
Estos días asistimos a un discurso continuo, a una verborrea sorpresiva por parte de la clase política respecto a un problema/conflicto social por el hecho de que gran parte de la ciudadanía ha dicho
basta. Podríamos hablar de una resignación inicial, que en el transcurso de los años y alimentada por unos fondos buitre y un gran colectivo especulador ha espoleado a la población hacia una crispación generalizada.
Y claro nuestra clase política, diríamos desde una ingenuidad, que se ha unido al clamor popular para buscar soluciones. Pero tal vez “ese” repentino sentimiento de solidaridad sea fruto del temor a perder votos y ese escaño que tan y tan les soluciona la vida. Ese discurso de que las manifestaciones, ese “tomar las calles”, no servía de nada queda en entredicho. Las mareas humanas que han saltado a las calles, ese movimiento social nacido de muchas crisis habitacionales; sindicato de llogateras, stop desahucios y muchos otros, han fustigado las consciencias de nuestros políticos, más que nada por ese temor a perder sus privilegios auto concedidos.

Actualmente los problemas para acceder a la vivienda en España son diversos; un constante incremento de los precios auspiciado por un mercado libre capitalista, la escasez de vivienda social y asequible, la precariedad laboral y las dificultades para acceder a un préstamo, los desahucios, el turismo y la especulación inmobiliaria y la falta de políticas eficaces y eficientes, contribuye a que el acceso a tener una vivienda sea casi un imposible.
Pero no nos llevemos las manos a la cabeza con el estallido de este problema, pues “este problema” viene de lejos… Existe en España una cultura propietaria que no se da en otros lugares. Esta afirmación tiene su explicación en un argumento por el cual se explica el comportamiento “cultural” de la ciudadanía por adquirir una vivienda en propiedad, ¿cómo se creó? Para responder a esta pregunta es preciso que viajemos en el tiempo para hallar datos que nos clarifiquen los hechos.
En 1950 en grandes ciudades como Barcelona o Madrid aproximadamente el 90% de la población vivía en régimen de alquiler. Las dos últimas décadas de la dictadura la política económica y la de vivienda incidieron en un cambio cultural que potenciaba la necesidad de adquirir una vivienda en propiedad en detrimento del alquiler. En 1957 ante la oleada de chabolismo surgido por la inmigración masiva del campo a la ciudad, el Ministro de la vivienda José Luis Arrese pronunció una frase: “Queremos un país de propietarios no de proletarios”. El acceso a la vivienda de propiedad se convertía en un deseo de movilidad vertical ascendente para los trabajadores de aquella época.
A modo de entrante recordaremos un artículo de nuestra constitución: “El artículo 47 de la Constitución Española establece: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”.
El acceso a una vivienda digna en la sociedad española es un problema endémico que no ha encontrado una solución. La película de Luis García Berlanga, “El Verdugo” de 1963 presenta, con cierto sabor de tragicomedia negra, una España en la que conseguir un piso suponía un logro y una condena. De aquella película que retrataba una sociedad en blanco y negro pasamos a la actual sociedad avanzada.
España forma parte del club de los países ricos, con una Constitución moderna, con artículos que proclaman la igualdad ante la ley que definen derechos inalienables y, que sin embargo sus numerosos gobiernos han negado a su ciudadanía el acceso a un hogar. Negación que ha lugar simplemente para favorecer el enriquecimiento de determinados sectores muy afines a financiar partidos políticos con la única finalidad de recibir a cambio lo que podíamos denominar una verdadera patente de corso en pleno siglo XXI.
Guadalupe Lucas Martín y Laia Márquez Muñoz