
El 11 de septiembre del año 1789, durante la Revolución Francesa, tuvo lugar una votación que marcaría el futuro de la política durante nuestra era contemporánea. Concretamente se discutía en la Asamblea Nacional Constituyente un artículo sobre el derecho a veto del monarca a las decisiones tomadas por la Asamblea. Para escenificar el debate y la votación, los partidarios de eliminar dicho derecho se colocaron a la izquierda del presidente, mientras los que sostenían la necesidad de mantenerlo se situaron a la derecha. Fue en ese justo instante en el que se fundó el archiconocido binomio político. El consentimiento de la autoridad Real sobre la soberanía de la Asamblea representativa de la nación bautizó la vitola de la derecha política frente a la izquierda, condenada a la disidencia y aparejada a una órbita ideológica que gira alrededor de la igualdad social frente al consentimiento de los privilegios y las desventajas de origen. Estos pares significativos (derecha y consentimiento de la desigualdad e izquierda y disidencia) arrastran consigo desde entonces toda una diversa historia de formas, discursos, estéticas, agencias, etc., que ha llegado bastante maltrecha y diáfana hasta nuestra actualidad.

El conflicto como intrínseco social
La política es la ontología del conflicto. Es decir, cuando hablamos de política acostumbramos a tratar de definir disyuntivas y juicios que, inevitablemente entran en disputa con otras posturas o puntos de vista. Es inevitable entender la historia humana sin aceptar que, por una u otra razón, el encuentro entre posiciones, a veces antagónicas, otras solo distanciadas, es una constante. De lo que se trata, cuando entramos en el campo político del ser humano, es de escenificar los conflictos que se producen por la simple y exuberante vida en común. Como bien indicaron Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, teóricos políticos que tienen una especial relevancia en los tiempos de cambio que vivimos hoy día, el conflicto es la lógica esencial de la política. Cada identidad es relacional, es imposible entendernos a nosotros mismos sin situarnos en un mundo de relaciones, en las que la afirmación de la diferencia respecto a otras es una condición necesaria para cualquier existencia social. La identidad es, por tanto, una entidad política en la medida en la que se enmarca siempre en relación a otras, todas construidas a través de prácticas a menudo en tensión, acostumbradas a diferenciarse y a parecerse a otras. Además, la identidad está repleta de rasgos estéticos que ayudan precisamente a ocupar un lugar en un mundo común. Para muestra, un botón: no hay nada más evidente de todo esto que el rasgo “de derechas” o “de izquierdas” para definir a una persona. La metáfora geográfica constituye, por tanto un rasgo, uno más, pero con una tradición muy arraigada, para definir estéticas o significantes atribuidos tan variados y dispares como corrientes de pensamiento y acción que han surgido durante estos más de doscientos años.
Durante la crisis que seguimos viviendo se han puesto en duda las características del ordenamiento institucional europeo en el que el caso español adquiere una especial relevancia. El cada vez más evidente orden sistémico sustentado sobre prácticas políticas irresponsables y corruptas es directamente relacionado con una de las causas más sólidas de la situación de crisis social y desestabilización económica. Esta asociación ha extendido sobre la opinión pública la necesidad de transformación en profundidad de las estructuras del Estado y de control ciudadano de las decisiones públicas. Desde el comienzo de la crisis pero, sobre todo, a partir del 15 de mayo de 2011, se ha ido convirtiendo en hegemónica, en términos gramscianos, la aspiración a un cambio estructural en el orden político que, sin embargo, aún está por decidir. 2015 probablemente, por la trascendencia de los comicios electorales convocados durante año, más que un punto de llegada, marcará el pistoletazo de salida de un periodo de inestabilidad política encaminado a establecer una nueva transición institucional. Y en este punto, la disputa entre paradigmas políticos me arriesgo a anticipar que será ‘a vida o muerte’.
Ocaso de las identidades políticas tradicionales
Hoy en día corre algo más que un rumor acerca de la de la obsolescencia de la mayoría de los referentes tradicionales de las identidades políticas más comunes. Etiquetas como nacionalista, comunista, liberal, socialista, anarquista, hasta conservador o progresista, casi súbitamente han transitado hacia su caducidad o más bien, hacia un plano demodé. Probablemente la crisis de los medios de comunicación masivos y la emergencia y expansión de Internet tendrá mucho que ver, pero no tienen menos trascendencia la extendida decepción que han supuesto estos iconos a la hora de juzgar su paso por el poder. El desastre de la URSS condenó ya hace tiempo el comunismo como identidad agregadora para pasar al ámbito de la marginalidad. El cada vez más acelerado ocaso del esplendor de EEUU está llevando al ridículo las máximas liberales sobre el mercado. El socialismo ha diluido de tal forma sus fronteras y ha congeniado tanto con la desregulación financiera, que se ha convertido en una etiqueta casi vacía de significado, una caricatura de sí misma. La puesta en duda del progreso como paradigma social ha dejado maltrecho el binomio conservador/progresista… Podríamos continuar, pero a estas alturas resulta lógico anunciar que esta segunda década del siglo XXI está plagada de incertidumbres y algunas de ellas tienen mucho que ver con la capacidad para explicarnos el mundo y, con ello, situarnos en él. Y creo que no es un asunto baladí tampoco si, además, quisiéramos hacer algo para ayudar a construir una sociedad más justa, libre, menos desigual, más diversa y tolerante.
Incertidumbre y nueva valentía política
El escenario político actual nos presenta un panorama tan incierto como intolerable. Podríamos estar de acuerdo en la urgencia en defender los servicios públicos y en acabar con la corrupción como forma de gobierno, también en que es profundamente erróneo continuar precarizando las condiciones laborales y desperdiciando el talento juvenil, o en que en la era digital, el conocimiento debería ser ampliamente compartido y trasparente, etc. No tanto en cuál es nuestra posición en la amplia geografía de etiquetas políticas y tal vez, ni tan siquiera en si queremos estar más a la izquierda o a la derecha de no sé quién. En la era en la que las etiquetas han perdido su capacidad agregadora en torno a estéticas particulares, quizás sea hora de darnos cuenta que la izquierda no basta para dignificar la toma y la puesta en práctica de las decisiones públicas y las condiciones de vida. A la hora de competir con la hegemonía política actual, asentada sobre el “es lo que hay”, pero con fuertes mecanismos de clientelismo, producción mediática, miedo y ‘brotes verdes’, hacen falta más que colores, iconos, -ismos y banderas. Quizás tengan más capacidad los significantes más mundanos, los que sean capaces de hilvanar la vida cotidiana con nuevas aspiraciones colectivas basadas en la democracia, la libertad, la diversidad y la solidaridad, sin pretender abanderar nada más allá de la honestidad. Tal vez el histrionismo de las ideologías capsuladas en iconos estéticos ha sepultado la voluntad de ser mayoría y, con ello, la legitimidad para enarbolar el cambio social. Lo que parece claro es que la valentía ideológica de estos tiempos pasa por abrir bien el oído, tener la capacidad de entender el momento de incertidumbre y de urgencia que vivimos y saber re-construir una colectividad que sea capaz de hacerse fuerte y de ganarle a la zozobra y a la desazón.