Chamanes o magos eran los seres que, escogidos por un demiurgo (acepción platónica que refiere al creador o hacedor), por un prestidigitador o por un genio maligno, depositaban el poder arbitrariamente, dinásticamente, en unos pocos a los que la comunidad les debía responder social y políticamente. Esta concepción de la humanidad generaba este acto mágico, que se traducía como el poder en manos de unos pocos; las reglas de juego eran solo conocidas por los poderosos y los demás estaban subsumidos a este conocimiento.
Precisamente, el conocimiento, el paso de la humanidad a una visión, o cosmovisión, lógico-racional mediante el método científico, determinó que algunos otros podían conocer esas reglas de juego (a las que se accedía a través de un método en el que, no necesariamente solo participaban los elegidos).
El mundo, en pleno Medievo, se tensionó ante este cambio de paradigma. Hasta la aparición de la imprenta, el atesoramiento del saber en los monasterios era el patrimonio de seres que también se vinculaban especialmente con un Dios que, supuestamente, les otorgaba mayores posibilidades de conocer. Aquí se expresó la ruptura sustancial: el conocimiento (es decir, las reglas de juego) había dejado de ser otorgado por razones discrecionales o mal llamadas mágicas.
La popularización, el mayor acceso a los libros, gracias a la imprenta, significó la democratización no solo del conocimiento, sino de las sociedades. No es casual que uno de los principales libros de la ciencia política moderna, El Príncipe, se haya escrito en este apogeo. Sin embargo, en Latinoamérica, la llegada de los libros y de la cultura produjo, también, la llegada de una perspectiva que se llamó realismo mágico: una suerte de vida occidental en sus límites, en sus bordes o pliegues, en su consideración más inverosímil.
El realismo mágico cosechó relatos de una imaginación inescrutable, que forjaron una corriente cultural y literaria; pero, hasta ahora, nadie se dio cuenta de que también genera una perspectiva política y refleja una democracia mágica que no cumple —ni pretende hacerlo— con aquello que promete.
La democracia y el desarrollo económico y social son interdependientes y se refuerzan mutuamente. La pobreza, el analfabetismo y los bajos niveles de desarrollo humano son factores que inciden negativamente en la consolidación de la democracia. Los Estados miembros de la OEA se comprometen a adoptar y ejecutar todas las acciones necesarias para la creación de empleo productivo, la reducción de la pobreza y la erradicación de la pobreza extrema, teniendo en cuenta las diferentes realidades y condiciones económicas de los países del Hemisferio.
Este compromiso común frente a los problemas del desarrollo y la pobreza también destaca la importancia de mantener los equilibrios macroeconómicos y el imperativo de fortalecer la cohesión social y la democracia (Artículos 11 y 12 de la Carta Democrática Interamericana).
La Carta Democrática Interamericana es un documento aprobado y firmado por los miembros de la Organización de los Estados Americanos en la ciudad de Lima, Perú, en la asamblea general de esa organización, celebrada el once de septiembre de 2001. La Carta Democrática Interamericana consta de veintisiete artículos y está dividida en seis capítulos. En caso de que pueda ser tildada de subjetiva o decirse que está alejada de la posibilidad de ser medida con rigor científico, consultemos las publicaciones de organismos internacionales:
América Latina presenta actualmente una extraordinaria paradoja. Por un lado, la región puede mostrar con gran orgullo más de dos décadas de gobiernos democráticos.
Por otro, enfrenta una creciente crisis social. Se mantienen profundas desigualdades, existen serios niveles de pobreza, el crecimiento económico ha sido insuficiente y ha aumentado la insatisfacción ciudadana con esas democracias –expresada en muchos lugares por un extendido descontento popular-, generando en algunos casos consecuencias desestabilizadoras” (La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo).
En caso de que nos sigan abordando dudas y vacilaciones, y estemos tras estos márgenes del mundo, probablemente, si la pobreza no es dueña de nuestras calles, lo será de nuestro vecindario; o, como algo muy lejano, solo a unos kilómetros de distancia, se nos hará presente, de forma contundente, al extenderse y poblar aquellas inquietudes que nos hicieron hesitar cuando debíamos tomar cartas en el asunto; ahora queda que la indiferente providencia haga algo por aquellos por los que nadie hace nada.
