunca será, personalmente o como entidad, el estado en sí, el poder taxativo, que nos responda en todas y cada una de las necesidades que podamos tener, en el transcurso de cada una de nuestras vidas. Todo está cerca, tendemos a ese acercamiento, a los que damos distintos nombres, a sabiendas de que nunca obtendremos la cosa en sí,  a la que supuestamente buscamos o perseguimos con el afán, fundante o movilizador de la vida misma.

La automatización, de la que somos víctimas y que nos impele, a que cada cosa, a cada rato, le preguntemos, que nos dará en términos de resultados, es precisamente, lo contrario a lo que dispone nuestra condición de seres adyacentes.

Sí algo interesante de este modo de ser en el mundo, nos es dado mediante esta posibilidad de no llegar a ningún lugar, sino estar cerca, es precisamente la facultad, de vivir en la libertad de no estar condicionados por un número que nos diga, que nos depare, que nos califique, que nos determine, que nos exija, que valemos o cuanto en relación a esa posición totalmente distorsionada e inhumana.

Sin embargo, todo parece ir en ese lastimero, como lastimoso sentido, queremos la exactitud de la respuesta para todo, cuando, al parecer, por aproximación, solo tenemos preguntas, que pueden tener múltiples interpretaciones o correspondencias y allí radica cuanto vivamos o cuanto deseemos morir, incluso en el mientras tanto, todos los otros, resultados, definiciones y certezas, son cuestiones anexas, secundarias, producto de nuestros temores, de nuestra imaginación, de la no posibilidad de disfrutar que somos cercanos, próximos, merodeadores de nuestra propia condición humana, que para poco como para mucho, será en la medida que la interroguemos que nos preguntemos, acaso que otra cosa podemos esperar, a que otra cosa nos podemos dedicar que no sea a elaborar aproximaciones que permitan tantas respuestas como signos de pregunta y de interrogación, que nos hagan con vivir con plenitud, nuestra inefable condición humana.

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Filed Under: Artículos/Noticias, Columnistas, Opinión, Otras colaboraciones, Política, Sociedad

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