

La acepción más común del verbo “abatir” -según los diccionarios al uso- es la de hacer caer al suelo a una persona o animal que está de pie, generalmente con ímpetu o fuerza. No se exige explícitamente que se cause su muerte.
Por su parte, “matar” significa quitar la vida sin que importe la forma de hacerlo.
Tras los recientes atentados terroristas hemos venido observando una práctica informativa, muy generalizada en los medios, consistente en expresar –en su caso- que la policía ha abatido a los terroristas en lugar de indicar que los ha matado.
Parece buscarse con ello una “atenuación del lenguaje”, un lenguaje más suave. De forma y manera que, mientras los criminales matan, los agentes policiales abaten.
En definitiva, se establece una distinción en función de quien protagonice la acción de arrebatar una vida.
Y si bien puede existir una evidente distinción entre las causas y motivaciones que dan origen a las muertes ocasionadas por los terroristas y las ocasionadas a ellos por las policías, en ambos casos se mata.
Por ello, me resulta del todo superfluo, e incluso molesto, ese maquillaje literario tan de moda y antes aludido. Ni ha de existir reparo en decir que los agentes de la autoridad han matado a los terroristas, ni deben establecerse nomenclaturas distintas según quien sea el sujeto activo en esa muerte.
Las diferencias al valorar esa misma acción a cargo de diferentes autores son evidentes y contempladas por el ordenamiento jurídico, sin que sean precisos mayores añadidos.
Opino que tampoco debe entenderse como “normal” que los policías terminen, por sistema, con la vida de los terroristas. Y soy contrario a que, suavizando el lenguaje, se coadyuve a esa aceptación de normalidad (aunque probablemente esa sea la intención última del invento). He dicho “suavizar el lenguaje” pues opto por la indulgencia al no pensar que el verbo “abatir” se utiliza en la caza de animales y que se venga imponiendo al considerar como tales a los terroristas.
La función policial en el entorno penal se encamina –por este orden- a la prevención de delitos y a la persecución de los ya cometidos con el fin de asegurar al delincuente -y presentarlo a la Autoridad judicial- asegurando también cuantas pruebas sea posible para el esclarecimiento de los hechos. Y será mediante un proceso con todas las garantías la forma de alcanzar una sentencia condenatoria/absolutoria. La policía ni juzga ni ejecuta sentencias.
En un estado democrático de derecho no todo cabe en la persecución del delito y del delincuente, únicamente puede realizarse esa labor con absoluto respeto a la legalidad y garantías del presunto culpable. De lo contrario, nada diferenciaría a los delincuentes de los policías, salvo quizás la carencia de uniforme. Ese es el reto de una policía democrática: perseguir el crimen pero sin vulnerar la ley. Una policía sin límites en su actuación aboca al estado policial y, de eso, algunos ya tenemos experiencia.
Si un agente policial debe luchar contra la criminalidad pero sin vulnerar la legalidad, la pregunta a formular en el contexto en que nos hallamos, es si matar a otro puede ser legal y consecuentemente eso de “abatir” terroristas es correcto o no.
Ciertamente nuestro código penal tipifica como delito el hecho de “matar a otro” pero, asimismo, establece como una causa de justificación (esto es, un permiso legal para hacerlo) el hallarse en una situación de legítima defensa propia o ajena. Centrémonos en esa causa justificante pues es la que mejor viene al caso
La legítima defensa exige determinados requisitos para su existencia, tales como que no quepa otra solución que su empleo –la huida no es exigible-, que el ataque del que nos defendamos o defendamos a otros sea ilegítimo, que sea inminente –en otro caso cabrían quizás otras vías de evitación gracias al factor tiempo-, que ese ataque que se recibe no lo hayamos provocado nosotros, así como necesidad racional del medio empleado en la tal defensa (proporcionalidad en la respuesta defensiva). La legítima defensa lo es para impedir el inicio o la continuación de un ataque y ya no tiene cabida tras su cese. De no cumplirse todos los requisitos, pero sí los esenciales, nos hallaríamos ante una causa de justificación incompleta que comportaría una atenuante pero no la plena exención de responsabilidad penal.
Ha de mantenerse, por tanto, que es legal utilizar la fuerza siendo o no agente policial, para defenderte/defender a otro/s de un ataque, siempre que se den los requisitos precitados.
Sinembargo aquí la cuestión es si –en esa defensa- cabe matar necesariamente al atacante o no. La respuesta únicamente será positiva si existe un inminente peligro real para la vida de quienes sufren el ataque y si no existe una alternativa eficaz menos lesiva –disparo a zona no vital, etc.-. En definitiva exigencia de proporcionalidad.
Debe decirse, asimismo, que la determinación del peligro del ataque y la proporcionalidad en la defensa debe exigirse con mayor rigor a quienes han sido preparados profesionalmente para combatir la criminalidad, cual es el caso de la policía.
Al margen de lo anterior deberemos establecer lo absurdo que resulta matar a un delincuente únicamente para detenerlo tras haber cometido presuntamente un grave delito (o aún más en fase preventiva), cuando nuestro código penal no contempla -por imperativo constitucional- la pena de muerte para quien, tras un juicio con todas las garantías, es hallado culpable de delito, por grave que éste sea. Por ello solo la legítima defensa antes comentada podría resultar habilitante.
No considerar a determinados delincuentes (terroristas, etc.) como portadores de derechos, frente a los que todo vale, tratándoles como enemigos y no ciudadanos es derivar hacia un derecho penal del enemigo o de excepción, no garantista, absolutamente censurable.
El brutal fenómeno terrorista debe resolverse atacando sus causas y no sólo los efectos y, por descontado, utilizando la legalidad pero sin quiebra alguna.
Por tanto, convendrá dilucidar tras cada “abatimiento” por parte de la policía, si nos hallamos o no ante un hecho típico penal con causa de justificación o no. No hemos de asumir como normal esas acciones ante delincuentes peligrosos si no superan la prueba de una existencia de legítima defensa. La justicia lo determinará, pero debemos estar alerta para que no se introduzca una nueva forma de pena capital a través de esas “ejecuciones”, pues eso y no otra cosa serían, de no existir causa de justificación.
Los recientes disparos policiales mortales al sospechoso de terrorismo que se hallaba solo en un viñedo catalán y con falsos explosivos –al menos indicios de ello existían por el precedente del día anterior- reclaman una investigación a mi parecer. Ante la duda no cabe matar necesariamente sin más. Si se hace y luego se certifica que hubo un error de suposición –que, repito, debe darse en menor grado entre los profesionales-, desaparecerá la existencia de causa de justificación y el agente deberá afrontar un juicio en el que, eso sí, en el mejor de los casos se ajustará la pena a la existencia de ese error y su grado de vencibilidad.
La policía y su difícil y arriesgada labor merece todo nuestro respeto que ya lo tiene ganado de entrada; no hace falta que se les explicite en cada acierto. Ese es su cometido, trabajar bien; como el de cualquier profesional. Pero hemos de exigir también que no lo pierda en desaciertos de calado y sobre todo en ilegalidades.
La ciudadanía reclama seguridad, pero no debe ser tampoco a cualquier precio. Un estado policial es superpeligroso.