Que la afirmación vertida en el título del presente escrito es del todo cierta lo demuestra la famosa cita de Anatole France: “La Ley en su magnífica ecuanimidad, prohíbe tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”.
Y lo demuestra, pues aunque tal cita parece pronunciarse a favor de la igualdad de trato, la realidad es justamente la contraria habida cuenta de que el rico no tendrá por qué dormir bajo aquel puente ni robar ese pan ni mendigar, mientras que el pobre será –por su propia situación- más proclive a tener que hacerlo.
En definitiva, el logro de la igualdad no pasa por tratar de igual manera a los desiguales, sino por tratarles de desigual forma a los efectos de igualarlos.
Por ello, la igualdad que parece preconizar la expresión antes citada es falsa. En realidad, con ella se proclama la perpetuación de la desigualdad y de la injusticia.
Únicamente en el supuesto de que todos los sujetos del grupo social tuviesen una similar ubicación socio-cultural y económica en el mismo –lo que no es, en absoluto- la anterior expresión constataría una real igualdad de trato.
En consecuencia, y de entrada, la Ley ya no es igual para todos en las actuales sociedades democráticas generadoras de profundas desigualdades entre sus individuos.
Además, y centrándonos ya en el ámbito Penal, en la medida en que la Ley protege determinados bienes e intereses considerados como imprescindibles para el mantenimiento de la paz social, prohibiendo consecuentemente aquellas conductas atentatorias a los mismos bajo amenaza de penas, cabrá plantear quién determina los bienes a proteger y aquellos que no deben gozar de esa protección y, naturalmente, cabrá plantearse asimismo cuáles sean los posibles intereses latentes en esas determinaciones.
Una vez aquí convendremos que el poder para la definición de las normas no es el mismo en todos los ciudadanos. Por ello, y al considerar el delito no ya como una realidad pre-existente, sino como fruto de una definición, ésta correrá a cargo -en mayor medida- de los sectores dominantes –con mayor capacidad de influencia[1], dado que un hombre no es aquí un voto- y obedecerá, asimismo, al logro de la protección de aquellos intereses que le son propios frente a los ataques que pudieran provenir de los otros sectores más desfavorecidos.
Al respecto conviene citar a Howard S. Becker, en su texto “Los extraños, sociología de la desviación”[2] -cuya idea volverá e retomarse más adelante- cuando, en el preludio de la criminología crítica (al cuestionarse desde la teoría de la reacción el “quién impone las reglas”), concluye diciendo:
“Es un hecho interesante que la mayor parte de la investigación y la especulación científica sobre la desviación se dedican a las personas que quebrantan las reglas, más que a aquellos que las crean y las imponen. Si queremos lograr una total comprensión de la conducta desviada, debemos llegar a un equilibrio entre estos dos focos de interpretación posibles. Debemos concebir a la desviación, y a los extraños y marginales que personifican esta concepción abstracta, como una consecuencia de un proceso de interacción entre personas, algunas de las cuales, en servicio de sus intereses, crean e imponen reglas que afectan a otros que, en servicio de sus propios intereses, han cometido actos que se califican como desviados”.
Se observa, por tanto, un nuevo factor que abona la desigualdad en este ámbito.
Es preciso citar en este punto que la Criminología Crítica comportó un cambio de paradigma en relación al objeto de estudio.
Así, de estudiarse el “por qué alguien comete un determinado delito”, pasó a estudiarse el “por qué y en base a qué se define una conducta como delictiva”; lo que comporta el análisis de la gestación del control social y de las fuerzas que se enfrentan en ese proceso. Tal análisis resulta del todo crucial para comprender, en su caso, cómo la ley no resulta neutra sino que es, en sí misma, favorecedora de determinados intereses.
Lo cual determina, a su vez, que quien la vulnera no sea necesariamente un peligro para la sociedad toda, sino únicamente para aquellos que, precisamente gracias a esa ley, se han convertido en sus injustos enemigos. En definitiva se trata de una lucha de intereses entre grupos y no necesariamente entre el delincuente y el resto, como se nos venía diciendo. Estamos no ante una sociedad del consenso –aunque así se nos venda- sino ante una conflictual –aunque eso se nos niegue pues de esta manera, sin conciencia de la existencia del conflicto, el orden imperante no se cuestiona y ello es positivo para quienes -en situación de dominio- precisan de su perpetuación, pues en él logran beneficio, si bien tal sea a costa de los otros, para los cuales ese sistema puede ser su anti sistema-.
Obviamente en ese contexto en que unos están mejor posicionados para influir en la definición de la norma que, por tanto, al resultar fruto de esa definición -además habitualmente interesada- carece de realidad ontológica, cabe mantener que si una conducta no estuviese tipificada como delito nadie podría cometerlo y por tanto dejaría de tener sentido el preguntarse la etiología de su conducta “desviada”. La cuestión no es pues irrelevante, aun de entender que algunas definiciones de delito puedan satisfacer a todos los sectores. Ello ha comportado el paso criminológico desde la teoría de la criminalidad a la de la criminalización.
Recapitulando, ni todos los sujetos se encuentran en la misma posición para poder cumplir la Ley, ni ésta obedece a los intereses de todos. Pero aún resta otro estadio generador de esa desigualdad en el ámbito de la justicia penal. Nos referimos a la patente diferencia en el trato hacia los ciudadanos justiciables sometidos al proceso penal.
Así las “exquisiteces” garantistas –siempre deseables- y los complejos ejercicios de “ingeniería jurídica” que aparecen cuando se encuentra implicado penalmente un miembro destacado de la sociedad, brillan por su ausencia cuando de procesar a los ciudadanos más desfavorecidos se trata. Y debe indicarse que los “mass media” colaboran en esa tarea discriminadora con inusitado entusiasmo en más ocasiones de las que serían deseables.
Naturalmente, no se intenta fomentar aquí la privación de tales “exquisiteces” a los unos, sino su implementación a los otros.
Por todo lo anterior y, a modo de corolario, cuando en la situación actual de nuestras democracias formales –que no tanto materiales a la par de generadoras, como se ha dicho y es constatable, de graves desigualdades sociales-, algunos proclamen ampulosamente que la “Justicia/Ley es igual para todos”, cabrá pensar que o ha de substituirse el “es” de tal proclama por un “debiera ser”, o bien ha de anteponerse a aquel “es” un “no”.
Concluyamos señalando que la realidad en que nos hallamos inmersos evidencia, de forma palmaria, la existencia de esas diferencias de trato y de forma de aplicar la ley antes citadas (maniobras dilatorias y de ingeniería legal, etc.) según los sujetos encausados
Así y a modo de simple ejemplo, y sin perjuicio de mayores abundamientos, podrían apuntarse -en relación a algunos de los casos actualmente más mediáticos- curiosidades tales como:
– Que estar imputado es una bendición respecto a no estarlo.
– Existencia de fiscales o acusadores particulares que se erigen en defensores a ultranza del imputado.
– Fiscales que no interponen recursos, pero que presentan escritos en que “recurren”.
– Abogados del Estado que velan por quién presuntamente ha lesionado los intereses de éste.
– Que factura falsa no es lo mismo que irregular.
– Que es normal y deseable que en prisión preventiva estén ladrones de teléfonos móviles que han utilizado intimidación para hacerse con ellos, pero, no lo es tanto que estén aquellos banqueros que supuestamente han estafado a miles de ciudadanos con preferentes, etc.
ü Etc.
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