La cuestión es que la firma de constitución, de redacción y de acuerdo de una carta democrática entre Estados parte, genera la posibilidad de un accionar jurídico-político en caso de que alguna parte sustancial del acuerdo no se cumpla o no se ejerza. En una perspectiva comunicacional, cuando se dan ciertas desinteligencias entre Estados americanos se escucha, con mucha insistencia, la petición de que se active la carta democrática. —en otras palabras, que se aplique la punibilidad a quienes violan, transgreden o incumplen lo dictaminado por la carta, tanto en letra como en espíritu.
El problema se constituye no solo como problema político, o de política internacional, sino también de lógica, al ultrajar —todos los firmantes del documento— los artículos citados, en relación a la inviabilidad de lo democrático bajo el yugo de la pobreza creciente, y al no combatirla por pasividad o complicidad.
De repente caemos en la cuenta de que estamos dentro de la paradoja de Epiménides. Se atribuye a Epiménides haber afirmado que todos los cretenses son unos mentirosos; pero, al saber que él era cretense, ¿estaría diciendo la verdad? Desde ya que la lógica no ocupa nuestra preocupación central, sino la política; profundizando en la cuestión democrática en América y, específica y particularmente, en cómo aplicarnos la carta democrática para que los Estados parte cumplan con lo que incumplen siempre; buscamos tener algo parecido a la democracia, a lo que referencia o valora. Nuestra solución como ciudadanos, ante el incumplimiento flagrante, es aplicar nuestra propia carta democrática.
Ante todas y cada una de las manifestaciones sociales, en los diferentes lugares del globo, en donde prevalece la formalidad democrática —que no está ni debería estar tutelada por ningún organismo que se jacte de asumir esa representación— proponemos y enumeramos el siguiente curso de acción, a los efectos de dar un mensaje claro y contundente a la clase política, al grupo de notables que tiene tomada la delegación de la soberanía que, inercialmente, cedemos para legitimar este sistema en donde el esfuerzo lo hacemos todos, la mayoría, en beneficio de esa facción, que es un minoría y que, jugando al oficialismo y a la oposición, van rotando el manejo del poder.
- Abstención sucinta de los procesos electorales. En los lugares en donde la no participación sea penalizada, se promoverá una acción de amparo y una acción de inconstitucionalidad para que la participación política, en el tramo electoral, no sea obligatoria.
- Manifestación expresa y explícita de la no participación en la convocatoria electoral por no querer ser parte del simulacro democrático en donde, por intermedio de esta ratificatoria, pretenden esconder todas y cada una de las graves falencias de un sistema que tiene como eje de funcionamiento el dejar vastos y extensos bolsones, guetos, estados de excepción, en donde miles, millones, de seres humanos, perecen por no tener acceso a los alimentos indispensables para sobrevivir.
- Utilizar todas y cada una de las plataformas de comunicación para que este accionar pueda ser conocido, compartido y socializado por todos y cada uno de los ciudadanos del mundo que piensan y sienten que por intermedio de las claves políticas actuales son conculcadas y socavadas las posibilidades y la esperanza de miles de personas que esperan un mundo mejor para todos.
Cada una de las obligaciones que nos exige el Estado, que son penalizadas en caso de incumplimiento, estarían justificadas si este llevara a cabo sus acciones en forma medianamente razonable. Si no expresamos, de forma contundente, que no estamos de acuerdo con un sistema de organización política que requiere el sometimiento de gran parte de la población, entonces estamos siendo cómplices del mismo. Las obligaciones, sean impositivas, policiales (ser convocados por la fuerza pública para oficiar como testigos ante un hecho delictivo o concurrir a los tribunales en caso de que tengamos abierto un proceso judicial) educativas o sociales, se mantendrán o irán en el aumento, pero sin que los resultados varíen.
Al proponer esto de modo civilizado, cultural y por escrito, creemos que la mayoría, que se está quedando afuera de esta fábula democrática, encontrará un modo de organizarse para hacernos sentir el grado de su disconformidad.
Para lograr este fin, la difusión de este documento es clave; de lo contrario, si continuamos viviendo bajo estos términos, no seremos más que eternos personajes a la merced de un Dios, o de un demiurgo, que se maneja bajo los criterios literarios de un realismo mágico, que nos condena a una democracia mágica.